domingo, 05 de mayo de 2024
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La epifanía

Bogotá (Martes, 05-01-2010, Gaudium Press) «Mira: las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti». Esta frase del libro de Isaías -incluida en la liturgia de la Epifanía- ayuda eficazmente a revelar en toda su magnitud el gran acontecimiento que constituye la manifestación del Señor a los Magos, festividad que el mundo católico comúnmente celebra el 6 de enero. La Epifanía, término proveniente del griego que significa «manifestación» o «aparición», es ciertamente la manifestación gloriosa de Cristo, en un mundo que clamaba por su luz.

Tres son las Epifanías de Jesucristo narradas en los evangelios y llamadas así por la Iglesia: La Epifanía del Bautismo del Señor, en la que Jesucristo se manifiesta al pueblo judío por medio de San Juan Bautista; la Epifanía de las Bodas de Caná, con la que Jesucristo inicia su vida pública y se manifiesta a los apóstoles; y la más conocida como tal, la Epifanía ante los Magos de Oriente -representantes de la ‘gentilidad’, del mundo pagano, de los no judíos- a quien Jesucristo también quiso revelarse, anunciando ya de esa manera que su mensaje y presencia de salvación tenían carácter universal.

Piadosas tradiciones han caracterizado a estos magos como Reyes, aunque nada de esto se nos dice en el Evangelio. Entretanto, un texto del salterio davídico, de profundo carácter mesiánico, parece insinuarlo: «Los reyes de occidente y de las islas le pagarán tributo. Los reyes de Arabia y de Etiopía le ofrecerán regalos. Ante él se postrarán todos los reyes y le servirán todas las naciones» (Sl 72,10-11).

Los dones que ellos portaban revelan la conciencia que tenían del papel mesiánico-real del redentor, y además el incienso muestra que eran conocedores de su relación con la divinidad. «Hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarle», confirma por su parte el Evangelio de San Mateo.

Los magos buscaban la divinidad

Dice Santo Tomás, citando al Crisóstomo, que » ‘si los Magos hubieran venido en busca de un rey terreno, hubieran quedado confundidos de haber emprendido sin razón tan largo y trabajoso camino’, y ni le hubiesen adorado ni ofrecido dones. ‘Pero, como buscaban un Rey celestial, aunque no vieron en Él nada de la majestad real, le adoraron, satisfechos con el testimonio de la estrella’. Vieron un hombre, pero adoraron a Dios. Y le ofrecieron regalos conformes a la dignidad de Cristo: ‘oro como a un gran Rey; incienso, que se usa en los sacrificios ofrecidos a Dios, como a Dios verdadero; y mirra, con la que se embalsaman los cuerpos de los muertos, indicando que Él moriría por la salud de todos’ «.

Y más adelante, el Doctor Angélico hace suya la interpretación de San Gregorio, al afirmar que con ello los magos nos enseñaron «a ofrecer al recién nacido Rey el oro, que significa la sabiduría, resplandeciendo en su presencia con la luz de la sabiduría; el incienso, que significa la devoción de la oración, exhalando ante Dios el aroma de nuestras oraciones; y la mirra, que significa la mortificación de la carne, mortificando por la abstinencia los vicios de la carne».

El don de la fe

Una enseñanza se puede extraer del bello episodio de la Epifanía a los gentiles, y es el de la supremacía de la gracia, que nos trae el don inestimable de la fe. Los magos creyeron en Cristo aunque no había asistido a la multiplicación de los panes, ni había contemplado la resurrección de Lázaro. Ellos no vieron la trasfiguración del Señor, ni hundieron sus dedos en su costado lacerado resurrecto, como el apóstol incrédulo. Entretanto -iluminados por la luz sobrenatural de la fe- no dudaron de emprender un largo viaje con riesgo, ni temieron desobedecer al inicuo rey Herodes que los quiso usar de instrumentos. En ese sentido, afirma San León Magno, que a los magos, «fuera de aquella especie que hería sus ojos corporales [la estrella], un rayo de luz más brillante infundía en sus corazones la claridad de la fe».

La fe fortalece en las dificultades; la fe hace ya presentes en esta vida los dones prometidos para el cielo; la fe genera el entusiasmo; la fe es el faro que busca e ilumina las verdades más altas, la fe es el inicio de la bienaventuranza pues abre los arcanos de las realidades más excelsas de Dios. Que dichosa debió haber sido la vida de los Magos cuando iluminados por la luz de la fe hallaron al mesías, al Redentor.

A todos, si abrimos las puertas del alma a la intervención divina, nos es dado tener esa fe. Una fe que mueva montañas, pero sobre todo una fe que coloque nuestros corazones y nuestras esperanzas en Cristo, Dios y Hombre, Rey y Niño, quien rige verdaderamente la historia del universo y quien nos llevará hasta su cuna sublime, si en Él ponemos toda nuestra confianza.

Por Saúl Castiblanco

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