sábado, 30 de noviembre de 2024
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Cuando unas sábanas blanco-azuladas conducen a la virtud de la pureza

Redacción (Viernes, 19-08-2016, Gaudium Press) «En mi primera infancia, yo sentía una especie de armonía interna, por donde veía todo bien ordenado y acogedor, sin luchas interiores. De manera que tenía, sucesivamente, estados de espíritu bien diversos, los cuales no entraban en choque unos con otros, por más diferentes que fuesen. Eso me daba una gran alegría, pareciendo brotar de una fuente mucho más alta que yo, inundándome. Y eso ya era así antes de los tres años de edad. De ahí provenía una gran felicidad de vivir. El hecho de yo ser yo, me causaba mucho contento». 1 De esta manera describía Plinio Corrêa de Oliveira la alegría que inundaba su alma fruto de la inocencia, y de los júbilos  que, como hemos analizado en anteriores notas, provenían de su visión inocente del orden del universo.

Eran muchas las ocasiones en que una especial luz incidía en el espíritu del joven Plinio, a partir de seres materiales. Hasta un simple cambio de sábanas le traía un alto gozo:

«Los sábados en la noche, siguiendo un hábito establecido por mamá, se cambiaba la ropa de cama, lavada en casa por Magdalena [la empleada]». En la época se aplicaba en las piezas de ropa de cama «un producto que las dejaba un tanto azuladas… y deliciosas. (…) La cama me parecía ser enteramente nueva. Antes de dormir, yo contemplaba el tejido y tenía la costumbre de intentar descubrir cuál era el punto de la sábana o de la funda en que el color azulado aparecía más nítidamente. Después de haberlo encontrado, me acostaba, pasaba la mano debajo de la almohada -tenía la costumbre de dormir así- y sentía aquel frescor de la pijama, percibiendo que aquello era bueno y debía ser así. Ese bienestar, acentuado por la buena categoría del tejido, me daba una alegría recta y ordenada, pero lo que me causaba más satisfacción era ver exactamente que todo eso tenía una relación con la inocencia y la santidad. Aquella ropa de cama me parecía nimbada de alguna cosa, que era, en el fondo, la pureza. El acostarme allí me causaba un bienestar físico, corolario de ese placer espiritual». 2

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El blanco azulado de una sábana lo transportaba a un reino de una pureza perfecta. Igualmente la «contemplación de los cisnes que se deslizaban, limpios y aristocráticos, en el lago del Jardín de la Luz, como que proclamando la belleza de la castidad». 3 Los movimientos de los cisnes, su blancura, su elegancia, su fineza, lo trasportaban a un mundo maravilloso, donde no cabía la maldad, la impiedad, la suciedad, el pecado.

Algo similar le ocurría en la contemplación de Venecia.

Un día, siendo niño, al contemplar una espléndida fotografía de Venecia «la idea de la belleza estaba presente, pero de modo secundario: se trataba de un estado de espíritu y una elevación moral. Los edificios que se reflejaban en la laguna indicaban un estilo de vida llevado por personajes que poseían los sentimientos y el modo de ser que me agradaban. Ellos serían de trato aplacible y atrayente, serios, graves, elevadísimos, afectuosos y dignos». Y al embellecerla en su espíritu, la Venecia arquetípica «significaba para mí un paso rumbo a la santificación. No en el sentido de que aquellas casas y aquella agua me llevasen directamente a la santidad, sino que ellas me preparaban para querer y admirar todo cuanto es sublime y, con esto, desear la sublimidad de alma. De tal manera que, insensiblemente, yo iba conformando mi alma con aquel ideal y notaba que él me modelaba. Así nació en mi alma el deseo de santidad». 4 Y por tanto el deseo de una pureza total.

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Atardecer en Venecia

Evidentemente su caminar en la práctica eximia de la virtud angélica no era fruto de un esfuerzo solo natural. La castidad perfecta no es un regalo ofrecido por la mera naturaleza. A la par de una firme resolución a conservar su pureza «costase lo que costase» -lo que lo llevaba a evitar «inclusive las ocasiones más distantes de la impureza» 5- el Dr. Plinio contó con el maravilloso ambiente generado por la dulce presencia de su madre, Doña Lucilia, que «era el parapeto que me resguardaba del abismo, era el muro que me separaba de las regiones obscuras y nefandas de mi propio ser, y era, por tanto, mi propia defensa». 6 Y, lo más importante, adquirió una muy especial devoción a Nuestra Señora, medianera de todas las gracias: «Él era muy joven y, aunque habituado, sin darse cuenta, a la más alta forma de oración, que es la contemplativa, hasta ese momento no había tomado el hábito de la oración vocal -explica Mons. João Clá Dias en su obra El Don de Sabiduría en la Mente, Vida y Obra de Plinio Corrêa de Oliveira. El fragor de la batalla [por la práctica de la castidad] lo movió a este avance, pues tanta era la dificultad que llegó a pensar que no conseguiría vencer: ‘Comencé a rezar y rezar a Nuestra Señora: «Los otros son mejores que yo y no precisan de milagro para ser puros; yo preciso, porque yo no aguanto, ¡yo necesito! Dadme una fuerza cualquiera para conseguir la pureza» ‘. El socorro de Aquella que es Consoladora de los Afligidos no se hizo esperar: ‘Ella intervino y me dio fuerzas nuevas. Aquel huracán de las tentaciones se fue apaciguando y fue empujado de lado, y yo comencé a gozar de un periodo extremamente agradable de tranquilidad, de seguridad y de paz en el hábito de la práctica de la castidad», declaró el Dr. Plinio. 7

También fue determinante en este caminar, que el joven Plinio tuviese la fuerte convicción que la impureza le haría perder la felicidad de vivir en el Castillo Dorado en el que habitaba:

«Me quitaría aquella bella placidez a la que estaba habituado y haría cesar el cántico angélico que sentía dentro de mí; sería una pedrada que yo lanzaría en ese paraíso interior, maravilloso y sapiencial, en ese mundo de porcelana y de cristal, a través del cual se filtraba la propia luz de Dios. Yo me abriría para la ignominia, degradaría mi vida, apostataría de mi mentalidad más temprano o más tarde, entregaría mis valores de modo irremediable y perdería mi alma para siempre. (…) Así, la batalla de la pureza me hizo entender mejor la relación entre la atmósfera diamantina en función de la cual yo me movía desde pequeño -mi inocencia primera en el fondo- y todo el panorama de la Iglesia católica y del mundo sobrenatural, del cual la impureza era lo contrario repugnante, repulsivo y censurable», sentenciaba el Dr. Plinio. 8

Por Saúl Castiblanco

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1 Plinio Corrêa de Oliveira. Notas Autobiográficas – Volumen I. Editora Retornarei. São Paulo. p. 123

2 Ibídem. pp. 323-324

3 Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP. O Dom de Sabedoria na Mente, Vida e Obra de Plinio Corrêa de Oliveira. Vol II – Juventude: A Sabiduria posta à prova. Libreria Editrice Vaticana – Instituto Lumen Sapientiae. São Paulo. 2016. p. 43

4 Plinio Corrêa de Oliveira. Op. cit. pp. 543-548

5 Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP. Op. cit. pp. 34-35.

6 Ibídem. p. 41

7 Ibídem. pp. 43-45

8 Ibídem. p. 39

 

 

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