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Artículo: El crítico más implacable: el tiempo

Redacción (Martes, 27-09-2011, Gaudium Press) En la plaza de una pequeña ciudad la vida está regocijante, personas de todas las edades allí se instalan para disfrutar de un sábado soleado. Ya al final de la tarde, mientras el sol va lentamente cayendo y la hermosa luna comienza a esparcir su diáfana luminosidad sobre los habitantes de la región, los juegos de los niños cesan y los adultos ya piensan en sus cenas. Cuatro jóvenes se reúnen en torno a la fuente que expulsa abundante agua por la boca de un león de piedra.

Los muchachos cuentan con la edad de 15 años y, como es común suceder, ya están preocupados por el futuro. Cuatro jóvenes que hasta aquel momento llevaron una vida aparentemente normal y sin muchas variaciones. Ellos miran alrededor y observan a los niños que viven despreocupadamente y ni se dan cuenta de qué les espera en el futuro, pero especialmente están atentos a la actitud de las personas maduras y les viene a la mente la siguiente pregunta: ¿qué será de mi futuro?

Es una pregunta razonable para quien está listo a enfrentar las amarguras de la vida y todavía no sabe cómo resolver los problemas. Pero en el fondo, aquellos jóvenes tenían un deseo implícito de felicidad la cual todos buscan, aunque por caminos diferentes.

Teniendo distintas personalidades, cada uno de ellos afirmó que sería exitoso en la vida. Entonces comenzaron a mostrar sus planes para el futuro.

El primero en seguida afirmó: «Yo seré un deportista. Poseyendo salud nada me faltará y tendré muchos años de vida que me garantizarán bienestar. Y aún cuando me vuelva viejo, causaré envidia en los jóvenes que ven mi fuerza». Otro, sin embargo, le replicó: «Déjate de tonterías. ¿Vas a gastar lo mejor de tu vida haciendo ejercicios? Es un loco. Yo voy a ganar mucho dinero con el comercio y tendré un futuro garantizado y lleno de placeres».

El tercero que estaba recostado en la fuente, tomó la palabra y dijo: «La salud solo dura hasta la muerte y el dinero sirve solo para ser motivo de peleas cuando tienen que dividir la herencia. Hay una cosa que adquiriendo nadie más puede sacarnos: el saber. El conocimiento pasa a formar parte de ti y abre delante de sí un camino infinito. Yo ya me decidí, voy a ser un gran intelectual, pues la inteligencia está por encima de la fuerza física y su influencia es mayor que el poder financiero».

Por último, había todavía un joven que no se había pronunciado. Él frotaba su frente en señal de indecisión, pero al final resuelve hablar: «Mira, yo no sé qué ustedes van a pensar, pero yo quiero ser religioso. Quiero encontrarme con Dios y nada mejor que el silencio y la contemplación. Yo seré un monje».

Al final de esta larga conversación que fue madrugada adentro, ellos resolvieron hacer un pacto. Decidieron reencontrarse en aquella misma fuente de allí a quince años, cuando todos estuviesen con treinta años de edad, para ver en lo que resultó el camino escogido por cada uno. Se despidieron y fueron a sus casas.

Después de este encuentro aún se vieron muchas veces, pero ninguno de ellos tenía el coraje de retomar el asunto. Con el pasar de los años, tuvieron que separarse y todos siguieron el camino previsto hasta el día marcado.

Quince años después de la primera conversación, allá estaban ellos reunidos. El deportista se había tornado una masa de músculos, calculaba absolutamente todo cuanto habría de gastar por cada kilogramo ingerido y así, mantener un físico impecable. Ya había ganado varios torneos y no le faltaban patrocinios para sus emprendimientos.

Esbozando una corpulenta y cínica sonrisa, el comerciante era un hombre seguro de sus posesiones y comandaba centenas de empleados, los cuales más parecían buitres ávidos de oportunismo. El intelectual no se preocupaba con su físico ni si sus ropas estaban de moda, bastaba su conocimiento para transmitirle estabilidad y fama. Autor de varios libros, él era un renombrado profesor de la mejor universidad de la región.

El religioso se presentó con el hábito característico de su orden. Su fisionomía estaba marcada por la austera vida monástica que llevaba. Interrogándose mutuamente, cada uno fue narrando sus experiencias durante estos quince años. El deportista dijo que la salud le bastaba, lo mismo ocurría con el comerciante al reafirmar su esperanza en la riqueza y los placeres, mientras que el intelectual respiraba el perfume de la fama, que llenaba sus pulmones con los gases tóxicos de la vanidad. Al llegar la vez del religioso de hablar sobre lo que había encontrado en el monasterio, él respondió: «Yo encontré a Jesús crucificado».

Los demás no entendieron esta respuesta, pues cada uno estaba satisfecho con su situación y poco les importaba este crucificado. En este momento, pasando cerca de la fuente en la cual estaban reunidos, ven un venerable sexagenario caminando por la plaza. Estaba estampada en su rostro cierta decepción con la vida.

La escena fue tan impresionante para ellos, que el intelectual lanzó un nuevo desafío: «Nosotros estamos discutiendo por un asunto aún no terminado. El hombre no se mide por el inicio ni por el desarrollo, sino por el producto final de sus acciones. Solamente cuando seamos capaces de mirar la juventud y la madurez que quedaron atrás es que veremos el resultado de nuestras búsquedas. Reunámonos aquí cuando completemos sesenta años y veamos lo que cada uno encontró».

Todos asintieron la propuesta y allá se fueron por los valles y montes de la vida, con sus dificultades y alegrías, buenas y malas noticias, emprendimientos exitosos y decepciones inesperadas. Después de treinta largos años, los venerables señores cumplen su promesa y van a la fuente que todavía existe, pero cuyo león que expulsa agua por la boca ya tiene su hocico gastado por el tiempo. No era solo el león de piedra que estaba gastado…

Sus fisionomías ya no eran las mismas, pues el tiempo les dio la experiencia que solo se adquiere con los años. Cada uno había realizado lo que había decidido en su juventud: el deportista conservó la salud, el comerciante era un hombre opulento, el intelectual alcanzó el conocimiento y el religioso encontró a Dios.

Entretanto, el primero se lamentaba que sus rodillas ya no respondiesen como antes y que su columna no aceptaba más movimientos bruscos. El comerciante, cansado del duro trabajo, hace mucho que delegó la dirección de sus negocios a los hijos, no queriendo sino descansar de toda faena y preocupaciones, pues el médico dijo que en cualquier momento podría tener un infarto.
El intelectual tanto estudió que ni él mismo conseguía decir el nombre de todos los libros que escribió. En su casa, la esposa estaba insistiendo para que se librase de los libros que estaban en el sótano, pues ella quería transformarlo en un taller de pintura. Él se quejaba de no haber dedicado más tiempo a su familia.

Largos surcos circundaban los profundos ojos de aquel monje cuya atención ya no estaba puesta en este mundo. Lo que él conoció de Dios aquí en la tierra, según él, era nada y esperaba ansiosamente su encuentro definitivo. Sin embargo, es digna de nota la frase que dijo a los amigos cuando lo interrogaron: «Yo encontré a Jesús crucificado y yo estaba crucificado con Él».
¿Quién recorrió el camino de la felicidad? ¿Qué puede caracterizar una vida feliz? ¿Qué es la felicidad?

Es la pregunta que todos nosotros nos hacemos no solo al inicio de la vida, sino en todos los momentos de ella. La historia arriba narra aspectos de la vida que las personas tanto pueden tener como no tener, excepto uno. La salud no es algo que todos poseen, lo mismo se puede afirmar de la riqueza y ni se diga del conocimiento; pero el sufrimiento forma parte de la vida de todos.

No importa lo que la persona quiera ser, lo que debemos tener presente es que en cualquier estado de vida o camino a recorrer, siempre habrá innúmeros sufrimientos y solamente aquel que sea capaz de enfrentarlos, mirando hacia Jesús crucificado e imitando su modo de actuar, es quien podrá ser feliz.

No fuimos creados para vivir eternamente en esta tierra. Dios nos concede dones como salud, riqueza e inteligencia para utilizar ellos con el fin de glorificarlo.

Tal vez la mayor felicidad consista en poder acostarse de noche y dormir tranquilamente, con una consciencia limpia, sin que los fantasmas de las malas acciones ronden nuestro lecho, recriminándonos por las faltas cometidas durante el día.

Por Thiago de Oliveira Geraldo

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