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El Valor del Tiempo

Redacción (Miércoles, 24-07-2019, Gaudium Press) De los objetos más comunes y ordinarios de nuestro día a día, pocos o quizás ningún otro nos remitirá a tan elevadas consideraciones como un reloj.

Conocemos estos simples y a la vez complejos aparatos en las más diversas formas y tamaños, y les encontramos tanto en los más insignes monumentos, como en los más sencillos hogares. Y sean como sean debemos reconocer que difícilmente podemos pasar indiferentes a la poderosa atracción de ese tic-tac junto al continuo movimiento de elegantes agujas y péndulos, especialmente cuando la categoría y el arte les sirven de moldura. Sin embargo, sin desmerecer el elogio al aparato mecánico, creo que habla más al alma humana el continuo deslizarse de una catarata de cristales hasta su fatal e inevitable agotamiento que se da en un reloj de arena.

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¿Qué es el tiempo? Disertarán magnos filósofos y hombres de ciencia incansablemente, intentando descubrir su naturaleza sin más que describir sus accidentes. Algunos llegarán a afirmar que de lo que el hombre conoce, no hay nada tan ignorado, y otros se utilizarán de este para desarrollar complejas teorías cuánticas y siderales, aunque nunca levantando por completo su velo de misterio.

El Doctor Angélico nos habla del tiempo como siendo la medida de la duración de las criaturas contingentes, sujetas a generación y corrupción. Por lo que creo estamos autorizados a afirmar que el tiempo es para cada uno de nosotros nada más que un instante, que comprende la duración del intervalo entre nuestro nacimiento y muerte, en medio de dos eternidades en que merecemos o perdemos definitivamente la visión de Dios.

Porque mil años comparados con la eternidad no son más que un abrir y cerrar de ojos, incluso podríamos decir que el tiempo y la misma materia no pasan de ser una ilusión, un simple y fugaz reflejo de lo positivamente substancial que está en lo infinito del espíritu.

Aunque no por efímero y simple deja de ser a la vez sublime, pues recordemos que el Verbo Eterno se dignó encarnarse, irrumpiendo en el tiempo para rescatar con su sangre a los que por la desobediencia hicimos de cada segundo en este valle, un gemido y una lágrima para ser derramada en el cáliz de la justicia.

En esta perspectiva comenzamos a percibir que la cascada que se desliza por el cristal del reloj de nuestra vida no es simple arena o material innoble. Polvo de oro es cada segundo, cada instante que nos es dado, en que por un acto de virtud o un pecado, nuestro destino eterno será marcado.

Con inteligencia advirtió Shakespeare que «el tiempo es muy lento para los que esperan, muy rápido para los que temen, muy largo para los que sufren, muy corto para los que gozan; pero para quienes aman, el tiempo es eternidad».

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Es eternidad, porque la caridad según la doctrina católica es la única virtud que permanece cuando partimos de esta vida, y que tendrá la medida en que aprovechemos con sabiduría la duración de nuestra existencia.

Paremos hoy y preguntémonos… ¿qué hacemos con este don tan grande que Dios nos ha dado? Y si somos sinceros con nosotros mismos podremos verificar que «no es el tiempo el que nos falta. Somos nosotros quienes le faltamos a él», como sentenció Paul Claudel.

No dejemos que este polvo áureo del tiempo sea llevado infamemente por el viento… el viento de la banalidad, de la pereza, del mundanismo, de una indecorosa mezquindad de alma. Que cada segundo que nos sea dado, sea un brado de amor a Dios, una entrega, un holocausto ante su altar. Y de esta manera cayendo, este «oro» donde Dios le ha designado, resplandecerá gloriosamente opacando los astros en la eternidad.

Por el Hno. Santiago Vieto, E.P

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***

P.S. Continuando el sentido de esta meditación compartimos unos versos de Fray Pedro de los Reyes, autor del siglo de oro español:

¿Yo para qué nací? Para salvarme.
Que tengo de morir es infalible.
Dejar de ver a Dios y condenarme,
Triste cosa será, pero posible.
¿Posible? ¿Y río, y duermo, y quiero holgarme?
¿Posible? ¿Y tengo amor a lo visible?
¿Qué hago?, ¿en qué me ocupo?, ¿en qué me encanto?
Loco debo de ser, pues no soy santo.

 

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