Redacción (Jueves, 21-11-2013, Gaudium Press) La educación, desde los filósofos griegos hasta el siglo XVIII, visaba la formación del hombre como un todo, buscando desarrollar sus habilidades y capacidades, explorando sus apetencias, siguiendo un currículum muy flexible, casi que adaptado a cada alumno.
Las clases de las universidades ocurrían con frecuencia en espacios públicos, con acceso para cualquiera. Respecto a esa informalidad, se cuenta, en la vida de San Clemente María Hofbauer un hecho significativo. En su juventud, siendo aprendiz de panadero, se sentó en la plaza en Viena, Austria, para asistir a una clase de un famoso teólogo. En determinado momento él interrumpió la exposición observando: «¡Maestro, no sé explicar por qué, pero lo que usted acaba de decir está errado!» Indignado, el profesor expulsa al joven de la clase. Años después, encontrándose con San Clemente, ahora sacerdote, el maestro le agradece aquella intervención, explicando que fue a verificar y, realmente, estaba enseñando algo equivocado. Era el sentido católico prevaleciendo sobre la mera erudición.
Competía en esa época al maestro o preceptor atender a las legítimas curiosidades y puntos vivos de interés del discípulo, pues se comprendía que cada individuo es único y tiene una visión del universo personalísima, originalísima y riquísima.
Santo Tomás de Aquino (siglo XIII) «introduce un principio pedagógico moderno y revolucionario para su tiempo: que el conocimiento es construido por el estudiante y no simplemente transmitido por el profesor» (Revista Nova Escola, julio de 2008, p. 22, sin autor). Se ve por ahí que Piaget y el constructivismo no representaron ninguna novedad pedagógica en la Historia, como tantas veces son presentados.
Hoy se habla de inter y transdisciplinariedad. Hasta la Revolución Francesa se enseñaba así… El conocimiento era uno, cohesivo, formaba un todo coherente, armónico entre las partes, basado en la misma concepción religiosa del universo. Todos los conocimientos se relacionaban entre sí.
Hoy se dice que el niño debe aprender jugando o que el aprendizaje debe ser placentero.
En nuestras investigaciones pudimos constatar que Santo Tomás de Aquino ya enseñaba eso en la Suma Teológica (II-II, q. 168, art. 2, 3 y 4), en el siglo XIII, habiendo inclusive escrito un Tratado sobre el jugar. Y San Juan Bosco (siglo XIX) tenía como piedra fundamental de su sistema preventivo en la educación la «amorevolezza»: el bienquerer; el niño debería ser amado y sentirse amado por el profesor que, así, conquistaba la confianza del discípulo. En los recreos salesianos había una sola regla: es prohibido estar triste.
Hoy se da mucha importancia a los laboratorios, las experiencias (John Dewey, 1978); los antiguos de la Escuela peripatética, de Aristóteles, la cual poseía una orientación empírica, ya procedían así en el año 320 a.C….
O sea, las mejores tendencias de la pedagogía actual van en el sentido de restaurar lo que la educación cristiana viene haciendo hace siglos. La llamada pedagogía «tradicional» -distinta de la católica de que tratamos arriba- es de la edad moderna, fruto de la Revolución Francesa. Uno de los filósofos de esa escuela fue Johann Friedrich Herbart (1776-1841), considerado el organizador de la Pedagogía como ciencia.
El conocimiento humano quedó compartimentado, fragmentado con el iluminismo y el racionalismo, generando las incontables especializaciones separadas modernas.
Por basarse en el principio de que la mente humana solo aprende nuevos conocimientos y solo participa del aprendizaje pasivamente, el ‘herbartianismo’ resultó en una enseñanza que hoy calificamos de tradicional. «[…] una enseñanza totalmente receptiva, sin diálogo entre profesor y alumno y con clases que obedecían a esquemas rígidos y preestablecidos» (Revista Nova Escola, diciembre de 2004, p. 24, sin autor).
El sistema de enseñanza prevalente en las universidades medievales era basado en la intensa participación de los alumnos a través de la «disputatio», el debate, que se seguía a la presentación de un tema, la «lectio», en el cual cada uno defendía su opinión. Ni el más osado sistema educativo moderno llega a ser tan participativo como el medieval.
Por el P. Ricardo Basso, EP
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