viernes, 26 de abril de 2024
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Zita: empleada doméstica, bálsamo de los pobres y santa

Bogotá (Lunes, 15-02-2010, Gaudium Press) Zita fue la flor por excelencia de la sociedad heril, aquella agrupación de empleados que viviendo en una gran casa señorial, dedicados a diferentes oficios, conformaban una familia de almas que algunas veces terminaba emparentándose entre sí, unidas por la lealtad incondicional a sus patronos.

Fue una campesina nacida en 1218, en plena Edad Media, hija de una familia pobre que resolvió mandarla como empleada doméstica a los 12 años de edad a la casa de un acaudalado tejedor comerciante, muy reconocido y respetado en la ciudad de Lucca (Italia).

Gracias a Dios en la ciudad están todavía completas las crónicas y deposiciones del vecindario, que la llevó a los altares por aclamación popular al poco tiempo de muerta, aunque solamente hasta 1.696 fue aprobado su culto públicamente. Ya en vida, en los años de su madurez, era tenida por santa. Zita no fue religiosa ni nunca pensó serlo. Su cuerpo está incorrupto en la Basílica de San Frediano de Lucca.

Las crónicas cuentan que la labor de Zita era propiamente en la cocina, probablemente como ayudante de las dos cocineras responsables. En ese oficio, y totalmente analfabeta ella tenía que barrer, limpiar, traer y llevar cosas de la despensa, cargar leña y alistar -pelando y lavando- verduras y animales para ser preparados y sazonados por las experimentadas cocineras. En este ambiente eran frecuentes errores y pequeños accidentes culinarios que le merecieron al principio fuertes reproches, brutales regaños y castigos que estas mujeres le infligieron. La niña aceptó todo ello sin defenderse ni intentar justificarse para nada. Su silencio incluso ante injusticias evidentes, hizo comprender a estas mujeres que se trataba de una niña discreta y paciente. Pero esas muestras de virtud lo que generó poco a poco fue una cierta envidia de parte de sus compañeros de trabajo.

Cuando recibía sus comidas diarias las reservaba casi totalmente para los pobres o a veces dejaba la mejor parte para repartirla a los mendigos, que todos los días pedían a la puerta de atrás de la lujosa mansión, por el lado de la cocina. Entonces el cochero y el jardinero inventaron que Zita estaba repartiendo las reservas de la despensa. Esto llegó a oídos del jefe de casa y mandó llamarla un día al comedor donde desayunaba con la familia. Sin escucharla a ella en descargos la increpó brutalmente incluso delante de las sirvientas de la cocina. Zita no alcanzó a responder nada y el Señor Fatinelli le ordenó volver a la cocina pero no la despidió. Las sirvientas, que eran testigos de que Zita se quedaba sin comida para repartirla entre los mendigos, no salieron en su defensa pero quedaron perplejas porque ella no alegó defendiéndose, y un cierto respeto comenzó a brotar en el corazón de ellas. Aunque tampoco consta que tuvieran la nobleza de haberla defendido.

Algunos «fiorettis» de Zita de Lucca

Con el paso del tiempo Zita de Lucca fue ascendiendo en las responsabilidades asignadas y llegó al cargo de despensera en el que debería tomar cuenta de todos los víveres incluso de reservas de manteles, servilletas, cubiertos y otros elementos caseros de uso para la cocina y la mesa.

En cierta ocasión, creyendo ingenuamente que sobraban unos sacos llenos de harina de trigo que estaban en la despensa hacía varias semanas, y viendo que no se gastaban en nada, los comenzó a regalar por medidas a los pobres que como de costumbre venían a pedir limosna a la casa Fatinelli. Un día el dueño de casa quiso ver la reserva y le informaron que no estaba completa porque Zita la había estado repartiendo. Furioso bajó hasta la cocina sorprendiendo a todos los empleados porque no era su costumbre asomarse nunca por allá. Hizo comparecer a Zita delante de todos y como siempre la increpó sin ella acatar a responder nada. Sin embargo le ordenó que le mostrara lo poco que quedaba si era que ya no lo había repartió todo. Ella que sabía que quedaba muy poco fue obedientemente delante de él y abrió la despensa encontrándose para sorpresa de todos que estaba repleta de sacos de harina tan fresca que olía agradablemente. El señor Fatinelli quedó estupefacto y se devolvió sin decir nada. Los otros empleados quedaron tan desconcertados que comenzaron a tener cierto temor de ofender a Dios si maltrataban a la buena Zita.

Cierto día de verano intenso Zita iba por la calle bien de mañana llevando envueltos en un paño de cocina varios restos de algunas provisiones caseras que sobraban en la despensa así como panes de su ración diaria que ella guardaba para entregar todos los días a una familia especialmente pobrísima pero que alguna vez había sido acomodada. Esta vez se encontró de tope y cara con el propio Sr. Fatinelli que venía acompañado de dos de sus criados de confianza. Al verla con el envoltorio, su amo la detuvo y le ordenó que le mostrara lo que llevaba ahí añadiendo que ya se imaginaba que eran provisiones de la despensa que ella se seguía robado para vender o regalar solamente para hacerse pasar por buena y caritativa a expensas de la familia Fatinelli. Zita, que sabía que no estaba haciendo nada malo se turbó un poco por tener que exponerse a un regaño de su irascible patrón y no poder darle explicación alguna en plena calle. Turbada pero obediente desenvolvió lo que llevaba y para sorpresa de ella y de los tres hombres apareció un aromático y hermoso ramillete de robustas rosas de varios colores que dejó tan encantado al Sr. Fatinelli que le pidió le regalara una. «Las lleva para la Iglesia, supongo» agregó cordialmente el hombre ya muy calmado. Zita asentó con la cabeza y siguió de largo.

Por Antonio Borda

[Próxima entrega: Zita y sus ángeles – jueves 18 de febrero]

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