jueves, 02 de mayo de 2024
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"¡Vamos!"

Redacción (Martes, 16-11-2010, Gaudium Press) «¡Vamos!» Oí estas palabras por lo menos 500 veces en las últimas catorce horas de vida de un hermano de vocación, perteneciente a la misma asociación religiosa. Hace cuatro meses este religioso venía luchando contra un cáncer, que cuando fue descubierto ya había minado su salud de forma funesta. En su último mes de vida, Teófilo -nombre con el cual vamos a designarlo en este artículo- sufrió enormemente. Casi no sentía dolores físicos, pero su indisposición se iba volviendo cada vez mayor.

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Representación de la muerte

de San José

Finalmente, llegó el momento de internarlo en un hospital, lo que no le agradó nada, pues al dejar este mundo, quería hacerlo dentro de una casa religiosa a lado de sus hermanos de vocación. Pero hasta esto la Providencia le exigió…

Ya internado, el médico le había dado una semana de vida, más o menos, lo que se concretizó con increíble exactitud. Entretanto, para que tuviese un auxilio pleno en su padecimiento, fue conformado un equipo en el cual a cada doce horas se cambiaba su acompañante, de manera que siempre estuviese a su lado un miembro de su asociación religiosa. Y me toco a mí el día 10 de noviembre, memoria de San León Magno, asistirlo desde las nueve horas de la mañana hasta las veintiuna horas.

Como en ningún período había ayudado a Teófilo durante su enfermedad, no tenía idea de cómo proceder en caso de alguna necesidad, y por tanto pedí a mi superior dispensa de acompañarlo en este momento extremo, lo que me fue negado. Y como según el dictado «lo que no tiene remedio, remediado está», allá fuimos para el hospital en aquella mañana gris.

Cuando entré al cuarto de Teófilo, ambas quedamos impresionados. Yo por la situación en que se encontraba, pues había empeorado enormemente en los últimos días; él por percibir que quien iría auxiliarlo en aquel día estaba completamente desprevenido. Esta situación le hizo exclamar a quien lo había acompañado de noche: «No me deje, pues usted es una persona-clave para mí en este momento».

En fin, serían doce horas para compartir el mismo cuarto y nada mejor que ir adelantando las oraciones diarias para aprovechar el tiempo, pero enseguida vino el primer pedido de Teófilo. Debido a la etapa avanzada de la enfermedad él ya no conseguía dormir, lo que le causaba gran incomodidad y esto se sumó al comienzo de delirio y órdenes contradictorias. La paciencia se tornó una virtud indispensable en este día. A cada tres a cinco minutos éramos solicitados: ya sea para servirle agua, acomodar la posición de la cama, verificar si la enfermera demoraría mucho para volver o simplemente consolarlo.

Entre las órdenes contradictorias, Teófilo pidió llamar a la enfermera, pero pocos instantes después que salimos, se podían escuchar los gritos de él dentro del cuarto llamándonos. Cuando entramos, él dijo: «Quédense a mi lado, no salgan de cerca mío». Y explicaba que le gustaría tener permanentemente un hermano de vocación junto a él, independiente de quien fuese, según sus palabras.

¡Qué espectáculo fue asistir al ser humano, tantas veces autosuficiente en su naturaleza, que no podía contar con las propias fuerzas para las acciones más necesarias de su existencia! A lo largo de este día pudimos contemplar la miseria del pecado original al mismo tiempo en que veíamos cómo el sufrimiento es capaz de unir el hombre a Dios.

Entre leves somnolencias rompían el aire invocaciones a la Santísima Virgen, tales como: «Auxiliadora de los Cristianos», «Santa Madre de Dios», «Madre de Misericordia», entre otras. Eran frecuentes estos suspiros religiosos, sobre todo en los momentos en que el malestar aumentaba. Un hecho nos llamó mucho la atención. En la parte de la tarde, más o menos a las quince horas, él pidió ayuda para encontrar, pero no decía qué.

Le fue ofrecido, entonces, un poco de agua, pero ésta no le agradara. Comenzó una serie de interpretaciones respecto a la voluntad de Teófilo, pero todas ellas no lograron éxito; hasta que consiguió expresarse: «Quiero alguna cosa para ofrecer al SEÑOR». Bien, no podría tener una actitud mejor, y cuando le fue propuesto ofrecer sus sufrimientos, él accedió de buen grado, diciendo: «¡Vamos! Es esto lo que debo ofrecer». Después se calmo y volvió a descansar.

Debido a su indisposición, Teófilo pedía disculpas a las visitas por no poder recibirlas en aquel instante, pero agradecía la amabilidad y la atención de visitarlo. Solamente dos géneros de personas eran aceptados con facilidad: los médicos y los sacerdotes, ambos con el poder de curar, cada uno a su modo. El doctor que le había hecho la primera cirugía, hace cuatro meses, le visitó alrededor de las cinco y media de la tarde, y fue acogido con gran alegría. Inclusive, médico y paciente intercambiaron algunas palabras en francés, en las cuales el doctor insistía que Teófilo descansase.

Poco después vino al encuentro de Teófilo un sacerdote que le conocía hace casi cuarenta años, el cual fue recibido con regocijo y satisfacción. Así pasaban las horas para Teófilo, horas en las que -según él- no estaba consiguiendo descansar…

Recibió también a un pariente suyo que permaneció aproximadamente dos horas en el cuarto y cuando este salió, Teófilo estaba sin aire y necesitó que le pusiesen oxígeno a fin de auxiliarle la respiración.

Así permaneció hasta las nueve horas de la noche, cuando otro sacerdote que también lo conocía hace décadas, rompió el silencio del cuarto ofreciéndole la absolución sacramental, la cual fue aceptada con gran compenetración. Después de la salida del ministro de Dios, el cuarto entró en una atmósfera de tranquilidad, iluminada por una tenue lámpara naranja que apenas proporcionaba la distinción de las siluetas.

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«Cristo de la Buena Muerte» de los

Legionarios españoles

Después de un día lleno de impresiones, aprovechamos el tiempo que restaba antes del cambio de vigilia para leer un poco. Sin ser una voz física, nos pareció escuchar la voz de Teófilo diciendo aquellas palabras de antes: «Quédese a mi lado, quédese a mi lado». Raro sentimiento que nos impulso a acercarnos a su lecho. Había llegado el momento grandioso de la partida. Él respiraba con cada vez mayor dificultad, pero todavía estaba lúcido. Al ser preguntado si estaba pasando bien, no respondió como las otras veces, lo que indicaba de manera inequívoca la circunstancia que se acercaba.

Antes de llamar a la enfermera, rezamos juntos las mismas invocaciones a Nuestra Señora que tantas veces brotaron de sus labios durante el día. En este momento llegaron dos hermanos más de vocación que habían ido a pasar la noche con Teófilo, pero ya no sería necesario, pues antes del amanecer él ya estaría contemplando otros panoramas…

Los otros dos hermanos salieron para tomar providencias: uno llamó a la enfermera de turno y el otro pidió la presencia del mismo sacerdote que había acompañado a Teófilo en la tarde. Ambos pedidos fueron atendidos rápidamente: la enfermera se certificó de que realmente estaba llegando el final y poco después entraba el presbítero a fin de administrar los últimos sacramentos y hacer las oraciones finales. Cuando la benéfica medicina ya no podía sustentar la vida de aquel pobre ser humano, era la vez de la Iglesia de mostrarle la verdadera vida que estaba por iniciarse.

Nunca las oraciones para la buena muerte tomaron tanto vigor para mí y fueron tan reales como en esta ocasión. Era el momento en que Dios se encontraba con el hombre, el infinito tocaba en lo que es finito. Para tener una imagen de esta sensación imagino observar el mar cuando se pierde en el horizonte y se besa con el cielo, nosotros no sabemos bien dónde termina uno y comienza el otro. Así nos sentíamos todos los que estábamos asistiendo a esta agonía, dos sacerdotes y unos seis religiosos más. Hasta donde podíamos llamar a la vida de vida, no era posible tener certeza.

La respiración de Teófilo era cada vez más leve y entrecortada por espacios mayores de tiempo, pero todo esto paulatinamente. Las oraciones se multiplicaban mientras las fuerzas de Teófilo lo abandonaban. Eran las veintidós horas y cincuenta minutos cuando su agonía terminó. Finalmente descansó, actitud que el día entero estaba buscando hacer, pero no conseguía.

Para pedir el auxilio de la Santa Madre de Dios, se entonó solemnemente el cántico del Salve Regina. El ambiente fue tomado por una bendición y paz que más parecía una iglesia. Si dijéramos que en aquel instante Nuestro Señor Jesucristo entraría por la puerta a fin de juzgarlo, no era de espantarse, pues todo inspiraba una sacralidad impresionante.

Después de este pequeño ceremonial, se iniciaron los preparativos para el velorio y posteriormente el entierro. Ya portando el hábito religioso, el cual no era posible en la cama de un hospital, Teófilo tomó otro aspecto, su sufrimiento en la agonía se convierte en austera tranquilidad.

Una última palabra para decir. Quiera Dios que todos nosotros religiosos, después de entregar la vida entera a Su servicio, podamos decir en todos los momentos, dificultades, pruebas y hasta delante del espanto de la muerte, con el alma llena de confianza en la Madre de Dios y sin desanimar nunca: «¡Vamos!»

Por Thiago de Oliveira Geraldo

 

 

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