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Cristiandad, ciudades y guerras

Redacción (Sábado 29-07-2017, Gaudium Press) Evitar a todo costo que la ciudad fuera destruida fue la decisión del General Conde Alemán Gerhard Von Schwerin, aristócrata de antiguo linaje prusiano, contrariando las órdenes de la pandilla nazi que ya había abandonado el lugar antes de que se perpetrara el crimen.

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Aquisgrán, Aachen o Aix-la-Chapelle, la primera capital del imperio carolingio, la cuna dónde nació la idea del orden temporal cristiano, fue el símbolo de algo que los beligerantes de ambos lados en la segunda guerra mundial, no quisieron respetar y profanaron hasta reducirla a escombros, tal como hizo el luterano Kaiser en la primera guerra mundial con Reims en Francia y la Universidad de Lovaina en Bélgica, pues algunas batallas de las guerras europeas pareciera que han tenido como finalidad destruir el testimonio del apostolado cristiano.

En otoño de 1944 el general alemán comprendió que una batalla calle por calle arrasaría no solo con la ciudad sino con la reminiscencia sagrada del gran Carlomagno. Pero ni al mando nazi ni al norteamericano les interesó para nada eso. La devastadora batalla se dio pese a que el alto oficial le envió un telegrama al general estadounidense proponiéndole un acuerdo para no combatir en la ciudad. El nazismo sustituyó en el mando al alemán y lo trasladó a otro frente. El norteamericano era un hombre rupestre protestante y sin cultura que no entendía de historia (1). Curiosamente fue la primera gran ciudad tomada por los aliados. Despedazada y en ruinas, como si hubiese habido un propósito deliberado y consciente de los contendientes de ambos lados, la ciudad cabeza donde nació el sacro imperio romano germánico fue triturada sin consideración alguna por los supuestos «defensores» de la cultura occidental.

Europa ha sido siempre el continente de la Cristiandad. Visto desde el oriente y África siempre se le identificó con la religión de Cristo. Decir Europa era decir un conjunto de naciones primorosas y riquísimas en arte, cultura e historia que profesaba la religión cristiana. A los ojos de asiáticos y africanos la civilización, la ciencia, la tecnología incluso venía de allá. Comandó el devenir de la historia universal por varios siglos. Por ejemplo sus himnos marciales y sus uniformes militares como sus marchas, desfiles y partituras musicales, fueron copiados por todos los ejércitos del mundo.

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Trono de Carlomagno

También fue el continente de las universidades y las ciudades, los campus y los fueros donde la subsidiariedad y la alteridad eran respetadas religiosamente. Por eso desarrolló esa especie de personalidad colectiva única que se desdobla en ingleses, franceses, italianos, belgas etc. Que hizo castillos, abadías, catedrales, sinfonías, eso lo ve cualquiera. Sin embargo las ciudades europeas podrían llevarse todos los reconocimientos de la cultura mundial en materia de civilización. Fueron naciendo las calles, los callejones, los parques, los rinconcitos mimosos, los canales, los puentes, los monumentos grandes y pequeños evocando hazañas y dolores, como resultado de una especie de acuerdo tácito en colaboración mental armónica de varias generaciones, trasmitiéndose de una a otra la idea de lo maravilloso aliado a lo funcional y confortable. Es el alma de esas ciudades lo que atrae a los turistas cultos de todo el mundo. Un viaje a ellas y al través de sus vías mirando sus construcciones detenidamente, nos puede ayudar a identificar de un momento a otro el espíritu creador y arquitectónico no solo de los fundadores sino de los descendientes de ellos. Y, como diría alguna vez el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira, «ungidas con la sangre redentora de Jesús», no ver el cristianismo en ellas es haber hecho un viaje turístico vano, vulgar e intrascendente.

Toda ciudad hecha por hombres tiene un espíritu colectivo que flota en la atmosfera, se esconde por aquí y va por allá, se asoma en los jardines de los parques o se columpia en los puentes, juega con los niños del lugar y se expresa de otras mil maneras en las fachadas de las casas, los techos, los ventanales, portones y aldabas; aprender a verlo es más cuestión del alma que de los ojos, porque se trata es de identificar el ángel que la cuida y muy probablemente el que la inspiró. Con las ciudades de Europa sucedió particularmente eso, pues han pasado por momentos de prosperidad, alegría, lutos, desolaciones y guerras, recuperaciones que son casi una resurrección gloriosa, y ahí se mantienen todavía, quizá a la espera de otra debacle de la que sabe Dios si sobrevivirán.

Por Antonio Borda

(1) Courtney Hodges,1887-1966.

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