Maputo (Martes, 30-08-2011, Gaudium Press) Ellos aparecieron de repente. Estábamos cerca del la línea del ferrocarril que llevaba a la antigua Transvaal, en la ciudad de Maputo, en Mozambique, África. Tarde soleada y llena de luz como frecuentemente son las de la capital mozambiqueña.
Yo acompañaba a un misionero Heraldo del Evangelio que vive en la ciudad. Fuimos a llevar nuestras ropas para lavar, a una señora que presta este servicio ya hace algún tiempo.
Nuestro auto paró junto a una casa, a lado de la línea férrea. Mucha gente caminaba, por allí, bordeando aquellos rieles: trayendo objetos en la cabeza o las manos, con ropas coloridas, ojos vivos y alegres. Era el final del día.
Final, muchas veces nos recuerda decadencia, tristeza, descomposición. ¡Allá no! Había algo de esperanza, de futuro dentro de aquel panorama donde la luz huía y al mismo tiempo brillaba. Sobre todo eso se acentuó cuando vi a los dos pequeños interlocutores: Sofía y Edi.
Mientras mi compañero entró a la casa para dejar el material, me quede solo en la furgoneta, una camioneta que utilizamos para nuestro apostolado. Ya vieja, blanca, con el adhesivo de nuestro escudo de los Heraldos de uno y de otro lado de ambas puertas del frente.
Los dos niños llegaron sin hacer ruido y sonreían siempre. Al principio un poco tímidos y después hablantes, abiertos y simpáticos: características del pueblo mozambiqueño. Estaban encantadas con el escudo de la Virgen María. Pasaban sus pequeñas manos sobre él y me miraban con curiosidad.
– ¿Cuál es su nombre? Indagué.
– En una voz cantante: «¡Sofía!» La niña era solo sonrisa, ojos grandes, pequeñas trenzas caían de su cabeza adornada por minúsculas flores, de color blanco.
– Y el suyo. Al niño.
– «Edi». A pesar de ser más joven, era más fuerte y también vivo e inteligente.
¿Cuántos años tienen?
Sofía hizo un gesto con los dedos de la mano derecha, mostrando cinco pequeños dedos. El niño se equivocó primero, y después resuelto hizo señal de que eran cuatro.
Les pregunté sobre religión: quién era María, si ya sabían hacer la señal de la cruz, donde vivían. Ellos muy serviciales respondían, con alegría, con sonrisa franca.
Nuestro diálogo fue breve, pues el chofer había llegado y partimos. Me quedó en el recuerdo las manos de los pequeños que se agitaban en el aire y la pureza feliz de aquellas almas, que se alegraron con tan poca cosa: algunas palabras y un poco de afecto.
El auto tomó la dirección de nuestra casa, en el barrio de Nhencobe, y los dos pequeños me fueron ocasión de una indagación: por qué tanta alegría.
La respuesta saltó en mi mente más que evidente: «El cristiano sigue al Señor cuando acepta con amor su cruz». La alegría que no pasa, solo Dios la puede conceder. El éxito social y el bienestar no bastan. Sino que es el misterioso camino de la cruz, que proporciona la verdadera felicidad.
Eso explica -a pesar de tantas dificultades y carencias materiales en que mis pequeños protagonistas estaban inmersos- la felicidad que vivían.
Traían en sus pequeños corazones la llama de la fe, la inocencia, el amor a la cruz sin saber explicarlo por causa de sus tiernas edades, pero eran felices. Irradiaban felicidad, en aquella tarde luminosa…
Por Lucas Miguel Lihue
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