Redacción (Jueves, 29-08-2013, Gaudium Press) ¿Viste un día a Napoleón o conociste algunos de los pueblos bárbaros extintos actualmente? ¿Si aún no habiendo visto en ellos creéis, por qué no creer en un Dios tan visible a nuestros ojos?
Ante el moderno problema del ateísmo, la conclusión de la existencia de un Dios se transformó no exclusivamente en dogma de fe, sino en fruto de una demostración. Y los argumentos científicamente desarrollados no pueden tener como resultado sino aclarar y fortificarla.
El ateísmo es, en pocas palabras, la actitud de quien niega o ignora a Dios. Según Bettencourt: «los estudios recientes manifiestan que el ateísmo no es un fenómeno primitivo de la humanidad, sino, un fenómeno pos-religioso, o sea, un fenómeno que supone una religión y que se levanta contra ella, con el pretexto de crítica o de réplica». 1
En otros términos, el ateísmo no es una manifestación espontánea de la naturaleza humana, pues como la propia Historia nos narra desde la más remota Antigüedad, ningún pueblo quedó sin tener un Dios – aunque falso -, y, por tanto, sin una religión a la cual adherir.
Lanzad una mirada sobre la superficie de la tierra, decía Plutarco, y encontrareis ciudades sin murallas, sin letras, sin magistrados, pueblos sin casa, sin monedas; pero nadie vio jamás un pueblo sin Dios, sin sacerdotes, sin ritos, sin sacrificios. Todos los pueblos, cultos o bárbaros, en todas las zonas y en todos los tiempos, admitieron la existencia de un Ser Supremo. Ahora bien, ¿cómo es posible que todos se hayan engañado respecto a una verdad tan importante?
Con todo, el mundo moderno creó otro obstáculo para poder esquivarse de esa creencia: la separación de la fe y la razón. Según el profesor Plinio Corrêa de Oliveira esa división, donde la teología debe cuidar exclusivamente de la Revelación y la filosofía de la razón natural es extremamente equivocada: «la razón se basa en hechos que están en su conocimiento, y la fe es algo que la razón no dedujo, sino que usted conoció a través de la Revelación. Ambas son certeza, aunque la mayor es la fe».2
A ejemplo de la retina que solo captura la visión de las cosas que están a su alcance, la razón llega hasta sus límites y la fe complementa de forma superabundante la insuficiencia de aquella.
A este respecto afirma el salmo: «Dixit insipiens in corde suo, non est Deus» – ¡Dice el insensato en su propio corazón, Dios no existe! – (Sl 13), o sea, el insensato, aquel que escogió la vía del mal, a fin de callar su consciencia intenta asegurar la inexistencia de Dios. Por tanto, el insensato que declara en su corazón que no hay Dios, de alguna manera lo percibió con su entendimiento, y si lo percibió, comprendió que podría existir en realidad, pero escogió negarlo.
¿Cómo probar, entonces, físicamente su existencia?
Santo Tomás de Aquino 3 desarrolla cinco vías para probarla. Primeramente tomemos la del movimiento. Todos los seres son movidos por un motor, es la ley de la inercia, pues un cuerpo en reposo no puede decidir por sí mismo ponerse en movimiento.
Así, los mares, las galaxias, los vientos, suponen un motor primero en movimiento, que solo puede ser Dios, un Ser Inmóvil (en el sentido que es el único que tiene esa autonomía) y Absoluto. A este respecto consideraba un gran General: «¿Qué significa la más bella maniobra militar comparada con el movimiento de los astros?».
En segundo lugar tenemos la causalidad, todas las cosas que existen suponen una causa primera que las hizo, con la cual todas tienen una ligación y subordinación, que solo puede ser Dios.
También la contingencia se encuentra en esa lista, una vez que el mundo físico está hecho de seres contingentes, por donde unos dependen de los otros. Luego, es preciso que exista un Ser que sea la Razón Suficiente de las demás, o sea, Dios.
Los grados de perfección son puestos en cuarto lugar, pues todo en el mundo posee perfecciones limitadas y en diferentes grados, desde una mariquita, hasta una magnífica puesta del sol. Ahora, de esa realidad se deduce la existencia de un Ser ilimitadamente perfecto, que es Dios.
Por último, en la última prueba está el orden y finalidad del universo. Quien contempla el cielo estrellado, sabiamente coordinado dentro de proporciones que escapan a las cifras comunes de los hombres, ve en ese orden natural la Causa total y la Inteligencia Ordenadora de las cosas creadas, pues, si colocásemos todas las piezas de un reloj dentro de una caja, ellas por sí no formarían un reloj, análogamente el Universo, donde cada estación sucede a otra, después de la noche viene el día, supone una Inteligencia Ordenadora, un Dios.
De ese modo, podemos exclamar con Víctor Hugo: «¡Dios es lo Invisible evidente!»
Por Fahima Akram Salah Spielmann
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1 Bettencourt, Mater Ecclesiae, Rio de Janeiro
2 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Palestras e Conferencias. São Paulo: Sn, 06. Maio. 1980
3 GARRIGOU-LAGRANGE, Règinald. El sentido común: la filosofia del ser y lãs formulas dogmáticas. Buenos Aires: Desclé de Brouwer, 1945.
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