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Jesús de Nazaret: Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección – II Parte

Redacción (Jueves, 10-11-2011, Gaudium Press) En el libro del Papa [Jesús de Nazaret: Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección], se aborda con seriedad el tema del carácter sacrificial de la misión mesiánica de Jesús, piedra del escándalo de algunos teólogos influenciados por la sensibilidad moderna, contraria a la idea de expiación. Aunque la historicidad de los textos eucarísticos del Nuevo Testamento sea incontestada por los exegetas, persiste la duda y se continúa discutiendo respecto al verdadero sentido de la «sangre derramada» y del «cuerpo entregado». Para Ratzinger, estos textos evocan el sacrificio de expiación de la Antigua Ley y lo llevan, al mismo tiempo, a su pleno cumplimiento.

5011_M_fa921190a.jpgDespués de explicar la necesidad de dejarse guiar por la Escritura, abandonando la actitud de querer enfrentarla de forma presuntuosa y racionalista con los criterios humanos, el Santo Padre presenta primorosamente la fuerza vencedora del sacrificio de Cristo sobre el pecado, la muerte y el mal. En la pasión de Jesús, la inmundicia del mundo entra en contacto con lo inmensamente puro, pero esta vez el mal no vence. En Jesús, el bien es infinitamente más fuerte, con poder para anular y transformar la sordez del pecado.

Es el «extremo sí» al Padre, después del combate interior trabado en el Huerto de los Olivos, que, por así decir, consagra a Cristo Sacerdote, en el sentido más pleno del término, «según el rito de Melquisedec». Su donación voluntaria lleva a la humanidad hasta lo alto, hasta Dios, configurándolo como el Sacerdote perfecto. Él, tal como lo presenta la epístola a los Hebreos, se ofrece a Sí mismo: «Tú no quieres sacrificios y ofrendas, sino me preparaste un cuerpo» (Hb 10, 5). Son las palabras dirigidas al Padre por el Hijo como señal de total obediencia y sumisión, en actitud diametralmente opuesta a la soberbia de Adán, que quiso ser como Dios (cf. Gn 3, 5).

Se resalta en la obra la diferencia existente entre el Salmo que inspira este pasaje y la adaptación de él hecha en la Epístola a los Hebreos. Con efecto, el acto de «abrir el oído» (Sl 39, 7) es substituido por el de «preparar un cuerpo» (Heb 10, 5). Aquí se señala claramente el carácter sacrificial y expiatorio del sacerdocio de Cristo. Era necesario que el Hijo de Dios reparase con su holocausto el pecado de la humanidad. Pero no se trata solo de eso: la reparación es al mismo tiempo triunfo sobre los males decurrentes de la soberbia y la revuelta. La muerte es vencida por la Vida Eterna.

Para Ratzinger, esta realidad está expresada de forma simbólica en el Evangelio de San Juan, el cual sitúa la Resurrección de Jesús y, por tanto, la victoria definitiva sobre la muerte, en un huerto donde había un sepulcro todavía no utilizado, evocando por contraposición el jardín del Edén, lugar del primer pecado.

El Santo Padre, al tratar de la Resurrección, enfrenta varios temas candentes. En primer lugar, se pregunta respecto a la esencia de la Resurrección, lo que sucedió con Jesús y si habría Él simplemente vuelto a la vida como Lázaro. Estudia también los dos tipos de testigos del evento: la tradición en forma de confesión y la tradición en forma de narración. En seguida ofrece una síntesis conclusiva respecto a la naturaleza y la significación histórica de la resurrección. Usando el lenguaje analógico, el autor explica la Resurrección como un «salto cualitativo radical», pues Jesús con su mismo cuerpo «pertenece ahora totalmente a la esfera de lo divino y lo eterno».

La obra termina con una perspectiva de índole escatológica, fundada en la Ascensión del Señor a los Cielos. Con efecto, la alegría experimentada por los Apóstoles al testimoniar el hecho indica la nueva forma de presencia de Jesús en medio de ellos. Cristo no partió a una zona lejana del universo, sino entró para siempre en la comunión de vida y poder con el Dios viviente.

En esta perspectiva, adquiere pleno sentido la promesa de Jesús en el Evangelio de Juan: «No os dejaré huérfanos. Volveré a vosotros» (Jn 14, 18). Al subir al Cielo, Jesús «fue», pero al mismo tiempo «vino», y su presencia fortalece a los discípulos de manera especial. Con eso, se aclara el misterio relativo a la cruz, la resurrección y la ascensión.

Después de ofrecer la síntesis del mensaje nuclear y central de la obra y en razón de la imposibilidad de agotar su riqueza, serán destacados otros temas importantes en él tratados.

14369_M_fca8fe350.jpgRatzinger ofrece una contribución a la ética cristiana definiendo su esencia. Para él, la Ley de Moisés ofrecía al hombre un camino de verdadera perfección, pero con la Encarnación del Hijo, en la Kenosis misericordiosa, se manifiesta el perfil del verdadero cristiano. Amar como Cristo amó, he aquí la nota fundamental de la moral cristiana. Y solo mediante la participación personal en la vida de Jesús nos es comunicada su ardientísima caridad.

Las reflexiones teológicas de la obra iluminan de forma especial la vida espiritual cristiana. El verdadero teólogo debe ser un hombre de Fe vivida y, en consecuencia, puede ofrecer reflexiones de alto contenido espiritual. Al estudiar, por ejemplo, la figura de Judas, el traidor desesperado, incentiva a la práctica de la virtud de la Esperanza en la misericordia del buen Maestro, centrando el arrepentimiento de San Pedro, el traidor arrepentido.
No menos oportunas son las reflexiones -a propósito de la oración de Jesús en Getsemaní y la somnolencia de los discípulos- sobre la virtud de la vigilancia, tan olvidada en estos tiempos de individualismo imprevisor: «La somnolencia de los discípulos continúa siendo una ocasión propicia para el poder del mal».

Reflexiona también sobre la sorprendente combinación entre la académica erudición y la profunda ignorancia de los estudiosos apoyados sobre un saber que se pretende autosuficiente, incapaz de transformar al hombre. De esta forma, interpela el lector con agudeza, indagándolo acerca de la verdad y de aquello que muchas veces a ella se opone: nosotros, nuestro saber, y la fuga a la dolorosa verdad.

Desde el ángulo de la exegesis histórica, la obra trae contribuciones muy interesantes, como por ejemplo, la datación de la última cena de Jesús. Los sinópticos afirman que la última cena fue la cena de Pascua; San Juan la sitúa en la parasceve, víspera de la Pascua. ¿Cómo resolver la aparente contradicción? Después de un profundo estudio, Ratzinger muestra la idoneidad cronológica de la narración juanina y apunta a la concordancia de fondo entre las dos tradiciones. Jesús en el cenáculo no habría celebrado la pascua judaica, sino su propia Pascua.

En síntesis, el Santo Padre trata con maestría y «par cœur» de aquello que conoció y amó en la Persona de Jesús, con una ciencia – como él mismo explica – que crea comunión con lo conocido. El mensaje de su trabajo es, sin duda, el mismo de Jesús: «Que Te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y Aquel que enviaste, Jesucristo» (Jn 17, 3).

Por el P. Carlos Werner, EP

 

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