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Judas Macabeo: un león rugiendo

Redacción (Martes, 20-06-2017, Gaudium Press) Después de la muerte del admirable Matatías, su hijo Judas Macabeo tomó el comando de la guerra santa en Israel contra los que deseaban destruir al pueblo elegido.

Causó pánico en los malhechores Judas Macabeo parecía «como un león por sus hazañas, como un cachorro que ruge ante su presa. Persiguió implacablemente a los impíos y entregó a las llamas a los perturbadores de su pueblo. Los impíos se acobardaron ante él, temblaron todos los que hacían el mal, y gracias a él se logró la salvación». Puso en aprieto a muchos reyes, alegró a Jacob con sus proezas, y su memoria será eternamente bendecida. (I Mc 3, 4-7)

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Detalle de batalla de Judas Macabeo, altorrelieve en un escudo

Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia

«Recorrió las ciudades de Judá, exterminó de ellas a los impíos y apartó de Israel la ira de Dios. Su fama llegó hasta los confines de la tierra, y congregó a los que estaban a punto de perecer.» (I Mc 3, 8-9). Y todos los que lo seguían «combatieron con entusiasmo por Israel.» (I Mc 3, 2). Luchar con entusiasmo es una de las importantísimas condiciones para la victoria.
Ese es el exordio que la Sagrada Escritura hace al iniciar la narración de las batallas trabadas por ese heroico varón de Dios.

Dios «los aplastará delante de nosotros»

Apolonio, cuando jefe de colectores de impuestos al servicio de Antíoco Epífanes, había invadido Jerusalén, matando muchos judíos; el Templo «quedó desolado como un desierto» (I Mc 1, 39).

Ese impío, movilizando cierto número de paganos y «un fuerte contingente de Samaria» (I Mc 3,10), preparaba un nuevo ataque a Israel. Pero «Judas salió a su encuentro, lo derroto y lo mató». Tomó la espada de Apolonio «y de ahí en adelante pasó a luchar siempre con ella» (I Mc 3, 11-12). Eso hace recordar lo que realizó David después de matar a Goliat: retiró la espada del gigante y posteriormente la utilizó en los combates (cf. I Sm 21, 10).

Informado de eso, el jefe del ejército de Siria, Serón, dijo: «Voy a volverme famoso y ganar prestigio en el reino, venciendo a Judas y sus compañeros» (I Mc 3, 14). Y, reuniendo gran número de soldados, partió con el objetivo de derrotar a los israelíes fieles. Judas Macabeo fue a enfrentarlo, aunque tuviese pocos hombres.

Al ver la enorme cantidad de enemigos, los guerreros de Judas dijeron: «¿Cómo podremos nosotros, tan pocos, luchar contra tamaña y tan aguerrida multitud? ¡Aún más porque estamos hoy extenuados y en ayuno!» (I Mc 3, 17).

Y el heroico Macabeo respondió: «No es difícil que muchos caigan en manos de pocos, pues no hace diferencia para el Cielo salvar con pocos o salvar con muchos. Pues la victoria en la guerra no depende del tamaño del ejército, sino de la fuerza que viene del Cielo. Ellos vienen contra nosotros transbordando de insolencia e impiedad […] Nosotros, entretanto, luchamos para defender nuestras vidas y nuestras leyes. ¡El propio Señor los aplastará delante de nosotros; no tengáis miedo de ellos!»
«Habiendo terminado de hablar, Judas se lanzó de imprevisto contra los enemigos. Y Serón y su ejército fueron aplastados» (I Mc 3, 18-23). Tal victoria nos hace recordar a Gedeón que, con apenas 300 hombres, pero confiando en Dios, derrotó a 135.000 madianitas (cf. Jz 7, 4-22).

Derrota del «celebradísimo Nicanor»

Entonces, Judas y sus hermanos comenzaron a ser temidos por los impíos y su fama llegó hasta el Rey Antíoco Epífanes.
Habiendo este viajado a Persia, Lisias quedó como regente de Siria y envió a Nicanor y otros dos generales con 47.000 soldados, visando devastar Israel (cf. I Mc 3, 38-39).

Nicanor estaba seguro de la victoria y planeó vender como esclavos a todos los judíos que fuesen capturados. Macabeo reunió a sus soldados, que estaban tomados por el miedo, y les dijo:

«Preparaos y sed corajudos […] ¡Es mejor para nosotros morir en la guerra que quedarnos mirando la desgracia de nuestro pueblo y de nuestro Santuario!» (I Mc 3, 58-59). En sus conferencias, varias veces el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira evocaba ese episodio y decía: «¡Es mejor morir que vivir en una tierra devastada y sin honra!»

Y Judas Macabeo agregó: Los paganos «confían en las armas y en su temeridad. ¡Nosotros, sin embargo, confiamos en Dios todopoderoso, que bien puede, con un simple gesto, abatir a los que avanzan contra nosotros e, incluso, derrotar al mundo entero!» (II Mc 8, 18).

Además de eso, les recordó los socorros que el Señor había enviado a sus antepasados, especialmente en el caso de Senaquerib, cuando fueron muertos por un ángel 185.000 asirios que pretendían dominar Israel (cf. II Mc 8, 19; II Re 19, 35).
Alentados por esas ardientes palabras, los israelíes partieron al combate. Judas enfrentó personalmente a Nicanor, que huyó asustado; muchos de sus soldados fueron muertos.

El «celebradísimo Nicanor […] tuvo que deshacerse de sus vestiduras espléndidas y, solo, atravesó el interior del país a manera de esclavo fugitivo, hasta llegar a Antioquía» (II Mc 8, 34-35).

Cinco Ángeles montados a caballo, con riendas de oro

Poco después, Macabeo con sus hombres enfrentaron gran número de impíos, matando más de 20.000 de ellos. Prendieron aquellos que habían incendiado los portales del Templo y los quemaron vivos. «Así, esos impíos recibieron digna recompensa de su impiedad» (II Mc 8, 33).

A pesar de haber sido anteriormente derrotado por los macabeos, un tal Timoteo reclutó gran número de extranjeros y consiguió muchos caballos de Asia. Y partieron a invadir Israel.

Los hombres de Judas Macabeo, al saber de eso, pidieron a Dios que los ayudase. Terminada la oración, partieron en dirección al enemigo. Al rayar de la aurora, los dos ejércitos se enfrentaron.

«En el auge de la batalla, aparecieron a los adversarios cinco guerreros magníficos, venidos del Cielo, montados en caballos con riendas de oro, y poniéndose al frente de los judíos. Dos de ellos se pusieron de cada lado del Macabeo, defendiéndolo con sus armas y conservándolo invulnerable. Al mismo tiempo, lanzaban dardos y rayos contra los adversarios, los cuales, desorientados por la ceguera, se dispensaron en total confusión. De esa forma fueron muertos 20.500 soldados, además de 600 caballeros» (II Mc 10, 29-31).

Timoteo, que se ocultaba en una cisterna, fue muerto en su escondite.

Que Nuestra Señora envíe Ángeles para auxiliarnos en las luchas en defensa de la Santa Iglesia.

Por Paulo Francisco Martos

(in Noções de História Sagrada – 115)

 

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