Redacción (Viernes, 03-05-2013, Gaudium Press) Continuamos con la segunda parte del artículo sobre la tendencia de la voluntad humana, incluso bajo el signo del pecado original, hacia el Bien absoluto:
“No se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres”
La rica variación entre los relatos de los Santos Evangelistas es, sobre todo, evidente en cuanto a los textos sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. El Evangelio de San Mateo, por ejemplo, al describir la agonía de Cristo en el Huerto de Getsemaní, es el único en mencionar tres súplicas distintas — aunque esencialmente idénticas —, hechas por Nuestro Señor.
“Se adelantó un poco y, postrándose con la cara en la tierra, así rezó: ‘¡Mi Padre, si es posible, aleja de mí este cáliz! Todavía no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres’” (Mt 26, 39). Después de interrumpir su oración para amonestar y llamar a la oración a los discípulos que se encontraban durmiendo, “se alejó por segunda vez y oró, diciendo: ‘¡Mi Padre, si no es posible que este cáliz pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad!’” (Mt 26, 42). A seguir, al encontrar a sus tres compañeros nuevamente durmiendo, “los dejó y fue a orar por tercera vez, diciendo las mismas palabras” (Mt 26, 44).
De los otros evangelistas, solamente San Lucas alude a ese episodio, pero hace referencia a una única súplica, aunque agregando el conmovedor detalle del sudor de sangre, tan profuso que escurrió por la tierra (cf. Lc 22, 44). Dada la forzosa brevedad observada por los evangelistas, cualquier repetición parecería invitar al lector a una atención toda especial. San Juan Crisóstomo llega a afirmar ser siempre una demostración especialísima de la verdad, una tríplice repetición en el lenguaje de los Evangelios.14 ¿Qué admirable lección quiso el Divino Espíritu Santo darnos al inspirar a San Mateo a subrayar esa tríplice renuncia de Jesús a su propia voluntad así como la aceptación incondicional de la voluntad del Padre?
Con las palabras, “No se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres”, o entonces, en las palabras transmitidas por San Lucas: “No se haga, todavía, mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42), el Salvador manifiesta una actitud constante durante su vida. Así, leemos: “Mi alimento es hacer la voluntad de aquel que me envió y cumplir su obra. (Jn 4, 34); “No busco mi voluntad, sino la voluntad de aquel que me envió” (Jn 5, 30); “Pues descendí del Cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de aquel que me envió” (Jn 6, 38). El ofrecimiento en el Monte de los Olivos, entonces, no es sino una culminación de esta sumisión continua.
En Cristo hay dos voluntades
Asegura también Santo Tomás ser preciso afirmar que, habiendo el Hijo de Dios asumido una naturaleza humana perfecta, y perteneciendo la voluntad a la perfección de esta, Él asumió también una voluntad humana. Con todo, al asumir nuestra naturaleza, no sufrió Él ninguna disminución en cuanto a su naturaleza divina, a la cual compete tener voluntad. “Por eso, es necesario decir que en Cristo hay dos voluntades, una divina y otra humana”.15
De este modo, al pronunciar las palabras “mi voluntad”, Jesús podía, con toda la propiedad, hablar de su voluntad divina. No obstante, Nuestro Señor hablaba de su voluntad humana, como queda claro por el contexto, pues Él “no se prevaleció de su igualdad con Dios, sino se aniquiló a sí mismo, asumiendo la condición de esclavo y asemejándose a los hombres” (Fl 2, 6-7).
Así, sirviéndose de su naturaleza humana, siendo de nuestro propio género, Jesús se hizo un Modelo para nosotros, para ser más prontamente movidos a seguirlo. Si Él — como Dios igual al Padre, y como hombre completamente sin culpa —, libre y amorosamente, sometió su voluntad humana a la voluntad del Padre, es imposible dudar de la necesidad de que la humanidad haga lo mismo.
Pero cómo adecuar nuestras pobres voluntades con la de Aquel que declara: ¿“Así como los cielos se elevan por encima de la tierra, se elevan mis caminos sobre los vuestros” (Is 55, 9)? Sobre todo después de la contaminación del pecado original, pues solo tenemos la posibilidad de actuar establemente según la Ley de Dios con auxilio de la gracia. De igual manera, solo por la influencia de una virtud especial somos capacitados a conformar nuestras voluntades a la del Padre, a ejemplo de Jesús, movidos por amor sobrenatural.
Caridad y santo abandono al beneplácito divino
En el Bautismo, junto con la gracia santificante, las virtudes infusas son proporcionadas a las potencias humanas para perfeccionar la naturaleza. Entre esas virtudes, la caridad corresponde a la voluntad, y la lleva al acto sobrenatural de amor a Dios. Conforme San Juan de la Cruz, éste es el más alto grado de unión transformante: “cuando las dos voluntades, la del alma y la de Dios, de tal modo se unen y conforman que nada hay en una que contraríe a la otra. Así, cuando el alma saca de sí, totalmente, lo que repugna y no se identifica a la voluntad divina, será transformada en Dios por amor”.16
De ese modo, incluso en la sumisión necesaria a la llamada voluntad significada de Dios, abarcando los preceptos expresos establecidos por Él, es la caridad que nos mueve a renunciar a lo prohibido y a obedecer los decretos divinos, de modo ideal. Entretanto, en la conformidad a la voluntad de beneplácito de Dios brilla una generosidad y amor todavía mayores, pues la práctica de la ley es algo mensurable y siempre claro, pero el santo abandono al beneplácito divino exige una flexibilidad y confianza sin medida, porque por medio de Él en el Bautismo, las virtudes infusas son proporcionadas a las potencias humanas para perfeccionar la naturaleza se adhiere, por amor, a lo que ni se conoce o entiende plenamente aún; se adhiere, en fin, a todo el plan de Dios a nuestro respecto, simplemente porque Él quiere, a pesar de la aversión espontánea que nuestra naturaleza sensitiva pueda presentar.17
“Venga a nosotros vuestro Reino”
Las palabras de Nuestro Señor en el Huerto de los Olivos reflejan el más perfecto modelo de esta disposición de alma, conforme enseña San Agustín, refiriéndose al Cuerpo Místico de Cristo: “Esta expresión de la cabeza es la salvación del cuerpo entero; esta expresión instruye a todos los fieles, anima a los confesores y corona los mártires, porque, ¿quién podría vencer los odios del mundo, el ímpetu de las tentaciones y los terrores de la persecución, si Jesucristo no hubiese dicho a su Padre, en todos y por todos: ‘Sea hecha vuestra voluntad’? Aprendan esta voz todos los hijos de la Iglesia, para que, cuando venga la dureza de la adversidad, vencido el temor y el espanto, soporten con resignación cualquier tipo de sufrimiento”.18
Existe, entonces, una solución para el problema de la voluntad humana, tan avergonzada por el desorden de la naturaleza decaída con la cual nacemos y por el mundo inmerso en pecado donde habitamos, haciendo surgir la esperanza de la vida eterna. Pues, según las palabras consoladoras de San Juan Evangelista, “el mundo pasa con sus concupiscencias, pero quien cumple la voluntad de Dios permanece eternamente” (I Jn 2, 17).
Para estimularnos más todavía, el Divino Maestro afirmó tener un lazo de unión tan fuerte como el de familia con quien sigue ese camino: “Todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12, 50). Así, fue Él mismo Quien nos enseñó a preparar, todavía en esta Tierra, las condiciones para establecerse el Reino de Dios, el cual no es sino una conformidad de todas las voluntades a la voluntad divina, tornando este mundo semejante al Cielo: “Venga a nosotros vuestro Reino; sea hecha vuestra voluntad, así en la tierra como en el cielo” (Mt 6, 10).
Por la Hermana Kyla Mary Anne MacDonald, EP
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Notas
14 Cf. SÃO JOÃO CRISÓSTOMO, apud SÃO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea, v.II: São Mateus, c.XXVI, v.39-44.
15 SÃO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica, III, q. 18, a.1.
16 SÃO JOÃO DA CRUZ. Subida do Monte Carmelo, L.II,c.5. In: Obras Completas. 5.ed. Petrópolis: Vozes, 1998.
17 Cf. GARRIGOU-LAGRANGE, Réginald. La Providencia y la confianza en Dios. 2.ed. Buenos Aires: Desclée de Brouwer, 1942, p.201-203.
18 SANTO AGOSTINHO, apud SÃO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea, v.II: São Mateus, c.XXVI, v.39-44.
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