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Arte, belleza, instintos y mística

Bogotá (Martes, 26-01-2010, Gaudium Press) «Cuando la fe, en modo particular celebrada en la liturgia, encuentra al arte, se crea una armonía profunda, porque ambas pueden y desean hablar de Dios, tornando visible lo invisible» declaraba Benedicto XVI al hablar de las catedrales medievales el 18 de noviembre pasado, tres días antes del encuentro que sostuvo con artistas del mundo entero. Pensando en ese futuro encuentro, el Pontífice afirmaba que «la belleza, que escritores, poetas, músicos, artistas contemplan y traducen en el propio lenguaje,» refleja el esplendor del propio Dios. Porque la belleza es el camino «más atrayente y fascinante para alcanzar, encontrar y amar a Dios».

Todo hombre busca a Dios. Este «apetito» de Dios, se traduce y patentiza en las tendencias superiores del hombre, en sus instintos más profundos y poderosos, que buscan la Verdad, la Bondad y la Belleza, instintos que claman constantemente por ser saciados: «Son esas tendencias la causa de la constante inconformidad del alma ante la escasez de recursos que a sus aspiraciones ofrece el mundo material y visible, un estado particular que se caracteriza por ‘la sed de infinito’, de que nos habla Pascal», declara Vargas Montoya en su tratado de Psicología.

La belleza no es «relativa»

Por ello la belleza no es ‘relativa’ en el sentido común hoy del término, de que lo que para uno ‘es’ para otro no. La belleza no es relativa porque es un reflejo divino, un destello del Absoluto.

Por lo demás no basta sino una mera constatación psicológica para darnos cuesta de esta realidad.

Arthur Danto, en «El abuso de la belleza – La estética y el concepto del arte», convoca a hacer un ejercicio mental: «Moore [n. d. R.: G. E Moore – Art, Morals and Religion; Principia Ethica; Sobre la belleza como bondad] nos invita a imaginar dos mundos. Imaginemos el primero ‘tan hermoso como podáis; poned en él todo aquello que en la tierra más admiráis, montañas, ríos, el mar, árboles y crepúsculos, estrellas y luna’. Imaginemos el otro como ‘una pura acumulación de mugre, conteniendo todo aquello que más nausea nos produce… todo ello sin un rasgo redentor a la vista’. Ahora ‘la única cosa imposible de imaginar es que algún ser humano haya o pueda haber visto o disfrutado nunca la belleza del uno o aborrecido la inmundicia del otro’ «. Es evidente. El universal impacto psicológico de los dos mundos imaginados, el uno placentero y el otro de detestación, nos habla de la no relatividad de la belleza. A lo más, podríamos intentar entender la expresión kantiana de que la belleza puede ser subjetiva pero es universal, en el sentido de que existe un amplio rango ‘opinable’ en el mundo estético, y a unos les afecta más la belleza o la fealdad de unas cosas que a otros. Entretanto, a quien diga que un lirio del campo -de esos que compara Cristo con los trajes de Salomón- es un exponente de lo feo, bien podríamos pensar si es del caso encaminarlo hacia un lugar de reparador reposo…

La «magia» de la belleza

Salvado el anterior punto, nos vemos impelidos a adentrarnos en otra realidad, verdaderamente fascinante, como es la del atractivo y lo evocativo de la belleza.

Aunque algunos eruditos de hoy la critiquen por simple, la expresión tomista no deja de ser filosófica y sicológicamente contundente cuando afirma que lo bello atrae y agrada a los sentidos. Eso lo sabe perfectamente toda la industria de la publicidad. Además es cierto que el genio del Aquinate profundizó en el asunto, y se adentró con su luz en lo que a su juicio son las características de lo bello, hablando de la integritas, la proportio y la claritas. Entretanto, queremos considerar aquí lo que figurativamente llamaríamos la «magia» de la belleza, que se patentiza en su capacidad de atraer y de evocar, y que forzosamente está relacionada con la Divinidad.

Ya Platón hablaba de lo «bello divino». Sabemos que para él arte es «mímesis», que significa reproducción o imitación de la realidad, y no faltan quienes critican esa afirmación diciendo que es reductiva, pues cercena el aspecto creador. Olvidan ellos que para Platón la realidad no es meramente lo tangible, sino sobre todo realidad es la Idea, del mundo de las Ideas, y lo que percibimos existiendo en este mundo son meramente sus reflejos, reflejos de la Idea ideal. Por lo demás, las Ideas platónicas fácilmente puede ser ‘cristianizadas’ si las asimilamos a los posibles ‘arquetípicos’ de Dios y en Dios. En ese sentido, ‘mímesis’ en el arte no es sino expresión de los posibles de Dios, y por tanto un ejercicio sumamente creador. Así entendido, Dios cuando creó el Universo hizo arte.

En la línea de lo dicho, podemos hacer que todo lo ya existente se corresponda con su ‘arquetipía’, con su tipo perfecto, tal vez no existente en la realidad de este mundo, pero ciertamente hallada en los posibles de Dios, y accesibles al ejercicio del espíritu humano. Lo más bello está más cercano a su arquetipo, y por ende más cercano a Dios. La «magia» de la belleza está en que nos acerca fácilmente a la Belleza de Dios y nos torna sensible a Dios, a quien todos ansiamos, poniendo así en conmoción las tendencias más profundas y poderosas del ser humano.

En ese sentido, repetimos con Paul Claudel que la belleza creada puede ser frustrante como impulsiva: en cuanto ella nos habla de lo que todos ansiamos nos convoca a su posesión, y entretanto encontrada, nos decepciona, porque si bien nos da algo de lo anhelábamos no nos lo da por entero; pero es propulsora en cuanto la asumamos como noticia de la Belleza Absoluta, verdaderamente existente, de la cual ella es solo un reflejo, que nos da un ante-gusto de la Belleza divina, pero sobre todo que nos indica el camino hacia Ella y nos mueve hacia Ella.

Insistiendo, decimos que esta cercanía que la belleza establece con la Divinidad tiene una característica ‘muy humana’, que la hace aún más apetecible y es su fuerte repercusión sensible. Por ejemplo, una verdad, expresada de forma bella, además de representar su propio aspecto objetivo y real, conmociona al hombre entero, que es cuerpo y alma. Le alcanza de una manera incluso emocional, y le mueve a aceptarla, por la propia característica de atracción de la belleza. Además creemos que una verdad bellamente expresada, ya trae noticia de otras verdades más altas, de las cuales la verdad enunciada depende o deriva. Es decir la propia belleza, en este sentido, puede incluso aportar más verdad que la propia verdad que expresa o simboliza. Es la belleza un fulgor de la verdad, que trae ya la luz de verdades más altas.

Belleza y mística

Trascendiendo el campo de la mera filosofía e ingresando en el suelo sagrado de la teología, sabemos por experiencia propia que la belleza convoca y favorece la contemplación. Un bello paisaje llama a detenernos, a que lo apreciemos y en él nos deleitemos. Y sabemos también que la mística, cristianamente entendida, tiene a la contemplación como uno de sus efectos más comunes. La acción del Espíritu Santo en el alma -que es el constitutivo esencial de la mística- por el cuál es Dios quien obra mientras que el hombre accede, frecuentemente resulta en contemplación mística. Esta similitud de efectos, ¿no indicaría que la belleza favorece la mística o está íntimamente relacionada con la mística? Evidentemente que sí. Pero ese será tema una nota posterior.

Por Saúl Castiblanco

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