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Jesús y María: un solo Corazón

Redacción (Viernes, 10-06-2016, Gaudium Press) Corría el año 1635. En una localidad del oeste de Bélgica, el pueblo llenaba el recinto sagrado para escuchar un sermón. En el púlpito, el orador dirigía a la numerosa asamblea palabras como éstas: «Hermanos, no tenemos fuerzas para resistir al pecado, a menos que estemos ‘predestinados’. Si la gracia nos domina, haremos el bien… pero si nos domina la concupiscencia, ¿qué más remedio tenemos sino hacer el mal?»

1.jpgY continuaba: «Sepan que Cristo no murió por todos los hombres, sino sólo por quienes ha querido salvar, a los cuales dio las fuerzas para no practicar mal alguno. Miren el crucifijo: es una expresión errónea del Señor, que en realidad no abre sus brazos a toda la humanidad. ¡Teman por sus pecados! ¡Pueden apartarlos irremediablemente del rostro de Dios!»

Terminado el sermón, los fieles se retiraron un poco asustados. Les costaba creer en un Dios indiferente con una porción de sus criaturas, condenadas ya previamente, al tiempo que se comporta con el resto como un terrible Juez. Pero si el sacerdote lo decía, debía ser así…

Poco a poco, la devoción eucarística iba disminuyendo, así como la frecuencia a las confesiones porque – pensaban- de nada serviría el sacramento sin una perfecta y casi inalcanzable contrición.

Dentro de este marco rígido y severo, el amor a la Madre de Dios también fue perdiendo intensidad y las oraciones en su honor fueron extinguiéndose en los labios de los fieles.

El jansenismo, falsa concepción de la justicia divina

El predicador que nos referimos era seguidor del tristemente célebre Cornelio Jansen, llamado Jansenio, obispo de Iprés. Su doctrina, condenada por la Santa Sede tras su muerte, fue refutada por muchos santos. Sin embargo, sus enseñanzas echaron raíz profunda en la sociedad de entonces, sobre todo en Francia, Bélgica y Holanda.

 

El jansenismo, junto a otros errores surgidos en el mismo período, significó un duro golpe en las cuerdas más delicadas del amor de Dios. Sumándose a los factores de degradación que fermentaban en el siglo XVII, logró arrancar de un inmenso número de almas cristianas el preciosísimo hilo de oro que las mantiene ligadas a Dios en las tribulaciones de la vida: la confianza en el perdón y la misericordia del Salvador y la devoción a la Santísima Virgen.

La misericordiosa respuesta de la Providencia

En sus designios insondables y sapienciales, la Divina Providencia no deja nunca de extraer de los grandes males otros bienes mucho mayores. La Historia demuestra que la respuesta del Cielo ante las embestidas infernales consolida, explicita y hace progresar la obra de Dios. Por ello, la famosa expresión de S. Pablo: «Oportet hæreses esse – Es conveniente que haya herejías, a fin de que se destaquen los de probada virtud» (1 Cor 11, 19).

Contra los errores difundidos en el siglo XVII, la revancha divina marcó para siempre la fisonomía sagrada de la Santa Iglesia con la expresión más tierna y elocuente de la bondad del Señor y de su Madre Santísima: el mundo recibió la revelación de la devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y de María.

El Corazón de Jesús y de María

Así como los primeros rayos de la aurora anuncian la llegada del astro rey, la gran revelación hecha por Jesús a santa Margarita María fue siendo preparada desde principios de aquel siglo por un brote de devoción al Corazón divino. Una pléyade de almas fervorosas extendieron esa práctica admirable, entre las que se destacó san Juan Eudes.

Este varón verdaderamente evangelizador, que consagró su vida entera a las misiones y la formación sacerdotal en Francia, tuvo una devoción fecundísima a los Sagrados Corazones de Jesús y de María.

Impelido por el soplo de una gracia singular, explicitó con unción y sabiduría la atrevida devoción que une en uno solo a los Sacratísimos Corazones del Redentor y de su Madre:

«¿No sabéis que María nada es, nada tiene ni nada posee sin Jesús, por Jesús y en Jesús; y que Jesús es todo, lo puede todo y lo hace todo en Ella? ¿No sabéis que fue Jesús quien hizo al Corazón de María tal cual es, y quiso tornarlo en una fuente de luz, de consuelo y de toda suerte de gracias para quienes recurren a Ella en sus necesidades? ¿No sabéis que Jesús no tan sólo reside y asiste continuamente al Corazón de María, sino que Él mismo es el Corazón de María, el Corazón de su Corazón y el alma de su alma, y que por lo tanto ir al Corazón de María es honrar a Jesús, invocar al Corazón de María es invocar a Jesús?» 1.

De hecho, fue María Santísima la que trajo a la tierra al Hijo de Dios, quien habría de redimir a la humanidad pecadora, estableciendo con todas las almas cristianas un comercio admirable y transformador. En esta sublime y naciente Historia de la Redención, Jesús quiso tener muy cerca de sí a un Corazón conforme al suyo, exento de toda inclinación disonante con su divinidad. El Corazón de María conservó todos los misterios y todas las maravillas de la vida de su Hijo, empleando su completa capacidad natural y sobrenatural en un ejercicio continuo de amor a Jesús, el objeto único de todos sus afectos. No había nada en Jesús que María no percibiera, ya fueran sus manifestaciones interiores o exteriores, su humanidad o divinidad. Por medio de este amor, el propio Jesús estuvo siempre viviendo y reinando en el Corazón de su Madre: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14, 23).

San Juan Eudes no invoca al Inmaculado Corazón de María como si éste tuviera movimientos propios, sino como habiéndose disuelto por completo en el Corazón de Jesús, incapaz de reflejar en sí cualquier cosa que no sea a Dios. Su filial arrojo acuñó un término idéntico: el Sagrado Corazón de Jesús y de María.

Nuevo manantial de gracias

Cuando se abren a esta devoción, las almas reciben gracias torrenciales. Está destinada a mover más la voluntad que la inteligencia, el amor más que la razón. Se sabe, gracias a la experiencia multisecular de la Santa Iglesia -eximia formadora de las almas-, que cuando alguno explicita una doctrina pero no conduce hacia las vías sobrenaturales a través del propio ejemplo, no ayuda a santificar a nadie. En cambio, ¿habrá quien lo haga mejor que Aquella que «conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lc 2, 51)?

Además, cupo a san Juan Eudes la gloria de haber sido el primero en celebrar litúrgica y públicamente a los Santísimos Corazones. Compuso y celebró una misa para el Corazón de María en el año 1648, y otra en 1672 para el Corazón de Jesús, ambas con las debidas licencias de la autoridad eclesiástica y la presencia de miles de fieles. Dicho gesto contribuyó a preparar las cosas para que el mundo recibiera la revelación de esta devoción sublime como la más excelente entre todas, en cuanto manifestación del amor salvífico de Jesús.

Del silencio de la clausura al mundo

En 1673, Jesús reveló los tesoros de misericordia de su Corazón a los hombres.

Para dar testimonio de esta revelación al mundo, Dios no eligió a una autoridad célebre, ni a un orador famoso ni a un sabio. El Divino Maestro quiso mostrar una vez más que su fuerza se revela totalmente en la fragilidad, prefiriendo a una humilde religiosa, forjada en el crisol de la probación desde la más tierna infancia: santa Margarita María Alacoque, de la Congregación de la Visitación. Esta joven borgoñesa, de familia muy piadosa, fue por decirlo así instruida directamente por Nuestro Señor en los senderos espirituales: «Quien dice ‘escuela’ también dice ‘libros’. A Margarita María, Jesús le entregaba otro ‘manual’: su propio Corazón que es el ‘libro de la Vida'» 2.

Favorecida por experiencias místicas a lo largo de toda su vida, santa Margarita tuvo un alma moldeada según los cánones divinos. Jesús le había revelado muchas veces que para cumplir su misión debía ser flexible y no oponer obstáculo alguno. «Yo me hice a mí mismo tu maestro y tu director para disponerte al cumplimiento de este gran proyecto y para confiarte este gran tesoro que es mi Corazón, que aquí te muestro descubierto» 3.

3.jpgA los veinte y seis años de edad y cuatro de vida religiosa se produjo la gran revelación del Corazón de Jesús, resorte propulsor de todas las gracias insignes que el mundo recibió para vencer la tibieza, la herejía y dejarse inflamar por el amor divino.

Era el día 16 de junio de 1675 en la octava de la solemnidad de Corpus Christi. Santa Margarita María rezaba arrodillada desde el coro, con los ojos fijos en el tabernáculo, cuando el Redentor se le apareció sobre el altar, descubriendo su Sacratísimo Corazón, y le dijo: «Este es el Corazón que tanto amó a los hombres, que no les negó nada hasta agotarse y consumirse para probarles su amor, y en reconocimiento no recibió más que ingratitudes a través de sus irreverencias y sacrilegios, y por la indiferencia y desprecio que ellos sienten por Mí en el Sacramento del Amor. Por eso te pido que el primer viernes después de la octava del Santísimo Sacramento sea dedicada una fiesta particularmente dirigida a honrar mi Corazón en desagravio por las ofensas que recibe» 4.

Jesús llama a la puerta de nuestro corazón

¡Qué dolorosa queja salida de los labios de Jesús! ¡Tantas manifestaciones de afecto hacia sus criaturas y, en cambio, tanto repudio por parte de ellas!

Cada uno de nosotros ya debió sentir el golpe de la ingratitud, de la indiferencia o del olvido, cuando nos sacrificamos con recta intención por quienes estimamos, echando mano a todos los medios para brindarles un beneficio. Este menosprecio que cuesta aceptar, y que motiva tantas desavenencias en la humanidad pecadora, asume otro horizonte cuando tiene por objeto al propio Dios.

No se trata de un corazón con personalidad humana, sino del que dijo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»(Jn 14, 6). No les ofreció a sus hijos la promesa de bienes pasajeros, sino que derramó su sangre en la cruz para darles la vida eterna y el perdón de todos sus crímenes. Más aún: hizo de los pobres hijos de Adán y Eva el blanco de su afecto y de su ternura, quiso establecer con ellos su reino sapiencial, quiso reunirlos como la gallina junta a sus polluelos bajo las alas y declaró que sus alegrías consistían en estar con los hijos de los hombres.

¿Qué recibió a cambio? La muerte más infame y cargada de odio que nunca hubo en la tierra y el desacato de la gran mayoría de los hombres a lo largo de la Historia. Este es el Corazón rodeado de espinas que viene a golpear la puerta de nuestras almas en busca de reparación y amor. ¿Habremos de negarle lo que merece como Dios y pide como amigo?

Una infinidad de tesoros al alcance de todos

Siendo todo su Cuerpo divino digno de adoración, ¿por qué eligió al corazón como señal sensible de su manifestación de misericordia? Precisamente por ser el símbolo de su voluntad santísima, de su mentalidad, y el foco de irradiación de su santidad. Es el órgano físico en donde late el Verbo encarnado, el Arca preciosísima que guarda la plenitud de la Ley: el amor.

Celebrando al Sagrado Corazón le tributamos homenaje a su personalidad divina, insondablemente perfecta, que abarca las cualidades de todos los ángeles y hombres desde el comienzo de la creación hasta el final de los tiempos.

Es una invocación completa y universal, destinada a regenerar a la humanidad -como decía S. Pío X-, limpiarla de sus infidelidades y hacerla gozar de la plenitud de sus dones, conforme la promesa a la vidente de Paray-le-Monial: «Como te prometí, poseerás todos los tesoros de mi Corazón y Yo te permito disponer de ellos según tu beneplácito. No seas mezquina, porque estos tesoros son infinitos» 5.

El Corazón de Jesús y María, pináculo de toda la Creación

Si comparamos el orden establecido por Dios en la creación con una montaña imponente, veremos que cada ser ocupa armoniosamente el sitio que le corresponde, desde un grandioso Serafín hasta un pequeño colibrí. En su pináculo está el Sagrado Corazón de Jesús y María, en calidad de prototipo, ejemplo y regla viva de todas las perfecciones de cada una de las partes del universo.

Viendo en el Hombre-Dios y en su Madre inmaculada el conjunto de todas las cualidades creadas, no es difícil identificarlas y amarlas en los seres que nos rodean. Así, encontramos algo de su infinidad en la caudalosa catarata que derrama abundante agua desde que el mundo existe, sin nunca «cansarse». Los medievales vieron reflejarse esta maravillosa generosidad divina en el pelícano, que a sus ojos se abría el pecho para alimentar a sus crías con su carne. En un plano más elevado, veremos los infatigables misioneros esparcidos en los sitios más recónditos de la tierra, manifestando el deseo que Dios tiene de salvarnos; las modestas religiosas que se dedican a la caridad e inmolan toda su existencia por el bien del prójimo, los Pontífices Romanos que nos enseñan la verdad…

Todos sin excepción tienen una vocación específica, cuya esencia y plenitud está en el Corazón inefable que jamás se niega a conceder el inestimable don de la santidad a aquellos que se lo piden. Ninguno es más precioso, ninguno es concedido con más alegría por el Señor a través de la mediación de su Madre. Si los bienaventurados lo recibieron, ¿por qué nosotros no? La Iglesia repite cada día, a una sola voz con el pasado y el futuro, una oración que traduce este anhelo: «Jesús, manso y humilde de corazón, haced nuestro corazón semejante al vuestro»

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1 P. Jean-Michel Amouriaux, P. Paul Milcent, Saint Jean Eudes par ses ecrits, Médiaspaul, París, 2001, p. 140.
2 P. Gérard Dufour, Na escola do Coração de Jesus com Margarida Maria, Loyola, S. Paulo, 2000, p. 19.
3 Ídem p. 20.
4 P. Víctor Alet, s.j., La France et le Sacre Coeur, Dumoulin Imprimeurs- Editeurs, París, 1892, pp. 227-228.
5 P. Gérard Dufour, op. cit., p. 68.

 

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