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Inesperada visita: Lutero, Arrio, Acab

Redacción (Martes, 27-08-2019, Gaudium Press) Ciertas visitas no son inesperadas, sino muy bien programadas. A algunas personas les gusta tener una agenda cuidadosamente anotada. Hay, sin embargo, una que no tiene la costumbre de permitir su inscripción en ninguna agenda. Llega de modo imprevisto. Es la muerte.

Un mal súbito

Otro día un hermano de vocación tuvo un malestar en la espalda, y acabó siendo internado en el hospital para algunos exámenes. Llamé: «¿Cómo está?» – «¡Esperando la muerte!», me dijo con cierta alegría. Un cáncer inesperado con metástasis en la columna… ¡En algunos meses estará cara a cara con Dios! ¡Acabaron las amarguras y preocupaciones del mundo, en la confianza de una vida consagrada llevada con seriedad!

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Otras muertes son súbitas, como la de Lutero, o la de Arrio.

La primera está muy bien descripta por su criado de cuarto. Lutero no era de llevar una vida pobre y austera… abandonando la consagración religiosa y la castidad, vivía en su ciudad natal de Eisleben, en concubinato duplamente sacrílego con una monja, y tuvieron varios hijos. Un erudito franciscano de Cleves, en Renania (Alemania), que vivió poco después del borracho de Eisleben, Fray Henrique, publicó, en uno de sus libros, el testimonio del empleado doméstico.

«La tarde antes de su muerte se dejó llevar por su habitual intemperancia en el beber, y con tanto exceso que fuimos obligados a cargarlo totalmente borracho y acostarlo en la cama. Después, nos retiramos a descansar, sin presagiar nada desagradable. En la mañana siguiente volvimos para ayudar a nuestro patrón a vestirse, como todos los días. ¡Sin embargo, oh dolor!, vimos a nuestro patrón Martín colgado de una viga del dosel de la cama, y miserablemente estrangulado. Tenía la boca tuerta, la parte derecha del rostro negra, el cuello morado y deformado… Sus invitados [varios príncipes y nobles] aterrorizados tanto cuanto nosotros, pronto garantizaron, con mil promesas y los más solemnes juramentos, observar el máximo silencio de modo que nada circulase. Y nos ordenaron sacar el cadáver de la viga, ponerlo sobre el lecho, y en seguida decir al pueblo que el ‘maestro Lutero’ dejara imprevistamente esta vida» (Seduli, Henrici, Praescriptiones adversus haereses, Antuerpiae, Moretum, 1606, 210).

Hay quien diga que se trata de una «fake news», pero es absolutamente cierto que murió borracho, y solo.

La muerte de Arrio

El hereje de Alejandría, Arrio, también fue visitado de modo inesperado en Constantinopla en un momento en que sus comparsas pensaban ser de victoria. Arrio, según Carrol (History of Christendom: The Building of Christendom, 1987), era alto y flaco, de apariencia distinguida y buenas maneras; las mujeres «lo adoraban, deleitándose con su cortesía, tocadas de su aspecto ascético»; los hombres se impresionaban con su aura de superioridad intelectual.

Sócrates Escolástico, de Constantinopla, un poco más joven que el hereje y habiendo vivido en la ciudad de los hechos, cuenta en su Historia Eclesiástica (libro 1, capítulo 38) que Arrio fue llamado por el emperador Constantino para explicarse respecto a su adhesión a las determinaciones del Concilio de Nicea. Delante del César, él juró fidelidad «a todo cuanto estaba escrito», sin embargo bajo el manto tenía escondido un escrito con sus opiniones heterodoxas. San Atanasio (contemporáneo de Arrio), agrega un detalle de esa conversación: «¡Si tu fe es ortodoxa, tu juramento es verdadero; pero si juraste en falso Dios te juzgará!», habría dicho Constantino.

Sin embargo el emperador, ignorante del engaño, dio orden al Patriarca Alejandro de recibir a Arrio en la catedral y administrarle la comunión.

«Era un sábado», cuenta la crónica, «cuando fue dada la orden imperial». Alejandro cerró las puertas del templo para rezar: «¡Señor, perdona tu Iglesia! Lleva a Arrio de este mundo, pues su ingreso en el templo será la entrada de lo mismo que la herejía, y la piedad no debe estar en el mismo lugar que la impiedad».

Al día siguiente la multitud era inmensa, tanto en la catedral como en las calles. Dejando el palacio del emperador, Arrio caminaba con orgullo rodeado de sus secuaces. «Entretanto, llegando al Foro de Constantino, cerca de la estatua de Porfirio… sus entrañas fueron atormentadas por violentos cólicos. Preguntó dónde había baños, le dijeron que atrás del foro, y para allá se dirigió. Sin embargo apenas llegó su vitalidad desapareció, los intestinos salieron del cuerpo con los excrementos, perdió una increíble cantidad de sangre, sacando afuera hasta parte del hígado y el bazo». Así murió Ario. «Todavía hoy se muestra ese lugar, como un monumento público de una muerte realmente singular», agrega Sócrates.

La muerte de Acab

El ángel que el profeta Miqueas vio delante del trono de Dios, parece que no haya quedado, a lo largo de los siglos, sin descender nuevamente a la tierra, después de engañar al rey Acab para que, según deseo del Altísimo, «él vaya a la guerra en Ramot de Galaad y morra» (1Re 22, 20). De nada sirvió al rey mandar prender al profeta, con pan escaso y poca agua. Acab «murió a la tarde; la sangre de las heridas escurriera en el fondo del auto… Lavaron el auto en la piscina de Samaria donde se bañan las prostitutas, y los canes lamieron su sangre, conforme el oráculo del Señor» (1Re 22, 35.38).

Lo inesperado está atrás de cualquier esquina, para todos, y ¿quién sabe de qué modo será acogido en su visita?

Preparación para la muerte según San Juan Bosco

A este propósito, San Juan Bosco acostumbraba aconsejar a sus jóvenes un ejercicio como si en poco tiempo debiesen morir: el piadoso ejercicio de la buena muerte. Son las palabras del Santo: «Toda nuestra vida, queridísimos jóvenes, debe ser una preparación para una buena muerte. Para conseguir tan importantísimo fin ayuda mucho realizar el llamado ‘ejercicio de la buena muerte’, el cual consiste en cierto día del mes preparar todos nuestros asuntos espirituales como si en breve debiésemos realmente morir.

Un modo práctico de hacer este Ejercicio es el siguiente:

* fijar un día del mes (por ejemplo, el último de cada mes);

* a la tardecita, o desde la tarde precedente, hacer alguna reflexión respecto a la muerte, la cual tal vez esté próxima o puede llegar de modo imprevisto;

* pensar cómo pasó el mes anterior, y sobre todo si hay alguna cosa que perturba la consciencia o produce inquietud en el espíritu respecto a la suerte que nos cabría si compareciésemos delante del tribunal de Dios;

* al día siguiente hacer una confesión y comulgar, como si de hecho estuviésemos a punto de morir.

Como puede ocurrir que debamos sufrir una muerte súbita, por un desastre o una enfermedad, que no nos permitirá llamar un padre y recibir los Santos Sacramentos, os exhorto a hacer frecuentemente, a lo largo de la vida, hasta fuera de la confesión, actos de contrición perfecta de los pecados cometidos, y actos de amor perfecto a Dios, porque uno solo de estos actos, junto con el deseo de confesarse, puede ser suficiente, especialmente en los momentos extremos, para cancelar cualquier pecado y abrirnos el Paraíso. Os exhorto también a hacer de tiempos en tiempos el propósito de aceptar, por amor de Dios, y venido de sus Santas Manos, cualquier género de muerte que Ella desee mandar, con todas las angustias, penas y dolores» (Don Bosco, «El joven instruido»).

Por José Manuel Jiménez Aleixandre

 

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