Redacción (Jueves, 20-01-2011, Gaudium Press)
Papel decisivo del Colegio Cardenalicio
Fue Esteban IX que por primera vez confió la elección del sucesor de Pedro a los Cardenales. Teniendo que ausentarse de Roma, y tal vez presintiendo su próxima muerte, «convocó a los cardenales, obispos, padres, diáconos y les habló en estos términos: ‘Yo sé, hermanos, que después de mi muerte surgirán entre vosotros hombres orgullosos y ambiciosos que forzarán la puerta a las ovejas, buscarán apoyo en los poderes laicos y despreciarán las reglas santas publicadas por los Padres, invadiendo la Sede Apostólica’. […] Todos, sin excepción, prometieron al Papa obedecer sus instrucciones. Y cada uno de ellos fue a poner las manos entre las del pontífice, jurando no permitir que fuese electo un Papa sin el consentimiento unánime y una libre elección realizada por todos los miembros del Colegio Cardenalicio» [5].
Tranquilizado por las garantías dadas por el clero de Roma, Esteban IX partió de viaje, pero en Florencia fue afectado por una súbita enfermedad que lo llevó de este mundo. San Hugo, de Cluny, que acompañaba al pontífice en el viaje, lo asistió en los últimos instantes.
Usurpación de la Cátedra de Pedro
La noticia de la muerte de Esteban IX detonó nuevas explosiones de ambición de los príncipes temporales. Gregorio, conde de Tusculum, aliado a otros señores de las proximidades de Roma, en seguida intentó imponer su candidato. «Los conjurados penetraron de noche en la ciudad de Roma, que quedó presa de su furor. En medio de un gran tumulto invadieron la Basílica de Letrán y proclamaron Papa al obispo Juan de Velletri, con el nombre de Benedicto X. Pedro Damián, este héroe de la fe y la disciplina eclesiástica, que acababa de ser promovido a la sede de Ostia, acudió con los cardenales a fin de protestar contra esta horrible violencia. Sin embargo, los soldados se precipitaron sobre ellos, de espada en puño, para masacrarlos. Los cardenales, protegidos por algunos servidores fieles, consiguieron salir de la Basílica por una puerta secreta y abandonaron Roma» [6].
Primera elección realizada por el Sacro Colegio
En esta ocasión, el cardenal Hildebrando -futuro San Gregorio VII- regresaba de un viaje a Alemania. Al saber de la elección, contra la prohibición expresa del Papa Esteban IX, se detuvo en Florencia, a fin de organizar la elección legítima, de acuerdo con el juramento hecho anteriormente por los cardenales.
En Siena, Hildebrando propuso al solio pontificio, el obispo de Florencia, Gerardo, que fue electo por unanimidad por los cardenales, tomando el nombre de Nicolás II. «En el mes de enero de 1059 el Papa Nicolás fue recibido en Roma por el clero y el pueblo con los debidos honores, siendo entronizado por los cardenales y tomó posesión de la Santa Sede, según la costumbre» [7]. Algunos días después, el antipapa Benedicto se presentó delante de Nicolás II, a fin de reconciliarse con la Iglesia, y así se normalizó la situación.
Aunque el pontificado de Nicolás II haya sido muy corto -solo dos años- marcó definitivamente la historia de la Iglesia, al instituir para siempre, en el Concilio de Letrán, en abril de 1059, que la elección papal quedaba reservada a los cardenales, eximiéndola, así, de interferencias y de las ambiciones de los príncipes temporales:
«Decidimos -determina el decreto de Nicolás II- que, por muerte del Soberano Pontífice de la Iglesia romana y universal, los cardenales-obispos regulen con el mayor cuidado la cuestión de su sucesor. Después recurrirán a los cardenales-clérigos, al resto del clero y al pueblo, a fin de obtener su consentimiento para la nueva elección. Que hagan recaer su elección de preferencia en el seno de la Iglesia romana, si en ella encuentran un hombre capaz; caso contrario, búsquenlo en otra iglesia» [8].
Con el pasar de los siglos, los cardenales fueron asumiendo cada vez más encargos en la Curia Romana, auxiliando, así, al Papa en el gobierno de la Iglesia. Uno de ellos, por ejemplo, es el del Tribunal de la Penitenciaría Apostólica, que regula la concesión de indulgencias y las materias concernientes al foro interno. «El origen de este tribunal debe ser buscado en el siglo XII, cuando la absolución de ciertos delitos más graves fue reservada al Romano Pontífice. Siendo muchos los que acudían en peregrinación a Roma para alcanzar el perdón de sus pecados, o enviaban sus pedidos por escrito, presentando casos de consciencia, decidió el Papa delegar sus facultades a un cardenal -‘paenitentiarius maior’-, el cual, desde el siglo XIII aparece establemente con el poder de absolver pecados y censuras, dispensar de irregularidades e impedimentos, conmutar votos, etc. Tenía a sus órdenes un regente de la Penitenciaría, un consultor canonista, varios auditores para examinar las causas, además de otros oficiales inferiores» [9].
Modernización de la Curia Romana
En el siglo XVI, Sixto V, en su corto, pero proficuo pontificado, limitó a 70 el número de cardenales, pero promovió al mismo tiempo una innovadora reforma de la Curia Romana, dividiendo la administración de la Iglesia en quince Congregaciones, dirigidas por cardenales. Esta estructura, con las adaptaciones necesarias a los nuevos tiempos, permanece esencialmente la misma hasta hoy, demostrando su gran eficacia.
Actualmente, según la constitución apostólica «Universi Dominici Gregis», de Juan Pablo II, los cardenales electores no deben sobrepasar el número de 120, y ejercen el derecho de voto hasta completar ochenta años de edad.
De las remotas eras en que una paloma indicaba a los fieles el escogido por Dios para gobernar la Iglesia, hasta nuestros días, el Espíritu Santo fue conduciendo con su soplo divino los acontecimientos, de forma a dar a la Iglesia su bella fisionomía, como la describe San Pablo, «toda gloriosa, sin mácula, sin arruga, sin cualquier otro defecto semejante, sino santa e irreprensible» (Ef 5, 27).
«La carrera del Paraíso»
La creación de nuevos cardenales, como hace poco ocurrió, en el Consistorio del 24 de noviembre pasado, trae siempre a la mente de todos la honrosa dignidad de este cargo eclesiástico, quedando a veces en un segundo plano otros aspectos no menos importantes de tan alta función.
Merecen, por eso, ser aquí mencionadas -a título de conclusión- las palabras de Mons. Angelo Comastri, Cardenal Arcipreste de la Basílica de San Pedro, a Radio Vaticana, en las cuales el ilustre purpurado deja ver el verdadero y sublime sentido del cardenalato:
«El cardenalato no modifica la vida, el cardenalato compromete a dar más, compromete -si así se puede decir- a un heroísmo mayor en el vivir la fidelidad a la propia vocación. […] No existen ‘carreras’ en la Iglesia, sino existen llamados al servicio. La única carrera en la Iglesia es la carrera al Paraíso. Si no se llega allá, entonces se erró, porque la finalidad de la vida es alcanzar el Paraíso. Todo lo demás es únicamente un llamado al servicio: llamado a vivir por el Evangelio, porque es el bien único de la vida; llamado a servir a Jesús, porque es nuestra única esperanza; llamado a anunciar al mundo que hay un solo Salvador. También el cardenalato sirve para eso y solamente para eso».
Por José Antonio Dominguez
_____
1) CESARÉIA, Eusébio apud Darras, J.-E. Histoire Générale de L’Église. Paris: Louis Vives, 1876, t. 8, p. 116.
2) Idem, ibidem, p. 116.
3) LLORCA S.I, Bernardino. História de la Iglesia Católica. Madrid: BAC, 1953, t. II, p. 176.
4) ROHRBACHER. Histoire Universelle de L’Église Catholique. Lyon: Librairie Ecclesiastique de Briday, 1872, t. 6, p. 111.
5) Darras, J.-E. Histoire Générale de L’Église. Paris: Louis Vives, 1876, t. 21, p. 293.
6) Idem, ibidem, pp. 295-296.
7) Cf. ROHRBACHER. Histoire Universelle de L’Église Catholique. Lyon: Librairie Ecclesiastique de Briday, 1872, t. 6, p. 111. p. 110.
8 ) in DANIEL-ROPS. A Igreja das Catedrais e das Cruzadas. São Paulo, Quadrante, 1993, p. 198.
9) LLORCA S.I., Bernardino. História de la Iglesia Católica. Madri: BAC, 1953, t. II, p. 688.
Deje su Comentario