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Dulces e intrépidas

Redacción (Miércoles, 24-11-2010, Gaudium Press) Entre la inmensa cantidad de insectos que figuran en la naturaleza, hay una especie despierta mucho la atención por su persistente acción en la flora: las abejas.

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Foto: Antonio Machado

Pequeñas, pero ágiles y laboriosas, ellas son de gran utilidad. Al analizarlas podemos observar algunos beneficios espirituales por ellas proporcionados, en analogía con el hombre.

Las abejas, volando de flor en flor, las fecundan y despiertan en ellas el florecer. Una vez cargadas de polen y néctar, los depositan en sus colmenas para alimento de las larvas y producción de la miel. Lo mismo se da con el apostolado cristiano, la Iglesia -en la persona de sus ministros- va al encuentro de los hombres por la predicación, germinando en sus corazones las verdades eternas, nutriéndolos con el deseo de lo sobrenatural. Los consejos evangélicos volando de alma en alma, las cultivan tornándolas propicias para el reino de los cielos.

Evaluando las colmenas, se observa cómo ellas son ordenadas, constituidas por alvéolos hexagonales que forman los paneles utilizados para el almacenamiento de miel y nido de las larvas recién nacidas. Análogamente se da con el alma humana cuando se vuelve morada de la Santísima Trinidad por el bautismo, almacén de las virtudes cristianas que se deben cultivar. Semejante a la larva alimentada y protegida, que va a desarrollarse en una industriosa abeja, el cristiano bien formado ha de constituirse en un intrépido propagador de la fe.

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Foto: Vicki De Loach

Otro admirable aspecto que puede ser notado en estos insectos es su capacidad de resistencia delante de las dificultades, cuando algún predador intenta atacar sus colmenas, se convierten en aguerridos: volando al encuentro del oponente fincan en él sus aguijones, dando así sus propias vidas por las demás, inoculando en el enemigo una parte de su propio ser.

Esta actitud bien puede ser comparada a la de los mártires católicos, que teniendo que escoger entre la fidelidad a la fe, con sufrimientos y muerte, o la apostasía, muchas veces acompañada de regalos y honores, creyeron firmemente, sin ceder delante de los placeres o amenazas. De la misma manera que las abejas dejan sus aguijones en la superficie picada, los mártires dejaron sus «aguijones» en la consciencia de sus perseguidores, que no fueron capaces de comprender cómo hombres y mujeres, muchas veces jóvenes, siguieron hacia la muerte con coraje y determinación.

Pero el beneficio material más apreciado por el hombre que estos pequeños seres proporcionan es sin duda la miel. Su dulzura fue admirada desde la antigüedad bíblica. Vemos, por ejemplo, como Judá -a pedido de Jacob, su padre- utilizó este precioso alimento para intentar aplacar la ira del administrador de Egipto: «haced lo siguiente: escoged como equipaje algunos de los mejores productos de esta tierra y llevadlos como regalo a este hombre: un poco de bálsamo, un poco de miel, especias, resina, terebinto y almendras» (Gn 43, 11).

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Foto: David Blailkie

Tal era la atracción que esta especia ejercía en estos remotos tiempos, que los escritores sagrados al describir la tierra que Dios prometía a su pueblo, la narraban como una tierra donde corrían la leche y la miel: «El Señor le dijo: Yo vi la opresión de mi pueblo en Egipto, oí el grito de aflicción delante de los opresores y tomé conocimiento de sus sufrimientos. Descendí para liberarlos de las manos de los egipcios y hacerlos salir de ese país hacia una tierra buena y espaciosa, tierra donde corre leche y miel…» (Êx 3, 7-8).

La Santa Iglesia al considerar este alimento, por su dulzura y riqueza, se valió de él para nombrar a uno de sus doctores: San Bernardo, conocido por la suavidad con que cantó las glorias de la Santísima Virgen, como «Doctor Melifluo».

Al considerar estas analogías bien podemos concluir cómo la Iglesia Católica, sedienta de instilar en sus hijos la vida sobrenatural, utiliza para este fin todos los seres creados, desde los más simples hasta los más complejos, pues toda la obra creada refleja al Creador.

Por Marcelo Rezende Costa

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