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Manso cordero del rebaño de Cristo – I Parte

Redacción (Martes, 05-03-2014, Gaudium Press) Quien ya tuvo oportunidad de contemplar el espectáculo encantador de un rebaño de ovejas reunido en torno a su pastor, ciertamente habrá notado cuánto existe una como que interlocución entre esos mansos animales y aquel a quien están confiados. En efecto, cuando él las llama o les dirige alguna advertencia, las ovejas se juntan a su alrededor, sumisas y atentas, pareciendo comprender el sentido de sus palabras.

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Esta escena, tan simple en la apariencia, nos revela la realidad profunda de aquella frase del Evangelio: «Mis ovejas escuchan mi voz» (Jn 10, 27). Hay en la relación pastor-oveja una simbología creada por Dios para hacernos entender el relacionamiento lleno de consonancia e intimidad que se establece entre Jesús y el alma conducida por la gracia. Bastará una palabra, esto es, una suave inspiración del Espíritu Santo, para ella moverse según la voluntad de Dios, sin temores o dudas, pues sabe reconocer el timbre de la voz del Pastor. Tales son los santos, a lo largo de la Historia, verdaderas «oves manus eius – ovejas en las manos del Señor» (Sl 94, 7), flexibles y obedientes a sus mandamientos. Aquello que los distingue de los demás hombres y los hace ascender las cumbres de la virtud, confiriéndoles un inequívoco carisma de atracción, reposa en ese abandono en las manos de Dios y en la docilidad de dejarse llevar conforme su beneplácito. En eso consiste el verdadero heroísmo, mucho más que en esfuerzos y trabajos en los cuales el alma pueda fatigarse, pues estos, cuando privados del auxilio de la gracia, resultan enteramente estériles.

De este modo, comprendemos entonces que la santidad no consiste tanto en realizar grandes obras, sino en tornar grandes todas las obras, incluso las más insignificantes.

Contemplativo desde la infancia

En 1540, en un jubiloso domingo de Pentecostés, mientras las campanas de la iglesia matriz de Torre Hermosa, situada en el límite de la Provincia de Zaragoza, en Aragón, repicaban para conmemorar la gran solemnidad del Espíritu Santo, nacía un niño predestinado por Dios a ser un perfecto modelo de mansedumbre e inocencia, como cordero del rebaño del Señor. Dado que en España ese día es llamado «Pascua de Pentecostés», sus padres, Martín Bailón e Isabel Yubero, lo bautizaron con el nombre de Pascual.

De condición modesta, el pequeño Pascual comenzó a trabajar a los siete años de edad para ayudar a suss padres, honrados campesinos, pastoreando sus ovejas – único bien que estos poseían – y, más tarde, ejerciendo el mismo oficio al servicio de otros propietarios.

La soledad de los campos y la serenidad propia al rebaño constituían un marco ideal para el desarrollo de aquella alma austera y contemplativa, de modo a hacer florecer en ella las virtudes. Si, desde los primeros años, sus padres le habían inculcado una ardorosa piedad, Pascual se empleó en tornarla cada día más sólida, por medio de la oración asidua, de la mortificación y de la lectura.

Imposibilitado de frecuentar la escuela, por la falta de recursos de la familia, el niño aprendió a leer y a escribir por sí solo -enseñado por los Ángeles, según algunos de sus biógrafos-, tamaño era su deseo de instruirse en la Religión. Su alforja se transformó en una pequeñita biblioteca, donde cargaba los libros de su devoción y el Oficio Parvo de Nuestra Señora, que rezaba todos los días.

No teniendo oportunidad de asistir a la Misa durante la semana, el pastorcito suplía esa laguna dedicando largas horas a la oración, ya sea en una pequeña ermita de la Santísima Virgen situada en aquellas redondeces, ya sea dirigido al lejano Santuario de Nuestra Señora de la Sierra, ya sea, simplemente, delante de su propio personal, donde hiciera gravar una cruz y una imagen de María. Agradó a Dios premiarlo, concediéndole en diversas ocasiones que los Ángeles trajeron hasta él la Hostia resplandeciente para él poder verla y adorarla.

Por otro lado, como la región en torno de la ermita era muy seca y el pasto escaso, Pascual fue advertido por su amo de que, yendo con frecuencia para allá, los animales acabarían por perecer. No queriendo abandonar su lugar predilecto, el niño argumentó, lleno de fe, que María, como Divina Pastora, jamás dejaría faltar alimento al rebaño. Y al cabo de algún tiempo el dueño se dio por vencido, constatando que sus ovejas eran las mejor nutridas de toda la región.

Aparición de San Francisco y Santa Clara

Como Pascual deseaba ardientemente entregarse a Dios en el estado religioso, se le aparecieron cierta vez San Francisco y Santa Clara, y le dijeron que debería ingresar a la Orden de los Frailes Menores. Tal designio iba de encuentro a sus afectos más recónditos, pues alimentaba un especial amor a la virtud de la pobreza. Y cuando su patrón, el señor Martín García, hombre rico y poderoso, prometió dejarle sus bienes, una vez que no poseía hijos, el joven pastor rechazó la oferta, diciendo que prefería ser heredero de Dios y co-heredero de Jesucristo.

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A los veinte años partió en busca de esa herencia incorruptible y se trasladó para el reino de Valencia. Deseaba ingresar al convento de Nuestra Señora de Loreto, recién reformado por San Pedro de Alcántara. Entretanto, su timidez en el momento de hablar con el padre superior lo retuvo por cuatro años, durante los cuales permaneció en las proximidades del monasterio, empleado, una vez más, en la guarda de ovejas. Su piedad y sus virtudes lo tornaron conocido en toda la comarca bajo el apodo del «santo pastor».1
Se decidió, por último, a solicitar su admisión en el convento, y fue acogido con alegría por aquella comunidad. Quiso el Superior darle el hábito de hermano corista, pero la humildad de Pascual lo llevó a suplicar que lo dejasen apenas como hermano converso, pues solo deseaba ser la «escoba de la casa de Dios».2

Por la Hna. Clara Isabel Morazzani Arráiz, EP

(Mañana: Humildad e intrepidez – Singular devoción eucarística)

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1 ARRATÍBEL, SSS, Juan. San Pascual Bailón. In: ECHEVERRÍA, Lamberto de; LLORCA, Bernardino; REPETTO BETES, José Luis (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2004, v.V, p.364.
2 Idem, ibidem.

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