Redacción (Viernes, 02-03-2012, Gaudium Press) En una época dominada por una crisis en la sociedad, que amenazaba con demoler el edificio sagrado de la sociedad espiritual, se levantó en el silencio contemplativo de los claustros benedictinos una brisa renovadora que conquistó Europa: Cluny.
Al analizar la Historia desde los albores del cristianismo hasta los días actuales, es grato observar el continuo desarrollo de la Iglesia a lo largo de los siglos. Ella, fundada sobre la palabra irrevocable de Jesús al apóstol Pedro, atraviesa las situaciones más difíciles, enfrenta todas las persecuciones y deshace las celadas del demonio, permaneciendo inmutable en medio de la furia de sus enemigos.
Sería erróneo pensar que la Esposa Mística de Cristo, herida por los continuos embates del mal, pudiera caer en agonía, exhalando suspiros lastimeros y mantenida con vida solamente para no desmentir la promesa de inmortalidad pronunciada por el Salvador.
Por medio de la prudencia de sus palabras y de la nobleza de sus actitudes, el monje buscaba reflejar al propio Dios.
Por el contrario, el camino de la Santa Iglesia a través de la Historia constituye una perenne ascensión, de triunfo en triunfo y de esplendor en esplendor, haciendo brotar después de cada embestida un nuevo brío en su propio seno, con lo cual se yergue victoriosa y rejuvenecida, para originar maravillas hasta entonces desconocidas.
Fue lo que aconteció con el movimiento reformador de Cluny, nacido en la Iglesia para combatir los errores que cundían en el mundo occidental de su tiempo y amenazaban derrumbar el edificio de la sociedad espiritual.
Siglo de guerras y rivalidades personales
La aurora del siglo X nacía bajo espesas nubes de incertidumbre. La luz del imperio carolingio se había amortiguado, dando cabida a um vaivén de rencillas y guerras que minaban la estructura social nacida bajo el impulso de Carlomagno. Señores, barones y príncipes se declaraban la guerra continuamente para defender intereses personales o movidos por alguna oscura rivalidad.
Había algo peor: la crisis atravesaba las fronteras temporales para contaminar el ámbito religioso. La Iglesia de ese siglo sufría dos males de manera especial: el tráfico de cargos y dignidades eclesiásticas, conocido con el nombre de simonía, y el nicolaísmo, palabra que designaba la decadencia en las costumbres de los clérigos.
Igualmente difícil era la situación en el interior de los monasterios, situados por lo general en tierras de nobles que por ello los consideraban su patrimonio, interviniendo los asuntos de la comunidad y arrogándose el derecho de nombrar al abad. Esta elección a menudo daba el cargo a hombres carentes de aptitudes y virtudes para desempeñarlo; puede deducirse la decadencia de la disciplina regular y las catástrofes resultantes. Tantos abusos traerían más tarde consecuencias desastrosas, que desembocarían en la célebre Guerra de las Investiduras.
Una brisa de renovación recorre Europa
Sin embargo, la Divina Providencia no tardaría en suscitar la solución para estos y otros problemas de la época, haciendo surgir en el propio seno del monaquismo decadente una brisa renovadora que recorrería toda Europa.
El año 910, Guillermo el Piadoso, duque de Aquitania, atendió un pedido de Bernon, abad de Baune, y donó un terreno situado en su feudo de Mâcon para la fundación de un nuevo monasterio. La propiedad, una pequeña aldea rodeada de bosques, llevaba un nombre que marcaría el cielo de la Historia: Cluny o Cluniacum. La abadía quedaría exenta de toda jurisdicción civil o eclesiástica, vinculada directamente a la Cátedra de Pedro y consagrada a la protección de los apóstoles Pedro y Pablo.
Desde el inicio san Bernon instauró en ella una fervorosa observancia benedictina, inculcando a sus seguidores los ideales monásticos de la oración, la pobreza y el silencio. Su propósito era establecer un centro de contemplación apartado de los tumultos mundanos, en donde se cumpliera con rigurosa fidelidad la primitiva regla de san Benito y, al mismo tiempo, se tuviera la capacidad de influir en la sociedad para renovarla.
Al poco tiempo Cluny se transformó en un monasterio modelo al que llegaban hombres de excepción en busca de santidad. Los «monjes negros» -como se les llamó por el color de su hábito- se ganaron un considerable prestigio, al punto de confiárseles la fundación o reforma de innumerables monasterios, que a partir de ese momento se afiliaban a la abadía de Cluny.
La santidad en el origen del éxito
Sin embargo, el gran secreto de su éxito y de su rápido ascenso en la Cristiandad no estaba en el privilegio de su dependencia directa de la Iglesia de Roma, porque muchos otros monasterios gozaban la misma prerrogativa sin que obtuvieran los mismos resultados; tampoco se podía atribuir únicamente a la fidelidad de los monjes en el cumplimiento de la estricta regla que llegaría a ser el ordo cluniacensis. La causa profunda de la preeminencia de Cluny fue el tener a su cabeza, durante dos siglos, a hombres de temple, cultura y capacidad operativa excepcionales, pero sobre todo animados por un mismo espíritu de perfección, como todo santo verdadero: san Bernon, san Odón, san Maïeul, san Odilón y san Hugo. Cada uno a su manera y de acuerdo a sus dotes personales, trabajaron para llevar la grandiosa obra a la cima del esplendor.
San Odón instaló definitivamente la reforma y plasmó las características esenciales de lo que cabe denominar «el carisma cluniacense». Su celo por la gloria de Dios lo llevaba a peregrinar de un monasterio a otro, montado en un borrico, a la busca de monjes fervorosos que lo ayudaran a poner en marcha su plan reformador. La fama de santidad del gran asceta abría caminos y desmoronaba escollos, facilitando el crecimiento de la nueva red monástica.
San Maïeul siguió fielmente la huella de sus predecesores, pero añadió un rasgo específico de suavidad y encanto que le valió la simpatía y hasta la admiración de pontífices y monarcas. Sus contemporáneos describen la dulzura de su mirada, la elegancia de sus gestos y la elocuencia de sus discursos, tanto que parecía ser «el más hermoso de todos los mortales». Bien se puede evaluar la influencia que ejercía sobre los religiosos una personalidad como la suya, apuntando continuamente a las pulcritudes divinas.
Su sucesor, san Odilón, difería en temperamento pero no en vocación. Su mirada llameante descubría un carácter vivo y enérgico. Severo consigo mismo pero bondadoso con sus hijos, mereció el título de «Arcángel de los monjes». Su ardor apostólico y los portentosos milagros que realizaba contribuyeron ampliamente a la expansión de la obra cluniacense por el resto de Europa.
Pero fue en tiempos de san Hugo cuando Cluny llegó a su apogeo. Entonces empezó la construcción de la inmensa basílica de cinco naves y siete torres, la más grande de Occidente en aquellos siglos remotos, cuyo altar mayor fue consagrado por el Papa Urbano II, otro cluniacense, con motivo de su viaje a Francia en el 1095. Hugo de Semur se distinguió sobre todo por la virtud de la caridad. Se cuenta que una vez dos caballeros llamaron a la puerta del monasterio invocando el derecho a asilo, que resguardaba de la justicia humana a cualquier criminal refugiado en un recinto sagrado. El portero reconoció con horror a los asesinos del padre y del hermano del santo abad y corrió a contárselo. «Hágalos pasar» respondió mansamente san Hugo, y ambos criminales se salvaron.
Los santos cluniacenses están en la raíz de varias fiestas y conmemoraciones que figuran hoy en el Calendario Romano. San Odilón, por ejemplo, instituyó el 2 de noviembre la conmemoración de los fieles difuntos y estimuló mucho las oraciones en sufragio de las almas del Purgatorio.
El apostolado de Cluny imprimió también un fuerte impulso a la devoción mariana. San Hugo determinó que cuando no hubiera una fiesta inamovible en día sábado, todos los monasterios dependientes de Cluny cantaran el oficio y la misa de Beata, especialmente dedicados a la Madre de Dios. Y Urbano II mandó agregar en este día de la semana, al Oficio divino, el Pequeño Oficio de la Virgen María.
Embajadores del Cielo
En Cluny la vida transcurre suave y tranquila. La Regla se vive con toda su austera sencillez. El día se divide minuciosamente entre la oración y el trabajo manual, pero este último se va replegando cada vez más, tanto como aumentan las horas dedicadas al Oficio divino. La espiritualidad cluniacense considera insuficiente cualquier magnificencia, lujo o belleza para honrar a Dios: su actividad se organiza en función de una ceremonia perpetua en que los ornamentos del altar y del santuario, la armonía musical y la disciplina de los ritos prefiguren las glorias de la patria celestial.
Sin olvidar las amarguras y sacrificios de este valle de lágrimas, el cluniacense quiere hacer realidad la súplica del Padrenuestro: «Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». A partir de esa extasiada visión del universo florecen naturalmente, como de una fuente de agua viva, el arte de la pintura y de la escultura. Se perfecciona la maravilla policromada de los vitreaux y se concede más importancia a la liturgia y al canto gregoriano. Ya de madrugada, cuando los primeros rayos de la aurora se filtren a la iglesia por los rosetones, inundándola con una miríada de colores, los monjes estarán uniendo sus voces a los coros de ángeles y haciendo resonar en las altas bóvedas el eco de sus alabanzas AL Padre misericordioso, al Dios de toda consolación.
Así como el ambiente que habita se asemeja al paraíso, el monje debe buscar siempre la perfección, tratando de reflejar con la prudencia de sus palabras y la nobleza de sus actitudes al propio Dios, que es la Belleza absoluta. Ese monje, tomado como individuo, nada es ni nada posee; pero unido a su colectividad y de cara al mundo exterior, tiene conciencia clara de ser un embajador del Cielo. Voluntariamente sometido a la obediencia, reconoce en la voz de sus superiores los designios del Señor y los ejecuta con humildad, sabiendo que es un siervo inútil. La regla de la castidad se observa con rigor, tomando en cuenta que la práctica de esa virtud angelical provee al monje la savia de su vida espiritual. El religioso pasará en medio del silencio, la contemplación y las ceremonias los momentos más felices de su existencia terrenal, a la espera de las alegrías que gozará en la eternidad.
Así, bajo la mirada sabia y vigilante de los maestros, va tomando forma una nueva milicia cristiana constituida por héroes, más ángeles que hombres, cuya estructura jerarquizada culmina en la persona del abad santo y poderoso.
Con el ejemplo de sus vidas conquistaron Europa
La obra realizada por Cluny cumple un papel capital en la Historia. Su ascensión fulgurante y su benéfica influencia le permitieron llevar a todas partes la semilla evangélica, que más tarde produciría abundantes frutos de santidad. El suelo del Viejo Mundo, pisado otrora por la marcha de los ejércitos romanos, fue sacudido por una fuerza irresistible que suscitó en la sociedad un fenómeno contagioso, renovando todos los niveles de la escala humana. No impuso a los hombres el pesado tributo de los césares, sino les hizo una invitación: «acepten el suave yugo de Cristo». Sin la violencia de las armas, los cluniacenses conquistaron Occidente con el ejemplo de sus vidas: entraron en la corte de los reYes en los palacios de los obispos, en los castillos de los nobles, en las aldeas de la plebe… y más: bajo el solio de Pedro se sentaron hijos de esa familia espiritual, como san Gregorio VII y el bienaventurado Urbano II.
En el origen de las liturgias solemnes, de las catedrales grandiosas, de las armonías del órgano, del incienso aromático y de todas las bellezas legadas por el pasado cristiano, veremos en gran medida el trabajo realizado por estos hombres que sólo buscaban a Dios, y supieron encontrarlo.
Por la Hna. Clara Isabel Morazzani EP
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