Ciudad de México (Lunes, 13-06-2011, Gaudium Press) En medio de la expectativa por la llegada a la capital mexicana de las reliquias del Beato Juan de Palafox y Mendoza, el próximo 22 de junio, el semanario Desde la Fe, órgano de la Arquidiócesis de México, ha vuelto a resaltar la figura del virrey español y primer obispo de Puebla, modelo de quien se quiera desempeñar en las lides políticas según el espíritu cristiano, y a su vez «intercesor de los políticos». Juan de Palafox fue beatificado el domingo 5 de junio pasado en la Catedral de la Asunción de El Burgo de Osma en Soria, España, en ceremonia presidida por el Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, Cardenal Angelo Amato.
Al recomendar a la clase política abandonar la ambición, el derroche y la corrupción, el editorial del semanario Desde la Fe afirma que muy diferente «es lo que propone el beato Juan de Palafox de lo que es hoy gran parte de la clase política mexicana e internacional, marcada por una ideología laicista y orientada por los principios de Maquiavelo, la cual les ha hecho buscar el poder para provecho personal, tomando distancia de los valores éticos y morales como si se tratara de una contradicción entre el ejercicio del poder y la virtud».
«México necesita de una clase politica de más altura y con una nueva mentalidad. Don Juan de Palafox nos enseña que un gobernante sin virtudes, una comunidad sin valores y una práctica común de la corrupción y de la injusticia, arrastra a la sociedad irremediablemente a su ruina», expresa el semanario.
Una nueva mentalidad, más altura, políticos que imiten al Beato Palafox, «un gobernante luminoso, justo, sabio, firme y santo», son requeridos en el México de hoy, y en el mundo entero.
Biografía del Beato
Nace el beato Palafox el 24 de junio de 1600 en Fitero, Navarra, fruto de una unión ilegítima entre Jaime de Palafox y Rebolledo, más tarde segundo marqués de Ariza, y Ana de Casanate y Espés, viuda de noble estirpe. La viuda viendo la posibilidad de mancillar su reputación, oculta su embarazo, y dada a luz la criatura, busca deshacerse de la inocente obra de su pecado cometiendo el siniestro crimen del infanticidio.
Para ello, manda a una de sus criadas a que se deshiciera del niño, cosa que intenta esta última queriendo lanzarlo a las aguas del Alhama. Pero Dios velaba por ese pequeño, como veló por Moisés, y dispuso que el guardián de los Baños se percatara del horror que iba a ser cometido y en un acto de sublime generosidad cristiana se hizo cargo del pequeño hasta los 9 años, cuando su padre lo reconoció, y fue a vivir a su casa donde recibió una elevada educación.
En Salamanca, en 1620, obtuvo el bachillerato en cánones, y a su regreso a Ariza, su padre le entregó el gobierno del marquesado. Tenía solo 20 años.
Seis años después, habiendo acudido a las Cortes de Aragón a representar el estamento noble, llamó la atención del Conde-duque de Olivares -ya valido entonces de Felipe IV- quien le hizo fiscal del Consejo de Guerra (1627). Poco después (1628) fue nombrado tesorero de la catedral de Tarazona y fiscal del Consejo de Indias. Según palabras del propio Palafox, fueron estos años de inclinaciones «al vicio, el entretenimiento y el desenfreno de las pasiones», tal vez en expresiones un tanto exageradas según el estilo pío de entonces.
Su conversión
Lo que sí no es exagerado decir -a la vez siéndolo en la buena línea- fue lo de su sincera y radical conversión. Habiendo enfermado de gravedad una hermana, y viendo la muerte cernirse sobre otros dos que le eran muy cercanos, sintió la fatuidad de la vida mundana, y la verdad de procurarse un dichoso destino eterno. Con disposiciones de santidad pues, fue ordenado sacerdote por el obispo de Plasencia en 1629. Hombre dotado de gran inteligencia, obtuvo en 1633, en la Universidad de San Antonio de Portacoeli de Sigüenza, de forma consecutiva en una mañana, los grados de licenciado y doctor.
En 1639 fue nombrado por el rey visitador del virreinato de la Nueva España, con el mandato de que se «enmendasen los muchos excesos», de los que el monarca había tomado conocimiento se estaban cometiendo. Así mismo fue hecho obispo de Puebla, diócesis que a la sazón se encontraba vacante.
Ya en tierras mexicanas, el obispo Palafox tuvo que enfrentar numerosos problemas, desde comunidades que se negaban a pagar los diezmos establecidos y eran reacias a solicitar las licencias para confesar y predicar, hasta una fuerte y enquistada corrupción política, pasando por nepotismo en el gobierno, mala administración de justicia, y el maltrato a los indios. Entretanto, de todos esos desafíos muy airoso salió; tanto, que Felipe IV lo nombró virrey, cargo que ejerció en el segundo semestre de 1942. 42 años tenía el protagonista de nuestra historia.
En 1943 fue nombrado Arzobispo de México, dignidad que declinó para continuar en Puebla.
Entretanto la roña de la calumnia aún le tenía reservados tragos amargos al obispo Virrey. Caído en desgracia su protector Conde-duque, sus enemigos gratuitos comenzaron una campaña de difamación de la figura del obispo Palafox que hizo mella en el rey, quien lo mandó regresar a España, cosa que hizo en 1650 con dinero prestado, pues mientras todos los altos funcionarios regresaban a la madre patria con las arcas llenas, nuestro próximo beato lo había dado todo a los pobres.
Por lo demás el pueblo sencillo -la verdadera vox populi es por lo común vox Dei- ya lo tenía como un hombre de altísima virtud: miles y miles de estampas con su imagen circulaban como objetos de devoción en el pueblo americano; estampas que fueron confiscadas por la Inquisición.
Nuevamente en su tierra natal, le esperaban otras alegrías y otras tristezas. En épocas de patronazgo y de unión Iglesia-Estado, en agosto de 1653 fue designado por el mismo Felipe IV como obispo de Osma, habiendo sido confirmado el nombramiento por bulas pontificas al año siguiente. Ya en su sede episcopal no dejó de enfrentar sátiras, calumnias, celos y disputas con algunas comunidades religiosas. Pero allí también hizo una labor maravillosa. Además de un espléndido trabajo administrativo, siendo obispo de Osma no dejó de componer insignes obras, no solo de cuño religioso. Las siguientes son tanto de su época americana como peninsular: Varón de deseos (1641), Historia real sagrada (1642), El pastor de Nochebuena (1644), Vida de San Juan Limosnero (1649), Año espiritual (1655) o La trompeta de Ezequiel (1658). Fue también ensayista, con Naturaleza y virtudes del indio (1650), historiador con Vida de la infanta Sor Margarita de la Cruz (1635), Sitio y socorro de Fuenterrabía (1638) o Guerras civiles de la China (1638) e, incluso, escribió un Tratado de ortografía (1654), entre otras obras.
Murió en 1659, y si en vida ya se le tenía por santo mucho más después de muerto. También en España se prodigaron las estampas e imágenes del próximo beato, para la devoción particular de muchos.
Incluso el hijo de Felipe IV -Carlos II- tuvo que pagarle un tributo de reconocimiento. Estando de visita en la catedral de El Burgo Antonio Manrique de Guzmán, patriarca de las Indias, acompañando a Carlos II, el rey hubo que ver al Patriarca hincarse ante el sepulcro del Virrey-obispo y conclamar: «Está aquí el mayor hombre del mundo».
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