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Los tres lirios de María

Redacción (Viernes 25-02-2011, Gaudium Press) Cierta vez, en aquel lejano siglo XIII, un dominico de una inteligencia brillante, muy académico y devoto de la Santísima Virgen, estaba pasando por una fuerte prueba. No conseguía entender cómo era posible que la Madre de Dios permaneciera virgen, habiendo dado a luz el Niño Jesús.

3224_M_191653e5.jpgEsta duda era como una espina en sus pensamientos, pues a pesar de ser muy sabio, esto le permanecía oculto.

Un día, habiendo tomado conocimiento de la existencia de un fraile franciscano, el Bienaventurado Egidio de Asís, el cual tenía fama de aliviar las consecuencias de las preocupaciones, resolvió ir al encuentro de este religioso.

Cuando llegó a las puertas del convento franciscano, no fue necesario llamar a nadie, pues Fray Egidio, iluminado acerca de la situación de este dominico, le salió al encuentro y le dijo: «Hermano predicador, la Santísima Madre de Dios, María, fue virgen antes de darnos a Jesús» [1]. Mientras decía esto, Fray Egidio golpeó el piso con su bastón e inmediatamente brotó del suelo un hermoso lirio blanco.

El dominicano sorprendido por este hecho inesperado continuó oyendo al fraile, que siguió: «Hermano predicador, María Santísima fue virgen al darnos a Jesús». Y con un nuevo golpe, otro lirio florece instantáneamente.

Atónito, el dominicano presta atención una vez más: «Hermano predicador, María Santísima fue virgen después de darnos a Jesús». Al tercer golpe, surge un lirio más espléndido que los anteriores. Fray Egidio, sin decir ninguna palabra más, retorna al convento, habiendo deshecho aquella larga prueba de su hermano religioso, el cual hasta el final de la vida conservó consigo los tres lirios, símbolos inequívocos de la virginidad de Nuestra Señora: antes, durante y después del parto.

Esta bella historia nos muestra la envolvente y cautivante época de los milagros medievales, pero, sobre todo, destaca una virtud cada vez más olvidada en los tiempos actuales, la virginidad.

Hubo época en que el casamiento entre personas vírgenes era una cuestión de honor. Después, eso se tornó una responsabilidad sólo del género femenino. Pero hoy en día, si preguntara a los jóvenes su opinión sobre el asunto, probablemente muchos hasta ridiculizarían esta virtud tan sublime.

3907_M_f9cce461.jpgEntretanto, ella debe ser preservada como un tesoro inestimable, el cual debemos guardar a todo costo, bajo el peso de llorar su pérdida. Por más que ciertos ambientes puedan burlar su práctica y tenerla como practicada por personas retrógradas, podemos bien aplicar su valor a los conocidos versos de Casimiro de Abreu:

«Oh! que saudades que eu tenho
Da aurora da minha vida
Da minha infância querida
Que os anos não trazem mais!».

(«¡Oh, que nostalgia tengo
De la aurora de mi vida
De mi infancia querida
Que los años no traen más!»)

Aquí podemos, incluso, parafrasear a Casimiro de Abreu, entendiendo por infancia aquella inocencia de niño, de un alma limpia y sin malicia, cuyos años, las malas amistades, las ideas perniciosas, muchas veces se vienen a deteriorar. Después de la perdida de la inocencia, el colorido que el mundo presentaba se torna más opaco, cuando no se borra por completo.

Comienza, entonces, una larga caminata en la búsqueda de una felicidad que la persona ya poseía en la aurora de la vida, pero que rechazó delante de mentirosas promesas. Éste es el momento de mirar a Nuestra Señora, titulada Reina de las Vírgenes -«Regina Virginum»- en su Letanía y decir el «Salve Reina».

Ella, como Madre compasiva, mirará la miseria humana y pedirá a su Divino Hijo que restituya aquella virtud angélica, a fin de tornarnos verdaderamente los «pequeñitos», a los cuales pertenece el «Reino de los Cielos» (cf. Mt 19,13-15; Mc 10,13-16; Lc 18,15-17).

Por Thiago de Oliveira Geraldo

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1 Cf. Súrio, Vita del B. Edidio. Apud Pe. Gabriel Roschini. Instruções Marianas. São Paulo: Paulinas, 1960, p. 209.

 

 

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