Bogotá (Miércoles, 30-06-2010, Gaudium Press) De Dios tenemos una necesidad absoluta, de él no podemos escapar. Lo anterior es demostrable de muchas maneras, pero tal vez la más cercana al hombre es la de su esencial deseo de una felicidad total, completa, eterna, que solo puede ser saciado en la ‘posesión’ del Creador, en su unión perfecta con Él, que se traduce en un conocimiento perfectísimo de Él, y en una adhesión perfecta de nuestra voluntad a Él, realizados por entero en la visión beatífica y el amor beatífico.
Como esta tierra, a la par que un valle de lágrimas, es también un indefectible camino hacia la eternidad, desde aquí ya debemos irnos encaminando decididamente hacia el Creador objeto de nuestro deseo, lo que nos irá reportando los ante-gustos de esa felicidad de la que, con la ayuda de la Virgen bendita, gozaremos en el cielo. Concretamente, encaminarse hacia el Creador es conocerlo cada vez más, y amarlo de forma creciente.
Dios se manifiesta en la creación Foto: Chris230 |
Pero, ¿cómo conocer a Dios, siendo que -según afirma Santo Tomás- «el conocimiento más elevado que de él podemos tener en esta vida consiste en conocer que Dios está muy por encima de todo lo que podemos pensar acerca de Él» (STh I q2 a2 ob2), o -lo que es casi lo mismo- sabiendo que «de Dios no podemos saber lo que es, sino más bien lo que no es»?
Dios está muy por encima de nuestras pobres luces intelectuales, pues sencillamente él es Dios y nosotros meras criaturas, a veces sí de un orgullo tan grande que nos lleva a olvidar nuestra dependencia y la necesidad constante que tenemos del Hacedor del Universo.
Sabedor de nuestra fragilidad y necesidad, quiso Dios manifestarse a nuestra debilidad enviándonos a su Hijo único para que -con lenguaje a la vez humano y divino- nos revelase su Verdad, de la que cual hizo depositaria e intérprete legítima a la Iglesia. No podemos despreciar ese infinito gesto de caridad de Dios, quien quiso tener un rostro humano en Jesús de Nazaret, y debemos serle gratos acudiendo a sus doctrinas y siendo dóciles a sus enseñanzas.
Entretanto, hay otro camino también instituido por Dios para llegar a su conocimiento, un camino inaugurado con la Creación, un camino que no excluye de ninguna manera la Revelación cristiana, y que por el contrario, es confirmado por ella: es la vía del conocimiento de la Perfección infinita de Dios a través de su reflejo en las perfecciones limitadas de los seres finitos, de los seres creados.
Dice la Escolástica que «todo el que obra produce un semejante a sí». Esto se aplica también a Dios. Por ello afirma Jesús García López en su ‘Metafísica Tomista’ que «partiendo de las perfecciones contenidas en los efectos de Dios podremos alcanzar algún conocimiento de las perfecciones que en Dios mismo se encuentran, o sea, podremos tener algún conocimiento esencial de Dios, pero ‘en tanto que Dios se encuentra representado en las perfecciones de las criaturas’ «.
Es el anterior un dato maravilloso, y es a la vez una convocatoria a un ejercicio de contemplación constante. Dios invita al hombre a ser contemplativo de su divinidad reflejada en la Creación. Y como es esta la única vía natural para intentar acceder un tanto al conocimiento de la esencia divina, Dios premia ese camino contemplativo con ‘rayos’ de felicidad. Y, por qué no, de tanto en tanto con gracias insignes, incluso a quienes no hacen aún parte del arca de la Iglesia.
Terminemos pues estas líneas con un ejercicio contemplativo, a la búsqueda de Aquel que deseamos.
Foto: Pixelsior |
La foto de arriba corresponde a la calma tras una tormenta que azotó fuertemente la costa. El temporal partido mantiene todavía sus huellas en un cielo aún cargado de nubes negras y en un oculto sol tardío, que alcanza a teñir de azul, rojo y violeta algunas nubes de fondo, y las aguas ya tranquilas. La noche va llegando así anticipada por las nubes que permanecen, ofreciendo al espectador a la vez fuertes y sutiles colores, que van desde el gris casi negro, el azul profundo, pasando por el azul más claro, el aguamarina, el azul-amarillo, el rojo-naranja y el rojo-lila hasta el violeta. Colores muy dispares entre sí, pero que se combinan de esa armoniosa, original e impactante manera que solo Dios sabe hacer. Armonía, diversidad, originalidad.
La leve colina del islote resalta sobre el colorido de fondo; su oscuridad nos oculta sus detalles, pero nos permite verla en su unidad, y en la ‘serenidad’ de quien reposa tras haber resistido los embates de una fuerte batalla. Ella como que nos dice: «no soy alta, no soy un portento, pero en mi humildad decidida pude enfrentar la tormenta, y aunque ella me afligió no llegó a consumirme y aquí estoy, sigo siendo humilde, y me preparo para el descanso de la noche, con la confianza de un brillante amanecer». Humildad, serenidad, unidad.
Las aguas en calma son el receptáculo perfecto para los maravillosos tonos lila, rojo-lila, rojo-naranja allí presentes. Son aguas que no invitan a sumergirse en ellas para darse una zambullida, sino que convidan a regalarse en su observación. El color en el mar adquiere un brillo especial, inconfundible e irrepetible. Tal vez esas aguas matizadas de esos tonos sí muevan a desear un tranquilo paseo en bote sobre ellas, más que para desde ahí mirar al cielo, para seguir mirando las aguas, tal vez para recoger con las manos un poco de su brillo, de su colorido, para percibir en las palmas si sus colores son verdaderamente reales. Entretanto, al tocarlas, casi que lo haríamos con respeto, probablemente con la punta de los dedos, como quien palparía un fino tapete de seda que no se quiere estragar en su virginidad primigenia. Los colores presentes en las aguas manifiestan sí brillo, pero un brillo discreto y señorial, un brillo como el de quien alcanzó con nobleza y dominio una edad madura. Y la edad madura comúnmente convida al respeto.
Hemos hablado, en la contemplación de ese atardecer, de humildad, serenidad, unidad, armonía, diversidad, nobleza, dominio, todos estos conceptos abstractos que encuentran su perfección total en Dios, Creador de todo lo creado, en lo cual se refleja. Dios, culmen de toda perfección.
Por Saúl Castiblanco
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