Redacción (Miércoles, 23-01-2019, Gaudium Press) En nota pasada hicimos el elogio del gato.
Pero tal vez algún lector, motivado por la presencia de un fiel can a su lado, se habrá preguntado si el gato es superior al perro. Y claramente opinamos que no, aunque no sea tan fácil decirlo y tal vez haya que exponer nuestras razones.
La misión del gato es la de servir de adorno para los ambientes domésticos del hombre y reflejar ciertas perfecciones divinas. La misión del perro, además también de espejar atributos de Dios, es la de ser protector y compañía para el hombre. Y esa es una misión más alta, una «vocación» más alta, y por ello su ser es más alto.
Es reconfortante y causa más que una sonrisa ver uno de esos vídeos en los que un perro protege cariñosamente a un niño que está siendo amenazado. Causa gozo el contemplar a un perro en el éxtasis de la alegría batir el rabo y saltar, cuando ve al amo regresando al hogar después de un buen tiempo de ausencia. ¿Por qué? No solo experimentamos en carne propia el afecto fiel del perro, sino que sentimos la satisfacción profunda de una ley metafísica que se realiza, como es la de la armonía jerárquica al interior de la cual se tienden los puentes de un relacionamiento cordial y benevolente.
El perro también tiene una superioridad y es la de una variedad que no tiene la especie gatúbela. La variedad de razas de perros es muy amplia. Si comparamos un poodle con un San Bernardo, o un pekinés con un doberman, podríamos llegar a pensar que se trata de dos especies diferentes. ¿Qué tiene que ver un pomerania con un pitbull? Pero justamente la definición metafísica de belleza es la de la unidad en la diversidad, y la mayor variedad hace que la belleza de la raza perro supere la sutil y real elegancia de la raza gato.
Esta variedad de razas no es meramente física, sino que es también una como que variedad de ‘psicologías’: tenemos al serio, gruñón pero reflexivo y no tan violento bulldog; nos encontramos con el protector y también serio pero con frecuencia tierno labrador; hallamos al indescifrable, un tanto orate, fiero y elegante doberman; nos encantamos con el mimoso, saltarín, fino y un tanto celoso caniche; y así por delante. Mayor variedad en la unidad, mayor belleza.
Por lo demás, sentimos que comparar gato con perro para hallar la superioridad de uno sobre el otro, suena un poco como a comparar dos santos: es medio de ‘mala educación’. Cada santo brilla con su luz propia de acuerdo a su luz primordial, y en ella es un único e irrepetible reflejo de Dios en el Orden de la Creación.
Creación maravillosa, en la que existen perros, gatos, pajarillos, fieras salvajes temibles y bellas, fieras salvajes temibles y no tan bellas, atardeceres de encanto, amaneceres de colores, montañas que elevan a las cúspides del espíritu, llanuras que permiten la expansión de la inteligencia. ¿En qué momento el hombre se cerró a contemplar con trascendencia las maravillas de la creación?
Decimos contemplar con trascendencia porque no es un contemplar meramente fruitivo, egoístamente deleitable, para halagar solo los sentidos, nuestra parte animal.
Es contemplar al astro rey cuando cae, descifrando qué es lo que ese mágico globo color naranja nos está diciendo de valores trascendentes, de propiedades divinas, como tal vez grandeza, majestad, protección, eternidad, infinitud.
O contemplar esa muralla hecha de sólidas rocas, roca simple, dura, rugosa, resistente, curtida por todos los climas, por todos los vientos, por todas las aguas, murallas que son el símbolo de la paciencia, de la resistencia, del temple y la templanza.
Y así con todo el Universo. Porque como decía el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, el Universo es una Catedral, donde también podemos consultar lo que es la mente de Dios.
Por Saúl Castiblanco
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