Roma (Jueves, 25-04-2013, Gaudium Press) No era muy conocida la Historia de Mons. Ioan Ploscaru, obispo greco-católico en Rumania. Murió él en 1998 con 87 años, quince de los cuales los pasó en prisión. Por la única culpa de permanecer fiel a la Iglesia de Roma y, por tanto, negarse a pasar a la Iglesia ortodoxa, como había ordenado el gobierno comunista.
El periodista italiano Sandro Magister ha reproducido trechos del libro «Cadenas y terror» de Mons. Ploscaru, sobre su sublime historia.
Reproducimos a continuación el documento:
Cadenas y Terror
de Ioan Ploscaru
A todos nosotros, sacerdotes y obispos greco-católicos, nos fue ofrecida la libertad a cambio de pasar a la Iglesia ortodoxa. A mí personalmente me propusieron varias veces este cambio desde mi primera detención. Pero no se puede pactar con la propia conciencia. Si hubiese cedido, habría sido una gran desgracia para mi conciencia y hubiera perturbado a la gente entre la que vivía.
En las memorias que he escrito no se encontrarán lamentos graves y, mucho menos, estados de ánimo desesperados, porque al ofrecer todos estos sufrimientos a Dios, estos se convierten en soportables. Pero no habría podido soportarlos solo si Jesús no hubiera estado siempre junto a mí y a todos nosotros.
He considerado a nuestros torturadores como «instrumentos» y no acuso a ninguno de ellos; al contrario, deseo para esos inquisidores una verdadera conversión a Dios y un verdadero y claro arrepentimiento por todo lo que han hecho.
He estado en la cárcel 15 años, 4 de los cuales en aislamiento. Liberado en 1964, han seguido vigilándome, me han seguido y perseguido. También en los años siguientes, a veces, he sentido miedo.
Alabado sea Dios por los siglos de los siglos a causa de todos los sufrimientos que he tenido que soportar.
En la «Securitate» de Timosoara
Mi celda estaba situada en el semisótano. Las ventanas estaban rotas y la celda era muy fría. Permanecí en ella todo el mes de diciembre hasta enero de 1950. El frío me atormentaba. A menudo, por la noche, me sacaban para interrogarme. Me devolvían a la celda y, media hora después, me despertaban de nuevo para otro interrogatorio. El frío de la celda helada me consumía. Dormía muy poco, siempre con el deseo de despertarme para poder moverme. Por la venta rota entraba el hielo, que dejaba trazos de escarcha en la barba y los vestidos. En tres semanas adelgacé muchísimo. Rezaba y ofrecía todo el frío y todas las pruebas al Salvador.
Métodos coercitivos
Los interrogatorios, como también los bastonazos, tenían lugar justo encima de nuestra celda. Nos dábamos cuenta de lo que sucedía por los ruidos, que escuchábamos con terror. Después los gritos de los que eran pegados. Golpeaban las plantas de los pies con una barra de hierro. Después obligaban a la víctima a correr si no quería que sus pies se hinchasen. El suplicio se repetía. A muchos se les dislocaron los huesos del metatarso.
Pero más duro que los bastonazos era el aislamiento. Te encerraban en una celda vacía y en el suelo de cemento derramaban agua. Después de un día o dos los pies se hinchaban y el corazón no resistía más. La víctima o caía en el agua o pedía ser sacada para «confesar».
Jilava
Los registros eran un método de humillación. Te controlaban en el ano, en […], en la boca, en las orejas. El hombre desnudo era para ellos un objeto de escarnio. Estos registros se hacían varias veces al mes, sin contar los que hacían los guardianes de manera arbitraria.
En la celda donde estábamos recluidos el suelo era de cemento y estaba siempre húmedo; también las paredes estaban húmedas al estar la construcción bajo el nivel del suelo. Para dormir teníamos sólo una franja de 35 centímetros por persona. Nadie podía dormir supino, sólo sobre un lado. Cuando alguien no podía soportar más la posición y estaba obligado a cambiarla, tenía que despertar a todos: se tocaban uno al otro en el hombro y todos se daban la vuelta hacia el otro lado.
El castigo más duro que nos infligió el comandante se remonta al mes de julio de 1950, cuando hizo clavetear las ventanas, obligándonos a permanecer una semana sin aire y sin salir. En pleno verano, en una habitación de 18 metros cuadrados, vivíamos en un aire asfixiante 35 personas. A algunos les salieron erupciones rojas en la piel, otros se desmayaron.
Sighet, prisión de exterminio
El mayor suplicio de Sighet era el hambre. La dieta alimentaria en esta prisión estaba calculada con mucho cuidado para que el detenido no muriese enseguida, sino que se consumiera gradualmente por el hambre. Los alimentos eran escasos y estaban podridos.
De nuevo en la «Securitate» de Timosoara
Las religiosas católicas estaban obligadas a zapar en invierno en el agua helada, primero con el pico y luego con las manos, rompiendo trozos de roca, poniéndolos en su delantal y llevándolos a la orilla del río. Casi todas estas religiosas, poco tiempo después de la liberación, murieron de tuberculosis o sufrieron el martirio que les ocasionaban unos dolores reumáticos deformantes y agudos.
En el ministerio de Interior de Bucarest
Los interrogatorios eran muy duros. Cada día me abofeteaban, me golpeaban con una silla, me pateaban y me golpeaban la cabeza contra la pared. Como si ello no fuera suficiente, un día me llevaron a la cámara de tortura. Habían preparado dos viguetas para atarme a ellas y pegarme. Mientras preparaban la estructura, yo rezaba y ofrecía a Dios mis sufrimientos y la vida.
La Prisión de Gherla
Llegamos a un momento crítico. Los prisioneros habían protestado contra el oscurecimiento de las ventanas con contraventanas de madera y la dirección había desencadenado una violenta represión. Los policías disparaban desde los tejados, usaban las mangueras de riego, privaban de comida a los prisioneros y al final los arrastraban fuera de las celdas y los golpeaban con barras de hierro. En los pasillos había ríos de sangre; se hablaba de una treintena de muertos. También el médico de la prisión había cogido una barra de hierro y golpeaba al azar.
Con nosotros había un grupo de campesinos de Moldavia. Contaron las atrocidades que habían sido cometidas con ocasión de la colectivización. Algunos había aceptado, otros se había opuesto. A estos últimos los metieron en una sala del municipio donde los esperaban los llamados «procuradores», que eran obreros de las fábricas. Quien se había opuesto debía pasar entre ellos. Los «procuradores» tenían destornilladores y punzones de hierro que hundían sin dudarlo en el cuerpo de los «reaccionarios». A quienes se lesionaba los órganos vitales – hígado, riñones, pulmones, vejiga – fallecían pronto. Los otros sobrevivieron con graves heridas.
En la celda éramos casi 60 personas amontonadas. Eran campesinos, atados con pesadas cadenas sujetas con clavos, por lo que no se podían desvestir ni lavar. Donde la cadena apretaba, se había formado una costra de sangre coagulada.
En la Prisión de Pitesti
En Pitesti, a los que estaban encadenados los dejaron así desde septiembre hasta casi la Navidad. Es más, visto que se quejaban de estar llenos de piojos, les apretaron las cadenas. Los que estaban condenados a menos de 15 años no fueron encadenados. Yo estaba condenado, justamente, a 15 años – la pena mayor, a la cual se sumaban las otras tres de 8 años cada una – por lo que a veces me ponían las cadenas, otras me dejaban sin ellas. No me entristecía por las cadenas, al contrario, las besaba ofreciéndolas a Jesús: «Señor, ¡si tú estuvieses ahora con nosotros, seguramente serías apresado y, tal vez, también ajusticiado!» Besaba mi vestido burdo y sucio, considerándolo como el más querido paramento litúrgico y consideraba los barrotes como santos testimonios del martirio: los besaba en señal de aceptación afectuosa y pleno reconocimiento. Esto sucedía cada vez que entraba en una nueva celda.
La prisión de Pitesti era desastrosa. El techo de hojalata, en ese invierno de 1960, fue destrozado por el viento. Las celdas eran muy insalubres. El tejado frío condensaba los vapores, por lo que goteaba permanentemente sobre nuestros vestidos, manteniéndonos en un estado de humedad continua. Casi todas las camas estaban situadas a tres niveles y en cada una había dos detenidos. En una celda como la mía había más de 70 personas.
Dej, cárcel de exterminio
El reglamento de la cárcel de Dej era más severo que el de cualquier otra cárcel. Esta aspereza inhumana era la prueba de que no sólo había la intención de aislarnos, sino también de exterminarnos físicamente.
De día estaba prohibido tumbarse en las camas. Nos obligaban a estar sentados en un banco sin respaldo; de este modo, al llegar la noche estábamos agotados. Se hablaba en voz baja, toda conversación estaba prohibida. Por la noche teníamos que doblar los vestidos y ponerlos sobre el banco, para no usarlos para cubrirnos. Estaba severamente prohibido el uso de sábanas.
En invierno las ventanas debían permanecer abiertas para que corriera el «aire fresco», decían los carceleros. Y en verano se cerraban. Se castigaba a quien osaba hacer ejercicios de gimnasia.
Sin embargo, a pesar de la prohibición de la dirección, no renunciamos a la oración; al contrario, rezábamos con mayor celo, convencidos de que Dios estaba de nuestra parte y no de la de ellos. Cada día – desde el momento de despertarse, a las 5 de la mañana, hasta las 10 de la noche – todos nos manteníamos en silencio, recitando nuestras oraciones y meditando durante mucho tiempo.
La «Negra»
En febrero de 1963 pasé junto a un comandante sin darme cuenta. Por no haberle saludado me castigaron con cinco días de aislamiento, en las celdas llamadas las «negras». Era un invierno duro. Cuando me llevaron allí, los otros se asustaron. A menudo, los que salían de la celda de aislamiento eran transportados en camillas, rígidos por el frío.
Una vez solo en la celda, en la oscuridad y con frío, como siempre besé la cerradura ofreciendo mis sufrimientos a Jesús. Estábamos en Cuaresma y pensé que podía hacer los ejercicios espirituales. Habría sido un periodo de abstinencia. Cada día recibía 250 gramos de pan y una lata de agua: el pan del dolor y el agua de la tribulación, pensé. El sueño en el suelo no me parecía tan difícil, estaba entrenado. Más difícil era soportar el frío, porque no tenía nada con que cubrirme.
Prescindiendo de todas las privaciones a las que fui sometido en la «negra», esos cinco días fueron para mi alma un gran consuelo. Recordando la pasión y la muerte de nuestro Salvador Jesús, mis sufrimientos eran ínfimos. Permanecí siempre en meditación y en oración. «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?», preguntaba el santo apóstol Pablo.
Al final de esos cinco días me causó pesadumbre abandonar la «negra», donde había estado solo con Jesús. Cuando el guardián vino a decirme que podía salir, casi me pareció que me separaba de un lugar amado.
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Ioan Ploscaru, «Catene e terrore. Un vescovo clandestino greco-cattolico nella persecuzione comunista in Romania», Edizioni Dehoniane, Bologna, 2013.
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