Redacción (Lunes, 17-02-2014, Gaudium Press) A pesar de tan numerosos favores concedidos por la Providencia, Adán, engañado por la astuta serpiente pecó acarreando para sí la pérdida de todos los privilegios sobrenaturales con los cuales Dios lo había colmado. Expulsado de su reino y arrancada de su frente la corona de los dones preternaturales, pasó a vivir en la contingencia de su naturaleza formada de barro. Le resonaba todavía en los oídos la sentencia divina:
[…] maldita sea la tierra por tu causa. Sacarás de ella con trabajos penosos tu sustento todos los días de tu vida. Ella te producirá espinas y cardos, y tú comerás la hierba de la tierra. Comerás tu pan con el sudor de tu rostro hasta que vuelvas a la tierra de la cual fuiste sacado; porque eres polvo, y al polvo has de volver (Gn 3, 17-19).
Se inició una nueva fase para Adán, caracterizada por la experiencia de sus debilidades y flaquezas, consecuencia de su pecado. Y, ahora, se encontraban irremediablemente cerradas para él las puertas de aquel jardín de delicias del cual fuera expulsado. ¿Será que el relacionamiento con su Creador estaba cortado para siempre? ¿No habría un medio de encontrarse con Él y de hablarle?
Ese gran medio Dios le proporcionó a través de la oración. «Ella es el diálogo del hombre con Dios» 1. Por medio de ella Adán y sus hijos suplirían en sí aquellas añoranzas inmensas del paraíso, disminuirían la distancia entre Creador y criatura, proporcionando la posibilidad de aproximarse, de hablar y de convivir con Dios y conquistarían el Cielo que les fuera prometido.
La oración tiene el poder de abrir los tesoros de Dios y atraer sobre el orante las lluvias de bendiciones divinas. Tanto agrada a Dios la oración sincera y confiada que, a veces, Él tarda en atender, a fin de que el alma, creciendo en el deseo, redoble la insistencia de sus pedidos y sea coronada de méritos.
Habiendo venido el Hijo de Dios al mundo, enseñó al hombre la importancia de la oración y le inculcó la confianza en ella, ya sea por medio de parábolas, ya sea, sobre todo, a través de su Divino ejemplo, desdoblándose en solicitud, desvelo y amor sobre todos aquellos que de Él requirieron algún favor. No hubo nadie que saliese de su presencia con las manos vacías…
Ese mismo Jesús que a todos atendió con solicitud, no partió al Cielo de manera definitiva e irremediable, sino que quiso permanecer en la Tierra, conviviendo entre los hombres. «¡Estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo!» (Mt 28, 20).
Él se encuentra en todos los sagrarios del mundo, bajo el velo de las especies eucarísticas, a la espera de nuestra visita, listo para oír nuestras súplicas. Hecho Hombre como nosotros y habiendo experimentado nuestra debilidad, conoce todo aquello que carecemos y sabe compadecerse de nuestras miserias.
Como en otro tiempo por las estradas de Galilea o bajo los pórticos del Templo de Jerusalén, Jesús se detiene ante el triste espectáculo de la lepra espiritual que corroe las almas o de la ceguera que las mantiene lejos de su amor. Entretanto, su mirada misericordiosa abarca a todos en un infinito deseo de perdonar, inclinándose sobre cada uno de sus hijos, con ternura de padre y bienquerencia de hermano, para llenarlos de dones y atenderlos en sus anhelos. Está apenas a la espera de un pedido, de una súplica, de un simple suspiro a Él dirigido, para cumplir su irrevocable promesa: «Cualquier cosa que me pidas en Mi nombre, yo lo haré» (Jn 14, 14).
Por la Hna. Ana Rafaela Maragno, EP
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1″Es el dialogo del hombre con Dios» (SAN JUAN CLÍMACO. In: LOARTE, José Antonio. El tesoro de los Padres: Selección de textos de los Santos Padres para el Cristiano del tercer milenio. Madrid: Rialp, 1998. p. 345.
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