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Las palabras convencen, los ejemplos arrastran

Redacción (Jueves, 28-07-2010, Gaudium Press) Algunos dicen que cuanto mayor es la penitencia aplicada al pecador arrepentido, mayor será su arrepentimiento y su deseo de enmienda. Y estas mismas personas, acostumbran fundamentar sus opiniones diciendo que en ciertas épocas la severidad de la disciplina eclesiástica era tal, que los confesores imponían penitencias rigurosísimas las cuales, a veces, exigían años para ser cumplidas, conforme la mayor o menor gravedad del delito. Pero ¿serían los santos partidarios de este modo de actuar? Veamos…

Durante el viaje de San Francisco Xavier a la India (1542), se encontraba un soldado portugués que hacía dieciocho años no se confesaba, ni buscaba remedio para su alma, pues había perdido todas las esperanzas de salvación.

Intentó el santo embarcar con él en el mismo barco, y, poco a poco, sin revelar su intento, entabló amistad con él. Ganándose la simpatía, vino un día a preguntar, en tono de intimidad, cuánto tiempo hacía que se confesara.
Respondió él, sin asustarse, que dieciocho años ya habían pasado desde que él se arrodillara por última vez a los pies del sacerdote.

– Causa debéis tener, pues los otros fieles no acostumbran demorar tanto – dijo el Santo.

– La causa – dijo el soldado – fue porque mi padre vicario no me quiso absolver, y yo, como vi que no podía enmendarme, creí inútil buscar la confesión.

Continuó entonces el Santo, con gran serenidad de ánimo y semblante:

– Deja conmigo. El vicario hizo a su modo, pero, si tú quisieras, hagamos esto a mi modo. Haced un examen de conciencia y yo te ayudaré a recordar los pecados olvidados. En seguida, los absolveré.

Así lo hizo el soldado, con muchas lágrimas y suspiros, que mostraban la verdad de su arrepentimiento. Y San Francisco le impuso, de penitencia, apenas un Padre Nuestro y una Ave María. El penitente quedó estupefacto. Pero el Santo le dijo que lo ayudaría a expiar sus pecados. Y luego, entrando al espeso bosque vecino – pues ya estaba en tierra firme, cuando oyó la confesión – se entregó a la oración y la penitencia.

Con tal escena quedó el soldado tan impresionado y arrepentido, que de allí en adelante voluntariamente se entregó a una vida penitente y reformada.

Por Anderson Carlos de Oliveira

 

 

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