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Convertido por la Eucaristía – I Parte

Redacción (Viernes, 22-02-2013, Gaudium Press) Recorrer las páginas de la Escritura equivale a depararse constantemente con portentos y maravillas que nos llenan de admiración. Si nos fuese dado ver el mar Rojo dividido en dos grandes murallas de agua para dar paso al pueblo electo y, volviendo a su curso normal, ahogar la flor del ejército del faraón con sus carros y caballos, o si pudiésemos contemplar a Moisés, por orden de Dios, golpeando con su bastón la roca para dar de beber a los hijos de Israel, seríamos llevados a juzgar que esos son prodigios insuperables, propios del Antiguo Testamento.

Entretanto, tales maravillas no pasan de manifestaciones humanas del poder de Dios y pálidas representaciones de su suprema grandeza, si son comparadas a la acción infinitamente superior obrada por el Creador en las almas de sus criaturas, atrayéndolas irresistiblemente hacia sí.

La gracia de la conversión es una obra exclusiva de Dios, una imposición que abarca el alma por entero y la lleva a actuar como nunca haría por sus fuerzas naturales, pues «el hombre no puede predisponerse para recibir la luz de la gracia a no ser que un auxilio gratuito de Dios venga a moverlo interiormente». Y «el libre arbitrio no puede convertirse a Dios, a no ser que Dios lo convierta para Sí, según lo que dice el libro de Jeremías: ‘Convertidme, Señor, y yo me convertiré’ «. 1

A veces encontramos almas que, habiendo llevado una vida de desvíos y de pecados, fueron por Dios arrebatadas de los caminos del infierno, y ahora brillan como estrellas rutilantes en el firmamento de la santidad, formando un largo cortejo de bienaventurados que cantan las misericordias del Altísimo.

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Hace pocos días, me cayó en las manos una obra del abad francés Charles Sylvain que narra la inesperada conversión de un israelí, obrada por el Santísimo Sacramento. Inicié la lectura con cierto desinterés que se transformó, ya en las primeras páginas del fascinante relato, en verdadera avidez. Confieso que no conseguí parar, y en eso se fueron mi almuerzo, mi descanso y otros quehaceres. Devoré el libro, y me sentí profundamente conmovida ante la infinita bondad de Jesús-Hostia. Hice el propósito de tornar la historia conocida, a fin de fortalecer la fe vacilante de tantas almas naufragadas en las olas del mundo contemporáneo y favorecer un mayor número de cristianos a dejarse abrasar por las llamas purísimas que brotan del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, horno ardiente de caridad.

Inquietudes religiosas

Nacido en la ciudad de Hamburgo en 1820, en el seno de una familia judía de la tribu de Levi, Hermann Cohen recibió desde la más tierna edad una esmerada educación, condicente con la fortuna de su padre, un opulento negociante. No tardaron los parientes en percibir las extraordinarias disposiciones del niño hacia la música, y encaminaron al pequeño prodigio a seguir la carrera de artista.

En los primeros años de su vida, Hermann sentía una misteriosa apetencia por las ceremonias religiosas y una gran inclinación para la oración, llegando a experimentar profundas emociones al invocar al Dios Santo de Israel. Estas impresiones, sin embargo, fueron ahogadas por el vertiginoso desarrollo del germen de la vanidad en su alma. Todo cuanto él hacía era coronado de éxito; el incienso, los elogios y los aplausos inflamaban su fogoso corazón que ya no buscaba sino su propia gloria y la plena satisfacción de sus mínimos caprichos.

En vano buscaba la felicidad

En poco tiempo el nombre del pianista Hermann, niño genial, resonaba en los medios más ilustres de las principales capitales europeas, y su prestigio aumentaba a cada día.

Conducido por su madre a París, tenía amistad con grandes personalidades de su tiempo, entre las cuales el célebre Franz Liszt, de quien fue inseparable alumno por largos años.

«Éxitos, honores, celebridades, los placeres en que los artistas pasan parte de su tiempo, los viajes, las aventuras, todo aparecía con colores róseos en mi imaginación, extraordinariamente desarrollada para mi edad» 2.

Malas compañías y funestas influencias acabaron por corromper y desviar completamente al joven, tornándolo esclavo de sus pasiones e incapaz de negar cualquier cosa a sí mismo. Cayó en una lamentable situación, se ahogó en los vicios más indisculpables, abrazó las ideas más liberales y frenéticas de la época y se lanzó en una corrida desenfrenada en la búsqueda de todo aquello que pudiese alimentar sus delirios y fantasías.

«¡La felicidad! Yo la busqué, y para encontrarla, recorrí las ciudades, atravesé los reinos, crucé los mares. ¡La felicidad! […] ¿Dónde no la busqué?» 3.

Sí, en vano intentaba él saciar la sed de felicidad que lo atormentaba, y cuanto más se afanaba en buscarla, tanto más ella se le escapaba de las manos y le daba las espaldas. En efecto, la copa de todos los placeres parecía estar envenenada, pues en ella sus labios no encontraban más que insatisfacción, fastidio y amargura. Era la mano de la Providencia que secreta y misteriosamente lo preparaba para Sí.

Seducido por la Eucaristía

En esas condiciones se encontraba cuando, en mayo de 1847, un amigo suyo, el Príncipe de Moscowa, le solicitó que lo substituyese en la regencia de un coro en la iglesia de Santa Valeria, en París, a lo que Hermann accedió.

Se celebraban entonces las festividades del mes de María. En el momento en que, después de la Misa, el sacerdote dio la bendición con el Santísimo Sacramento, Hermann experimentó «una singular emoción, como remordimientos de formar parte de esa bendición en la cual él no tenía derecho alguno de estar incluido». 4 Era una consolación dulce y fuerte que le proporcionó un «alivio desconocido».

En las sucesivas veces en que Hermann retornó a la iglesia, sentía siempre idéntica e inexplicable impresión cuando el sacerdote daba la bendición con el ostensorio. Terminadas las solemnidades de mayo, y arrastrado por un fuerte impulso, el joven comenzó a frecuentar las misas dominicales en la misma parroquia de Santa Valeria.

A pesar de las diversas trampas puestas por el enemigo de nuestra salvación -furioso por perder su presa- Hermann entró en contacto con un piadoso sacerdote, el P. Legrand, que le dio una buena orientación doctrinaria y alentadores consejos.

Por la Hna. María Lucilia Morazzani Arráiz, EP

(El próximo Lunes: La conversión – Arduos combates)

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1 Suma Teológica I-II, q. 109, a. 6.
2 SYLVAIN, Charles. Hermann Cohen, Apóstol de la Eucaristía. Estella: Gráficas Lizarra S.L., 1998. p.7.
3 Idem, ibidem, p. 61.
4 Idem, ibidem, p. 23. 5

 

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