Redacción (Jueves, 30-08-2012, Gaudium Press) Mientras el pueblo miraba con encanto a Jesús, recibiendo con entusiasmo las palabras llenas de gracia y verdad que brotaban de sus labios, se levantó un doctor de la Ley y le hizo esta pregunta: «Maestro, ¿cuál es el mayor mandamiento de la Ley? Respondió Jesús: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, toda tu alma y todo tu espíritu. Éste es el mayor y el primer mandamiento. En esos dos mandamientos se resumen toda la ley y los profetas» (Mt 22, 36-38. 40).
Esa divina enseñanza, transmitida de generación en generación desde los tiempos de Moisés y confirmada como la más excelente entre todas por el propio Salvador, permanecerá en vigor con todo su esplendor hasta la consumación de los siglos. Es el mandamiento principal, a la luz del cual todos los otros se explican y cuya ausencia desarticula la perfección del Decálogo, porque es a su alrededor que gravita el sentido de la existencia humana.
Aunque los cristianos que profesan su fe con honestidad de consciencia nunca pongan en duda esa lección del Evangelio, acaban por depararse con dificultades a la hora de aplicarla en sus vidas concretas. Fácilmente el corazón del hombre se prende a las apariencias sensibles que lo cercan, dejando de escoger la «mejor parte». Podrán ser las seducciones de las riquezas, el abrazo de las honras o la mentira de los vicios que desvirtuarán un corazón a principio bien intencionado, sin embargo dirigido antes a la Tierra que al Cielo.
Hay, además, en la vida de todos nosotros, un momento crucial del cual nadie está exento y donde se define, para siempre, la intensidad con que se practica el mayor de los mandamientos: es la hora en que se manifiesta la vocación de cada uno.
Para cada alma, un llamado
Todos los cristianos reciben en la fuente bautismal un llamado específico, personal y conferido directamente por el propio Dios, siempre acompañada por la maternal mirada de la Santísima Virgen. A lo largo de la vida, tarde o temprano, él se manifiesta de modo claro e irresistible, susurrando en lo profundo de los corazones: «Éste es el designio que la misericordia de Dios le reservó. Abrácelo, pues es en su cumplimiento que está la felicidad».
Seguir con fidelidad y alegría ese llamado de Dios, cualquiera sea, es antes una obra de la gracia que de nuestra voluntad. Tan prominente es nuestra insuficiencia, que si estamos reducidos a las propias fuerzas, ciertamente seremos vencidos por la miseria humana.
Tampoco son las teorías o textos doctrinarios, solitos, que llevan nuestra voluntad a abrazar las vías de la Providencia, pues ya decía San Pablo que «la letra mata, pero el Espíritu vivifica» (II Cor 3, 6). Entre los factores capaces de conducir las almas a la correspondencia de su vocación, podemos citar dos decisivos: las mociones interiores de carácter sobrenatural y los buenos ejemplos recibidos.
Entre esos últimos, la vida de los santos ocupa un destacado lugar, pues ellos fueron generosos y fieles en su «sí», motivo por el cual son presentados por la Santa Iglesia como modelos a ser imitados. Conozcamos la vida de uno de ellos: joven, rico y poderoso, pero consciente de que por encima de todo, está la voluntad de Dios. Su nombre es Estanislao Kostka.
Tres cruces misteriosas
El día 28 de octubre de 1550 fue de gran fiesta en el castillo de Kostkow, en Prasnitz, Polonia. El senador Juan Kostka anunciaba orgulloso el nacimiento de su hijo Estanislao a los grandes del reino, que acudían al castillo para contemplar al pequeño ángel dormitando en cuna de oro. Aquel nacimiento, entretanto, estaba envuelto en un suave misterio: el bebé traía en el pecho tres cruces carmesí, de inexplicable origen. El padre quería forzosamente interpretarlas como una señal de las hazañas y glorias militares que el pequeño obtendría para aumentar las grandezas de la familia, señalada entre las más nobles e influyentes de Polonia.
Entretanto la madre, Margarida Kriska, tenía un corazón religioso, y vislumbraba en ese prodigio una señal del cielo: aquel era un niño predestinado por Dios.
Los acontecimientos darían sobrada razón a la madre virtuosa. En el niño trasparecía toda especie de cualidades de espíritu, y rondaba a su alrededor una aura de inocencia y frescura. Bastaba hablar de cualquier asunto religioso que sus ojos brillaban de contento, deseando ansiosamente que le enseñasen las cosas del Cielo.
Igualmente, no podía soportar que profiriesen cualquier palabra contraria a la gloria de Dios en su presencia. Se cuenta que en un fastuoso banquete ofrecido por el senador Kostka, un príncipe aficionado a las nuevas ideas de la Reforma Protestante, no conteniéndose, estalló en maldiciones contra la Iglesia Romana y el propio Dios. Se vio, entonces, al niño caer desmayado delante de todos. Consternados, los convidados preguntaban de dónde provenía tal malestar, y callaban de estupor al saber que delante del pequeño Estanislao no se podía ofender a Dios.
Entre los padres del santo niño había una profunda divergencia en cuanto al análisis que hacían del propio hijo. Mientras la madre se encantaba por ver desabrochar en su alma una elevada vocación, el padre se obstinaba en construir en su imaginación hazañas y victorias portentosas como jamás se viera, a no ser en los hechos de sus antepasados. Como de Pablo, el hijo mayor, él percibía no poder esperar mucho, era de Estanislao que, juzgaba, le vendría la gloria inmortal: «Este es un Kostka genuino. Él será mi sucesor».
Los estudios en Viena
Pablo y Estanislao habían recibido una buena formación intelectual con Bilinski, el preceptor escogido para iniciarlos en las ciencias clásicas. Ahora era necesario encaminarlos a estudiar en un gran establecimiento, la altura del nombre de la familia. La elección recayó sobre el Colegio Jesuita de Viena, de Polonia la más próxima institución de la Compañía, a donde acudían numerosos jóvenes de varios países.
Así, a los 16 años de Pablo y 14 de Estanislao, ellos se despidieron de la casa paterna y partieron hacia tierra extranjera, a fin de completar la instrucción académica. Ambos prometieron a la virtuosa madre que jamás se entregarían a ningún pecado, pues la peor desgracia que les podía acometer sería ofender a Dios. La promesa de Estanislao era sincera y profunda, mientras Pablo daba muestras de cumplir una mera formalidad.
De hecho, viendo a los hermanos lado a lado, ¡cómo eran diferentes! En nada eran armónicos. Estanislao amaba el recogimiento, al paso que Pablo era adepto a las diversiones pecaminosas. Con mucha propiedad, las figuras de Esaú y Jacob parecían revivir en los hijos del senador.
«Ad maiora natus sum»
La vida en Viena fue repleta de gracias y cruces. El carisma de los hijos de San Ignacio tocó a fondo al joven Estanislao. Admiraba a los jesuitas con toda el alma, se encantaba con la pureza de su doctrina y la completa adhesión a los consejos evangélicos de aquellos sacerdotes flexibles al soplo del Espíritu Santo. No demoró en desear ser como ellos, pues a sus ojos, era en la Compañía de Jesús que estaba el más alto ideal que pudiese abrazar. Fue de la fuerte convicción de que había nascido para cosas mayores que surgió su divisa: «Ad maiora natus sum».
Por otro lado, ¡cómo fue preciso recurrir a la protección del Cielo para perseverar en la práctica de las virtudes! Varias veces Pablo, movido por el odio a su integridad, lo atacaba con golpes brutales dejándolo desfallecido y ensangrentado. Así se expresó Bilinski en el testimonio del proceso de beatificación: «Pablo jamás le dijo una palabra amable a su santo hermano. Entretanto, tanto él cuanto yo teníamos completa consciencia de la santidad de todos los actos de Estanislao».
Nuestra Señora vino a curarlo
En el tercer año de la estadía en Viena la salud de Estanislao sucumbió al peso de la vida sacrificada que llevaba, y él se enfermó gravemente. Se esparció el rumor de que corría riesgo de muerte, y Pablo se desesperó al pensar en volver para la casa con el hermano muerto. El santo enfermo imploró, entonces, la presencia de un sacerdote y el Viático, pues a cada hora le disminuían, sensiblemente, las fuerzas físicas. Kimberker, el dueño de la pomposa pensión donde se hospedaban, le negó taxativamente este supremo consuelo, bajo pena de expulsarlos de sus aposentos caso un sacerdote católico entrase a aquel recinto.
A ese duro golpe, la Fe de Estanislao no disminuyó. Rezó fervorosamente y confió contra toda esperanza. ¡Cuál no fue su estupor al ver en una mañana aproximarse tres refulgentes ángeles acompañados de Santa Bárbara, trayéndole la Sagrada Comunión y llenando su alma de consuelos y alegrías! Si la maldad de los hombres le negara lo que había de más sagrado, no sería la Providencia Divina que lo dejaría desamparado. Poco después él vio acercarse a su lecho la figura soberana de la Santísima Virgen, que traía en brazos a su Divino Hijo y le sonreía. En un gesto maternal, ella depositó al Infante en los brazos del pobre enfermo, y el Niño Jesús lo cubrió de abrazos. En aquel momento, todas las persecuciones se apagaron, los incontables sufrimientos le parecieron como polvo… ¡Sí, valía la pena sufrir todas las privaciones para gozar de aquella convivencia celestial! Sintiendo las fuerzas volver repentinamente, él oyó la voz suavísima de la Reina de los Cielos:
– «¡Ahora que te curé, entra a la Compañía de mi Hijo! ¡Es Él que lo quiere!».
Resta apenas un camino: el «imposible»
El asombro que su cura milagrosa provocó no fue pequeño. Revigorizado e indescriptiblemente feliz, San Estanislao pidió admisión al Padre Provincial de Austria, que no podía despreciar las señales inequívocas de su vocación. Con todo, recibirlo sin el consentimiento paterno sería una imprudencia que acarrearía trágicas consecuencias. Le fue negado el acceso a la congregación en que Nuestra Señora lo mandara entrar. Qué paradoja inquietante…
La llama de entusiasmo y fervor que la visita celestial le encendió en el alma fue tan grande que no se apagaría delante de esa primera negativa. Él estaba dispuesto a golpear en cuantas casas de los jesuitas hubiese en el mundo, seguro de que alguna de ellas habría de recibirlo. Si el padre no lo autorizaba a seguir el llamado celestial, solo le restaba una salida para llevar al perfecto cumplimiento el mandato de María Santísima: huir.
En una madrugada sombría, disfrazado de peregrino y sin haber levantado ningún tipo de sospecha, Estanislao partió para Alemania. Fue a pie desde Viena hasta Dillengen. Allá, finalmente pudo ser comprendido por San Pedro Canísio, que lo admitió en la Compañía de Jesús, juzgando, sin embargo, que la permanencia en Alemania no lo deja seguro de la tiranía de su padre. El lugar más indicado era Roma, donde San Francisco de Borja, el Superior General, habría de protegerlo. Fue así que él partió para atravesar los Alpes, los Apeninos, y llegar a la Ciudad Eterna, después de dos meses de caminata heroica e incansable. ¡Transpuso, sin titubear, prácticamente mitad de Europa!
Alcanzó la perfección de una larga existencia
A los días de incomparable alegría pasados en el noviciado, se siguieron las amenazas venidas de Polonia. El padre, sin contener el odio, exigió su retorno a cualquier precio, pues tener un hijo sacerdote sería «una deshonra para la familia».
Entretanto, bien diversos eran los designios de Dios. Nuestra Señora se le había aparecido en Roma, y lo llamaba, diciendo que le restaba poco tiempo de vida. ¡Su alma ya estaba lista para el Cielo!
Así, en una fiesta de la Santísima Virgen, él comentó que muy en breve habría de morir. Nadie creyó. Súbitamente, de un leve malestar, se desencadenó en el novicio una fuerte fiebre y él expiró santamente en la fiesta de la Asunción de María Santísima, 15 de agosto de 1568.
¡Cómo estaba equivocado el noble senador de Polonia! Dios había reservado al joven Estanislao una gloria insuperable y eterna. Si hoy en el mundo entero su familia es conocida, y si tiene la honra de figurar de forma indeleble en la memoria de la Santa Iglesia, no es sino porque allí fulguró el brillo de la santidad de su hijo. San Estanislao Kostka probó a los jóvenes de todos los tiempos que un hombre vale en la medida en que corresponde generosamente al llamado de Dios y desea las cosas de lo Alto.
Por la Hna. Carmela Werner Ferreira, EP
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