viernes, 29 de noviembre de 2024
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San José, Testigo de la Natividad del Redentor

Redacción (Domingo, 16-12-2018, Gaudium Press) Dios podría haber ordenado a sus Ángeles que construyesen el más bello palacio de la Historia, para allí, venir a mundo. Pero, no fueron esos los designios divinos. Nuestro Señor nos da una lección al escoger una de las menores ciudades de Judá, la insignificante Belén, «casa del pan», y allí, en lugar escondido y pobre, una gruta. «Y tú, Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar al que ha de gobernar Israel, sus orígenes son de antaño, de tiempos inmemoriales», nos dice el profeta Miqueas (Mq 5, 1-3).

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Penetremos queridos hermanos nuevamente en el libro: «San José: ¿quién lo conoce? …», de autoría de Monseñor João Scognamiglio Clá Días.

El Emperador César Augusto publica un edicto para censar las poblaciones de su inmenso Imperio. San José, celoso de sus deberes, obedece con prontitud, a pesar de María Santísima estar próxima del parto. Es probable que, en tales circunstancias, sólo fuese obligado el jefe de familia a presentarse para empadronarse, pero, «ambos conocían bien la profecía de Miqueas y sentían que el deseo de Dios era que los dos se pusieran en camino. Cumplir esa ley les exigía un incómodo desplazamiento» (p. 209).

Comunica San José a su Esposa la conveniencia de partir. Ella, resignada y sumisa, pues «siendo ésa la determinación de Dios, Él mismo los proveería de lo necesario» (p. 210). Nazaret distaba ciento cincuenta kilómetros, representaba un viaje de casi cuatro días, en medio de las caravanas que cumplían con el edicto. Recorrido arduo, estación fría, con muchas circunstancias desagradables. Ella, «en cuanto Madre, su alma delicada, llena de piedad y adoración, sufría al prever las incomodidades, sufrimientos y privaciones que el Niño pasaría al nacer. Pero como nada debía perturbar el plan establecido sabiamente por Dios, supo sobrellevarlo todo con una paz soberana» (p. 211).

¿Cómo encontrar alojamiento adecuado? San José conocía sus parientes, pero, no todos eran buenos. Buscando hospedaje percibe que «no había sitio para ellos» (Lc, 2-7). «En aquel tiempo, las posadas eran simples albergues de viaje. En éstos, los animales quedaban atados en un patio de tierra batida, frente al cual había habitaciones muy inhóspitas, casi siempre colectivas, donde las personas se instalaban en medio de una promiscuidad enorme y sin ninguna condición de higiene, máxime cuando las posadas estaban llenas, como sucedió en Belén en esa ocasión. Aquellos hospedajes no servían para José y María, que estaban llamados a la suma virginidad» (p. 213). El Niño Jesús no podía nacer en un lugar que no fuera marcado por un sublime pudor. Buscó San José acogida en parientes, pero, como bien sabemos, se la negaron.

Dura prueba pasaba el Santo Patriarca, comentaba Plinio Corrêa de Oliveira: «Iba a nacer el esperado de las Naciones, llama a las puertas y es rechazado… Ésta fue la primera gloria de San José, la especial bienaventuranza de haber sido rechazado en el momento más augusto de la Historia. En este sentido, prenunciaba en su persona el rechazo tanto más acerbo que nuestro Señor Jesucristo sufriría más tarde, culminando en la crucifixión y muerte» (19-3-1966).

Después de un día de caminata por toda la ciudad, San José se encontraba con el alma partida viendo hasta qué punto el Dios humanado no era bien recibido.
El sol se ponía, la temperatura caía y se acercaba la hora del Nacimiento del Niño Dios, nos cuenta Monseñor João Clá.

San José, «despreciado y expulsado, era el demonio que atizaba a todos sus parientes contra él. Llorando discretamente, se preguntaba si no tendría alguna culpa en este rechazo. No obstante, se mantenía muy tranquilo, confiando en que habría algún designio más alto en todo ello. Por su parte, María Santísima no hacía ninguna pregunta para no aumentar el dolor de su esposo, ni tomaba la iniciativa de consolarlo, pues quería que llenase hasta el final la cuenta de los méritos que la Providencia le había reservado para aquella ocasión» (p. 216).

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Tan extrema situación le hizo recordar el refugio donde de niño se retiraba a sus meditaciones: ¡la gruta! Frecuentada sólo por animales y completamente alejada, «fría, húmeda y oscura, no podía ser más inhóspita para ser la cuna del Rey del universo» (p. 218).

«Poca idea tenía San José, en medio de aquella aflicción, del altísimo simbolismo que guardaba esta circunstancia. Dios quería mostrar que no necesitaba un lugar esplendoroso para entrar en la Historia de la humanidad; le bastaban almas elegidas y providenciales como la Virgen María y San José: el resto lo haría Él» (p. 218)

Evidentemente, el lugar no estaba a la altura. San José se dispone a limpiar la gruta para recibir a la Madre de Dios de la mejor manera posible. Cogiendo un simple pesebre donde los animales comían heno, lo acondicionó con pajas y algunas flores que aún tenía la pradera. «¡Con qué esmero, cariño y piedad lo preparaba todo, pues se trataba del lugar donde iba a nacer el Redentor!» (p. 220). María estaba en paz, serena, resignada.

«Cuando la Virgen accedió al recinto, de tan pobre que era, ¡se transformó en el palacio más bello de toda la Historia! Los Ángeles acompañaban a su Reina llenándolo todo con una luz verdaderamente extraordinaria, que convertía la oscura gruta en una imagen del Cielo. María Santísima, por su parte, cada vez se desprendía más de toda sensibilidad terrena, envuelta por la inminencia de este misterio extraordinario: el Nacimiento del Verbo» (p. 220-221).

Una luz suave se irradió en torno de la Virgen María. San José viendo acercarse el instante supremo del Nacimiento del Niño Dios, se retiró discretamente estupefacto ante tanta grandeza.

«Manteniendo su intensidad durante varios minutos, durante los cuales el inefable misterio se realizó: «Ella dio a luz un Hijo» (Mt 1, 25). ¡Milagro de los milagros! Transponiendo el virginal y sagrado cuerpo y las vestiduras de su Madre, Jesús salió del claustro materno como el sol atraviesa un magnífico vitral, sin romper en nada su virginidad, que guardaba con amor divino. Y, envuelto en una nube de luz, surgió el Niño Dios ante la Virgen María. Ella, elevando un poco los brazos, tomó a su Hijo y lo abrazó. El parto, por lo tanto, no tuvo nada de humano, ni supuso esfuerzo alguno de su parte» (p. 224)

San Gregorio de Nisa comenta este hecho milagroso: «¡Oh, cosa admirable! La Virgen es Madre y permanece Virgen. ¡He aquí un nuevo orden de la naturaleza! La Madre y la Virgen son la misma. Ni la virginidad impide el parto, ni el parto deshace la virginidad».

El Santo Infante, cuando abrió los ojos, los fijó en su Santísima Madre, a quien dirigió una mirada verdaderamente divina, sonriendo. ¡Qué cruce de miradas! Intercambio más bello que éste sólo hubo uno: la última mirada en la Cruz (p. 225). Poco a poco fue disminuyendo la intensidad de las luces, San José levantó la mirada y pudo ver a la Virgen otra vez. Ella estaba exultante de alegría y sostenía, junto a su pecho, al más bello de los niños, envuelto en blancos pañales» (p. 226).

Aquí los dejo queridos lectores, no hay espacio en un artículo para transmitir las maravillas del Nacimiento de Nuestro Redentor. Que el Niño, la Virgen y San José les concedan abundantes bendiciones en este 2019 que se aproxima.

Por el P. Fernando Gioia, EP – www.reflexionando.org

(Publicado originalmente en La Prensa Gráfica de El Salvador, 16 de diciembre de 2018).

 

 

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