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La experiencia de lo maravilloso, el camino para la restauración de la inocencia

Redacción (Viernes, 27-09-2013, Gaudium Press) En su magistral tesis de psicología «La Fidelidad a la primera Mirada – Un periplo, de la aprehensión del ser hasta la contemplación del Absoluto», Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, recuerda «con simpatía» el relato de «un vietnamita que, en los años 70, definía su mayor placer en la vida como estar sentado solo a la puerta de su casa de campo, admirando el paisaje teñido por los sucesivos colores del ocaso». Explica Monseñor João Clá que el encanto que así manifestaba el asiático, era un desdoblamiento en su edad adulta del «mirar límpido e inocente del niño en sus primeros contactos con el mundo». Mirar inocente en el cual «el sentido del ‘ser’ y de sus trascendentales [unidad, verdad, bondad y belleza] era desarrollado natural y paulatinamente, sirviendo de faro para toda una vida cimentada en el sentido común».

Expliquemos un tanto lo anterior.

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Foto: Neofito

El niño en la aurora de su existencia es naturalmente perceptivo y contemplativo. Él mira, escucha, palpa, se lleva los objetos a la boca, es algo así como un ‘obsesionado’ por experimentar y conocer todo lo que está a su alrededor: «El niño está tomando contacto con el ‘ser’, y siente necesidad de probarlo con todos los sentidos. (…) El movimiento del espíritu humano es de admiración por el ‘ser’, por la ‘criatura’, es un ‘salir de sí’ en dirección al otro. (…) El niño tendrá un movimiento de agrado en relación a ciertos seres, de repulsa o de indiferencia en relación a otros. En cuanto a los primeros él querrá conocerlos por todos sus sentidos. Nada más natural: él ‘sabe’ implícitamente que puede conocer por la sensación. Es ese el propio marco inicial del conocimiento intelectual».

Este contacto sensible con los seres va alimentando y fortaleciendo en el espíritu infantil lo que se llaman el principio de identidad y el de no-contradicción, los cuáles afirman que todo ente es idéntico a sí mismo y que algo no puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido. Es decir, en palabras llanas, que un canario es un canario, que un gato es un gato, que un canario no es un gato, y que tanto el canario como el gato son, existen, son realmente, independiente de si yo lo quiera considerar o no.

Entretanto insistimos junto a Mons. Juan Clá, que esa exploración del ser no es una simple indagación aséptica a la «científico en laboratorio», sino que es hecha por el niño de forma admirativa, encantada, con arrobo, veneración y ternura, pues el ser, y particularmente la belleza del ser, le está hablando del Ser Divino que él tanto ansía: » ‘Porque nos creasteis para Vos, oh Dios mío, y nuestro corazón vive inquieto en cuanto no repose en Vos’. La famosa exclamación de San Agustín resuena para siempre en los cielos de la Historia». El infante tiene un contacto felicísimo con Dios a través del caminar del gato y del canto del canario, del arrullo de su madre, de la bola dorada colgada en el árbol de navidad.

Verdaderamente, esa sed de Dios que nunca se apaga en esta tierra, es harto aliviada cuando se ‘beben’ los reflejos de Dios presentes en la Creación, y esa es la razón de la alegría del niño en contacto con el conjunto de los seres, particularmente los más bellos, una alegría que llega a lo más profundo del alma, y que acompaña la vida entera a la persona que conserva la inocencia de la primera mirada: «La fidelidad a la primera mirada [del niño sobre los diversos seres] conduce a la contemplación. Ni el bullicio de las actividades, ni la convivencia a veces conflictiva, ni la turbulencia intelectual, ni los tropiezos, impedirán alcanzar ese culmen. La mirada límpida y fortalecida no sucumbe a las desilusiones, a los dramas y a los obstáculos, sino que vive en la paz constante». Es verdaderamente grande el premio otorgado a quien admiró y amó a Dios en la contemplación del Orden de la Creación, una gran fortaleza y serenidad de alma.

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Chambord – Foto: Alise & Remi

Inclusive el propio Dios admiró la belleza de la Creación, después de ver que todo lo que había creado era bueno, según narra el Génesis. Siguiendo ese divino ejemplo, «delante de la sacralidad de la vida y del ser humano, delante de las maravillas del universo el asombro es la única actitud condigna», nos dice Juan Pablo II en la Carta a los Artistas.

A algunos que hasta aquí hayan llegado, las líneas anteriores habrán parecido más bien una fábula, conceptos o ideas dispersas que no han tocado el corazón. Lamentablemente la agitación de la vida moderna fácilmente puede ir anquilosando la capacidad contemplativa-admirativa que fue nuestro patrimonio y nuestra felicidad cuando niños. Y también las caídas habidas después de la inocencia primaveril de la vida habrán oscurecido el Gaudio que sentíamos en contacto con el bello universo. Sin embargo, para todos ellos, Mons. Juan Clá afirma en su tesis que «el cultivo y la promoción de esta última [la búsqueda de la belleza en el orden creado] es el camino más corto para la recuperación de los valores trascendentales perdidos en el relativismo y el hedonismo de nuestro tiempo».

Favorecer la experiencia de lo bello, la experiencia de lo maravilloso, recuperar «el arte del bien vivir», que es «el aprovechamiento de todo lo que pueda ser objeto de contemplación», de «lo maravilloso», que es «lo mejor de la realidad»: «Ahí está la solución para los conflictos y desajustes del mundo de hoy».

Por Saúl Castiblanco

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