Redacción (Domingo, 22 de septiembre de 2019, Gaudium Press) Pietrelcina es un pequeño pueblo al sur de los Apeninos, en Italia, de tierras fértiles pero rocosas. Aún en los días de hoy se puede caminar por sus estrechas calles, de pavimento irregular y lugares escalonados, sintiendo el ambiente de otros tiempos. El 25 de mayo del año 1887 recibe en su seno el nacimiento de un niño, bautizado con el nombre de Francisco que, con el correr de los años, llegará a ser uno de los hombres más conocidos de la faz de la tierra.
El capuchino de los estigmas, el «mártir» del confesionario, que tenía el don de leer las conciencias, que confesaba de 10 a 15 horas al día, el perseguido que llegó a ser prohibido -durante poco más de dos años – de celebrar en público su Misa diaria, de conceder el sacramento de la Penitencia y hasta de dar consejo espiritual a los que se lo solicitasen, el que guardó un silencio obediente ante eso, el buscado por multitudes de todo el mundo: el Padre San Pío de Pietrelcina.
A todo esto se une el haber recibido la señal patente, sobrenatural y dolorosa, de los estigmas en sus manos, pies y pecho, que durante cincuenta años marcaron su vida y apostolado.
De este monje estigmatizado, que asombró, y que aún asombra al mundo entero, San Juan Pablo II decía: «¡Mirad qué fama ha tenido el padre Pío! ¿Por qué?, porque celebraba la misa con humildad, confesaba de la mañana a la noche, y era un representante visible de las llagas de Nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento».
Realmente podemos afirmar que fue uno de los santos más famosos del siglo pasado. Uno de sus biógrafos resume así su vida: «un reclinatorio, un altar, un confesionario». Reflejan los lugares en que pasó la mayor parte de su vida: la oración, la celebración de la santa Misa y la atención de miles de penitentes que venían a arrodillarse ante su confesionario a pedir perdón, pero también a rogar una luz en el camino de sus vidas.
Oraba a todo momento, en todo lugar. Era la fuente de donde sacaba fuerzas. «¿Qué quiere toda esta gente de mí? Yo soy solamente un pobre fraile que reza», decía de sí mismo.
Su Misa era un maravilloso espectáculo de fe y devoción; quien pudo verlo, nunca se olvidará. La gente se agolpaba delante de la iglesia desde dos horas antes para ocupar un lugar cerca del altar; subía al altar sin los guantes que le cubrían normalmente los estigmas de sus manos; cuantos asistían eran elevados en su devoción. El Padre Pío «vivía para la Misa», «vivía de la Misa».
El embajador de Francia ante la Santa Sede por los años 50, declaraba: «Nunca en mi vida había asistido a una Misa tan conmovedora. Sin embargo, tan sencilla. La Misa adquiría no sé qué proporciones y se convertía en un acto absolutamente sobrenatural». Los fieles no venían a escuchar sus homilías, pues, ya su celebración era una predicación.
La multitud quería tener contacto con él. En el camino hacia el altar o hacia el confesionario, lo querían tocar, se apretujaban hacia él, les exponían sus penas, pedían orientación. La mayor parte de su jornada transcurría confesando a las incontables personas que lo aguardaban.
Cuando, en septiembre de 1916, arribó a San Giovanni Rotondo, al «convento de la desolación» – como singularmente lo llamaba un capuchino de la época, por lo alejado del pueblo que estaba, al que pocos llegaban a la iglesia y rondaba un profundo silencio en él -, nunca se le hubiera ocurrido pensar que, años después, muchedumbres acudirían para asistir a sus Misas y confesarse. Querían también recibir un consejo espiritual, que les solucione problemas de familia, o que…les haga un milagro. Cincuenta y dos años viviría en él hasta su muerte.
Numerosísimos son los testimonios de penitentes sobre sus confesiones con el Padre Pío, quien se mostraba duro con cualquiera que no estuviera convencido de la gravedad de su pecado y decidido a huir de él; por otra, era paternal, comprensivo, alentador con aquel que se comprometía a superar sus debilidades. Desconcertante para algunos, pero no desanimaban, sino por el contrario, querían volver y volver. «Es pecado, es pecado», solía repetir a los penitentes; «¿Cuándo no queréis dejar de ofender a Dios qué venís a hacer aquí?».
Como el número de penitentes que llegaban iba creciendo, no sólo del pueblo, sino de toda Italia, y hasta del exterior del país, hubo que optar por dar número, hacer turnos, llegando, en algunos días, a disponerse a atender hasta… ¡dieciséis horas! En el año 1967 confesó unas 15.000 mujeres y 10.000 hombres, unas 70 personas por día.
«La turba de almas sedientas de Jesús se me viene encima», decía con los suyos, «no me dejan libre ni un momento».
Tener el don de leer las conciencias; escudriñar los corazones, lo hizo famoso: «los conozco por dentro y por fuera». A los que venían de mucho tiempo sin confesarse, les recordaba sus pecados olvidados.
La mayor parte de su vida la pasó en el confesionario, escuchando las miserias y los dolores de unos y de otros con una paciencia admirable; podría ser considerado el confesor del siglo, un «mártir del confesionario». «Me encuentro bien, pero estoy sobrecargado a causa de centenares y millares de confesiones que escucho día y noche. No tengo un instante para mí».
Agotado por la entrega generosa a sus hermanos, el monje capuchino estigmatizado, expiró a las 2.30 de la madrugada del día 23 de septiembre de 1968, rostro sereno y con el rosario en sus manos. Tenía 81 años.
En el día de su canonización, San Juan Pablo II afirmaba del padre Pío: «Fue un generoso dispensador de la misericordia divina, mostrándose disponible para todos mediante la acogida, la dirección espiritual, y especialmente la administración del sacramento de la Penitencia».
Bien llegó a afirmar el Papa de su tiempo, Benedicto XV, de su persona: «un hombre extraordinario, uno de esos a quienes Dios envía de vez en cuando a la tierra para convertir a los hombres».
(Publicado en La Prensa Gráfica, 22 de septiembre de 2019)
Por el P. Fernando Gioia, EP
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