sábado, 30 de noviembre de 2024
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El culto perfecto a Dios

Redacción (Martes, 31-01-2017, Gaudium Press) La Misa es el acto de Culto a Dios por excelencia, el paradigma más cabal de homenaje debido al Creador. De valor infinito, nada puede compararse a su celebración ya que solo ella satisface plenamente al Padre Eterno. Por eso no es difícil encontrar en las narraciones inspiradas de las Sagradas Escrituras, figuras y/o analogías notables a la liturgia de la Misa.

En meditaciones anteriores hemos tenido ocasión de vincular la celebración Eucarística con augustos momentos de la historia de la salvación: la Anunciación del Ángel a María, la Última Cena en el Cenáculo, el encuentro de los discípulos de Emaús o el libro del Apocalipsis. Hoy veremos cómo en la Misa se vive en plenitud el Misterio Pascual: padecimientos, muerte y resurrección de Jesús, ya que, en su secuencia, la celebración hace presente la vía dolorosa del Señor. Lo haremos inspirados en una reflexión de San Pío de Pietrelcina, el popular santo capuchino. Vamos al tema.

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Sacrificio incruento, la Misa se inicia con la señal de la Cruz; nada más propio. Desde el comienzo de la celebración hasta el ofertorio, meditamos a Jesús en el Huerto de los Olivos en una agonía atroz, anteviendo los pecados y cuánto la humanidad que se disponía a redimir no le acogería a la altura («vino a los suyos y los suyos no lo recibieron», Jn. 1, 11). La liturgia penitencial y la de la Palabra proclamada enseguida, están impregnadas de gravedad.

Las lecturas están directamente dirigidas a cada fiel de manera personal, así como Jesús les habló a los apóstoles presentes en Getsemaní: «¿no han podido vigilar ni una hora conmigo?» fue su queja al verlos dormir. Hoy nos toca a nosotros dar oídos atentos al Señor y decir arrepentidos «Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa».

El ofertorio, está significado en la etapa de la pasión en que Jesús es tomado prisionero por los soldados comandados por el traidor. Ahí, al ser arrestado sin poner resistencia, queda patente que Jesús se ofrece para padecer.

El Prefacio, es el canto de alabanza y de gratitud que Nuestro Señor dirige al Padre Eterno que ha hecho posible que, por fin, llegue Su «Hora».

Puede decirse que desde el comienzo de la Plegaria Eucarística hasta la Consagración nos encontramos con Jesús en la prisión, en su cruel flagelación, en su coronación de espinas y en su vía crucis por las calles de Jerusalén; etapas del sacrificio redentor que, pasando por la cruz, culminará en el sepulcro vacío.

La Consagración del pan y del vino ya es, místicamente, la crucifixión del Señor. En ella Jesús ofrece su cuerpo entregado y su sangre derramada. La aclamación que sigue a la consagración y las oraciones que parten del pueblo fiel, son el acto de culto de la Iglesia que está reunida en permanencia en el Calvario, ofreciendo al Padre el sacrificio redentor de Cristo.

Los «mementos» recuerdan a los fieles compasivos, pero también a los que obraron su muerte -en aquel entonces y a lo largo del tiempo- y, en fin, a los muertos: por todos se impetra en la Misa: justos y pecadores, vivos y difuntos. Jesús oró por todos en su pasión: «perdónales porque no saben lo que hacen».

El «Por Cristo, con Él y en Él», corresponde al grito de Jesús: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». El Sacrificio es aceptado por el Padre. Los hombres en adelante ya no estarán en ruptura con Dios; se vuelven a encontrar con Él y entre sí. En esta ocasión se recita la oración de los hijos al Padre común: «Padre Nuestro que estás en los cielos…».

En la fracción del pan se representa el sacrificio que se consume con la muerte de Cristo. Estamos ante un Dios roto, quebrado, aniquilado, dirá Bossuet. Pero de un Dios que, con su inmolación, triunfa sobre el pecado y sobre la muerte.

El instante en que el sacerdote, habiendo partido la Hostia, deja caer una pequeña partícula en el Cáliz que contiene la preciosa Sangre, significa el momento de la Resurrección, cuando el Cuerpo y la Sangre se reúnen de nuevo. De hecho, es a Cristo vivo y glorioso a quien recibimos en la comunión.

La bendición final con el signo de la cruz nos da la fortaleza para vivir los misterios celebrados y nos protege de las acechanzas del enemigo. Porque la vida cotidiana debe ser también, a su manera, una ofrenda sacrificial, como lo es la Misa.

En muchas sacristías donde el padre se prepara para la celebración, solía haber una frase puesta en evidencia para recordarle la grandeza de lo que va a hacer: «Celebra esta Misa como si fuese la primera, la última, la única».

Si se tuviese ciencia clara y fe viva en la importancia de la Misa, todo cambiaría en la Iglesia y en el mundo. He aquí un punto de examen de conciencia para clérigos y laicos, tema directamente relacionado con el primer mandamiento de la Ley.

Desgraciadamente, para muchos ir a Misa es pérdida de tiempo. En cambio, cuando se trata de ir al restaurante, al gimnasio, a sentarse ante la computadora o a quedarse rendido en los brazos de Morfeo, ¡qué domingo delicioso y reparador! se dicen. Pobres inconscientes, no saben lo que se pierden… ¡y que se pierden!

Por el P. Rafael Ibarguren, EP

(Publicada originalmente en www.opera-eucharistica.org)

 

 

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