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El Papa, la Belleza y la Admiración

Redacción (Viernes, 02-09-2011, Gaudium Press) Una vez más el Santo Padre nos ha sorprendido con sus profundas consideraciones teológicas, filosóficas y místicas, esta vez sobre el importante tema de la «Via pulchritudinis», la vía de la Belleza para encontrar a Dios.

«Quizás os ha pasado alguna vez frente a una escultura, un cuadro, algunos versos de una poesía, o una pieza musical, de sentir en vuestro interior una íntima emoción, una sensación de alegría, de percibir claramente que frente a vosotros no había solamente materia, un pedazo de mármol o de bronce, un lienzo pintado, un conjunto de letras o un cúmulo de sonidos, sino algo más grande, algo que ‘habla’, capaz de tocar el corazón, de comunicar un mensaje, de elevar el ánimo», exclamó el Sumo Pontífice en la última audiencia general.

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De la contemplación admirativa nacieron los castillos y las catedrales

Es claro que el Papa no se refería al mero gusto estético que comúnmente se experimenta cuando se contempla una obra de arte especialmente bella. Además de éste placer, hay un ‘más allá’, Benedicto XVI se refiere a ‘algo que habla’ en lo interior, o, de forma más explícita -como él mismo señala en otro aparte de esa audiencia-, la impresión de «una puerta abierta hacia el infinito, hacia una belleza y una verdad que trascienden lo cotidiano».

Se trata de la percepción de una belleza que podemos escribir con «B» mayúscula, y que da ‘energía’ para las luchas de la vida. Es ahí, en esos momentos sublimes en que la belleza abre la percepción para la Belleza Suprema que es Dios, cuando ocurre que «la belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, [y] el trabajo para resurgir», según señala Norwid el poeta, citado por Juan Pablo II en la Carta a los Artistas.

Vemos pues, que -para los amantes de lo «práctico», quienes buscan solo la ‘practicidad’- nada más «práctico» que la contemplación admirativa de la Belleza, que es capaz hasta de hacer resurgir a los hombres y a los pueblos.

Esa contemplación admirativa no se detiene solo en ver a Dios-Belleza en lo ya existente, sino que bajo la inspiración divina busca crear en el espíritu maravillas aún no erigidas que sirvan de puente entre la belleza ya existente y la Belleza Absoluta. Pongamos unos ejemplos.

Imaginemos a un guerrero que observa un jinete, en el año 900, con las características cotas de malla o lorigas provenientes de los tiempos del Imperio. Él medita que, siendo requeridas para la protección de la integridad del caballero, ellas podrían ser mejoradas, podrían cumplir mejor su función, y además, para reflejar mejor la elevada dignidad de quien lucha por un ideal superior a sí, ellas podrían ser objetos más bellos. Y así van naciendo en su espíritu las armaduras. Primero toscas, pero luego más elaboradas. Y de varios espíritus que están en la misma elaboración mental, surge por fin en la realidad las imponentes armaduras que aún se conservan en nuestros días. Armaduras que fueron evolucionando hasta llegar a la armadura de un San Luis Rey de Francia, que, según cuentan las crónicas de las cruzadas era, flordelisada, refulgente y en buena parte dorada debida a la composición del rey de los metales.

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De la contemplación admirativa nació la buena educación, el respeto por la mujer

Pero para nuestro lector que no son de su entero gusto estas temáticas ‘guerreras’, imaginemos a otra persona, un cantor, que embelesado en la nave de una iglesia en pleno S. XV, escucha con admiración el canto leve, ágil y suave de unos monjes que ubicados en el coro entonan con compenetración versos sacros en gregoriano. ¿Cómo perfeccionar ese canto sagrado, que ya es en extremo bello, pero que como todo puede alcanzar cumbres aún mayores? De esa contemplación, de esa admiración de lo bello ya existente, bajo la ayuda de la gracia, el cantor contemplativo pudo haber imaginado los primeros acordes y las primeras líneas rectrices de lo que fue posteriormente el canto polifónico, de un Palestrina, o de un Tomás Luis de Victoria.

Y así con todo.

Por ejemplo en el trato, en el relacionamiento humano. Cuenta la historia que nada más ni nada menos que todo un Luis XIV hacía una leve reverencia con un gesto de su sombrero, cuando en los jardines de sus palacios y castillos se cruzaba con cualquier dama, por más humilde que fuera. Mucho trecho había recorrido entonces el mundo en la búsqueda de la perfección, desde los imperiales tiempos en que a las pobres mujeres no se les reconocían siquiera los más fundamentales derechos civiles…

Dama: Ya en esos tiempos -lamentablemente idos- del Antiguo Régimen, las mujeres no eran solo mujeres sino damas, es decir, objeto de una consideración especial. O si era en Francia, no era solo la dama sino ‘ma-dame’, mi dama, en un trato que evidenciaba aún más no solo el respeto, sino también el cortés y delicado afecto que se debía profesar hacia las personas del sexo femenino.

Todo lo anterior no desea sino ejemplificar la búsqueda que el hombre hacía de un mundo cada vez más perfecto, a la procura del cielo. En la medida en que la Iglesia iba preparando al hombre para el cielo, ese hombre, fortalecido por la gracia de los sacramentos y la oración, iba haciendo de esta tierra un cielo. Y para atestiguar esa verdad están los múltiples monumentos y relatos que la calumnia o la ceguera impía no logra ocultar.

En estos momentos en que los cimientos del mundo occidental se conmueven, en que la vieja y gloriosa Europa se debate entre la debacle económica, el próximo despoblamiento de naciones que renunciaron a los niños y el abandono escéptico de la fe que forjó su identidad, ¿no será en estos momentos que es necesario abandonar el espíritu práctico-consumista-egoísta y volver a la contemplación de la Belleza verdaderamente práctica que salvará al mundo?

Por Saúl Castiblanco

 

 

 

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