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Belleza, felicidad y trampas

Bogotá (Viernes, 05-02-2010, Gaudium Press) «Vosotros sois custodios de la belleza. Vosotros tenéis, gracias a vuestro talento, la posibilidad de hablar al corazón de la humanidad, de tocar la sensibilidad individual y colectiva, de suscitar sueños y esperanzas, de ampliar los horizontes del conocimiento y el compromiso humano», decía Benedicto XVI a 250 connotados artistas, en el encuentro que sostuvo con ellos el 21 de noviembre pasado con ocasión de los 10 años de la publicación de la Carta a los Artistas de Juan Pablo II.

Realmente magistral el discurso del Papa. Escasean los adjetivos para calificarlo. La Iglesia, que conoce al ser humano hasta sus tuétanos, resalta por boca del Pontífice reinante la capacidad de la belleza de arrebatar su corazón de alma y carne. En la expresión «corazón» el Papa no solo incluye la sensibilidad del hombre, sino su ser entero en cuanto hay en él de impulso, de pasión, de emocionalidad, pero también de deseo, de voluntad y de inteligencia. La belleza puede despertar en el hombre un dinamismo sin igual.

sol2.jpgEn la histórica capilla Sixtina, y teniendo como trasfondo los frescos del Juicio Final de Miguel Ángel, el Papa recordaba en esa fecha «que la historia de la humanidad es movimiento y ascensión, es incansable tensión hacia la plenitud, hacia la felicidad última, hacia un horizonte que siempre sobrepasa el presente, aunque lo atraviesa». El hombre, la historia, caminan -de forma inexorable- hacia la felicidad. Entretanto, «para los creyentes, Cristo resucitado es el Camino, la Verdad y la Vida. Para quien fielmente lo sigue es la puerta que introduce en aquel «cara a cara», en aquella visión de Dios de la que surge sin limitación alguna la felicidad plena y definitiva.» Desde el inicio de su discurso, Benedicto XVI deja establecido que la dicha total que el hombre busca se encuentra en ese depararse con Dios, del cual Cristo es el portal y la vía.

¿Y el papel de la belleza? «Este mundo, en el cual vivimos -afirmaba el Papa- necesita belleza para no precipitar en la desesperación. La belleza, como la verdad, es lo que infunde alegría en el corazón de los hombres». ¿Por qué? Porque la belleza -la verdadera- habla al hombre de la posibilidad real de ese encuentro con Dios suscitando así la esperanza, y ofrece al paladar del alma el ante-gusto de la alegría infinita que se gozará en ese encuentro. Como decía Stendhal, la belleza es la promesa de la felicidad. En un dicho más cristiano, podriamos decir que la belleza es la promesa de la felicidad con Dios.

Pero volvamos a la tierra -sin dejar de tener los ojos puestos en el cielo- y pensemos en las cosas bellas que aquí nos rodean.

Afirma Romano Guardini que bella es una realidad dotada de ciertas propiedades provenientes de sus líneas, colores, sonidos, movimientos, etc., las cuales constituyen una figura que manifiesta una esencia. «En lo bello hallamos el ‘Splendor veritatis’, ‘la luz de la verdad’, o mejor, la verdad como una luz que nos ilumina». Dice él que los lenguajes de la belleza descubren mejor que otras mediaciones la realidad última, la más profunda, íntima y positiva de las cosas. Es como si la belleza las iluminara y al mismo tiempo extrajera de ellas la luz que poseen.

En el mismo sentido se expresa Hans Urs von Balthasar, quien asevera que la belleza no es solo una forma externa, sino que es una luz que irradia desde la hondura o el fondo de las cosas bellas.

Quien contempla un canario, por ejemplo, y se encanta con su delicado plumaje, con su agudo y melodioso trinar, con sus saltos puntillosos con frecuencia desprevenidos pero a veces atentos, tiene la sensación no solo de ver su figura exterior, sino de adentrarse en lo profundo de su esencia, en aquello que lo hace ser el canario que es.

No solo la esencia de los seres, sino algo más

Entretanto, para quien sabe ver, hay algo más.

El camino de la belleza no se trunca con la revelación al exterior de la interioridad de los seres observados. La belleza habla de un más allá, y allí se encuentra el secreto de la seducción de la belleza: «La figura bella nos atrae porque en ella presentimos la luz y la promesa de una belleza perfecta, sin amenazas», declara Von Balthasar.

Retrocedamos un poco, de la mano del fallecido Cardenal jesuita.

Afirma él -recogiendo toda la tradición clásica- que la belleza es la manifestación al exterior de la unión entre la verdad y la bondad que hay en todos los seres. En las palabras de un pensador moderno, diríamos que la belleza es «el fruto radiante de las castas nupcias entre la verdad y la bondad». Retomando a Von Balthasar, decimos que la unión entre verdad y bondad producen algo a la manera de luz que sale hacia el exterior. Esa luz interna proviene de ese ser concreto bello que estamos contemplando en un determinado momento (v. gr. un cisne). Pero, en determinado momento percibimos que todo lo real, por ser también bondad y verdad, es susceptible de emitir esa luz, y en ese momento pasamos de la consideración estética de la realidad de un objeto concreto a la contemplación de la belleza de la Realidad, de todo lo que tiene ser por participación del Ser Absoluto, que es Dios.

Esa iluminación, por tanto, descubre lo Real como algo que es infinitamente valioso y fascinante. Es decir, la belleza puede ser el camino para la apreciación deliciosa del Infinito. Sí: un bello atardecer en el mar -para el que quiera y sepa escuchar el sublime canto de su voz más profunda- habla deleitablemente de Dios.

Las trampas

Entretanto en ese camino hay «trampas», que difícilmente serían mejor descritas a como lo hace el Papa-teólogo en el discurso referido: «Con demasiada frecuencia, sin embargo, la belleza de la que se hace propaganda es ilusoria y falaz, superficial y cegadora hasta el aturdimiento y, en lugar de sacar a los hombres de sí y abrirles horizontes de verdadera libertad, empujándolos hacia lo alto, los encarcela en sí mismos y los hace ser todavía más esclavos, quitándoles la esperanza y la alegría. Se trata de una belleza seductora pero hipócrita, que estimula el apetito, la voluntad de poder, de poseer, de prepotencia sobre el otro y que se transforma, rápidamente, en lo contrario, asumiendo los rostros de la obscenidad, de la trasgresión o de la provocación en sí misma.»

Por tanto, la belleza verdadera lleva al hombre hacia Dios. La falsa, seductora también, aunque en un principio embriague en un falso gozo, finalmente lo encarcela en el horror.

Entretanto, decimos que comúnmente el desvío depende de la actitud que asuma el hombre hacia el objeto bello: Un diamante extraordinario puede ser visto como el destello creado del Fulgor Divino, como puede también ser la ocasión de la estúpida vanidad en la ostentación.

Si la actitud del hombre ante la belleza es desinteresada, admirativa, no mezquina, rápidamente aparecen los dulces destellos evocativos de la Felicidad Infinita. No es que el hombre deba despreciar los puros deleites que trae la belleza, sino que ellos no deben obnubilar lo más importante, que es su contemplación maravillada.

Si por el contrario, su posición es fundamentalmente egoísta, «apropiativa», hasta las estrellas del cielo terminarán siendo simples cascajos sin brillo. O peor, materia sórdida para su perdición.

Por Saúl Castiblanco

 

 

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