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El santo que enseñó a San Juan Pablo II a amar a Nuestra Señora – Parte II

Redacción (Miércoles, 30-04-2014, Gaudium Press) Es todavía en la oración a la Madre del Señor que San Luis María expresa la dimensión trinitaria de su relación con Dios: «¡Te saludo María, Hija predilecta del Padre eterno! ¡Te saludo María, Madre admirable del Hijo! ¡Te saludo María, Esposa fidelísima del Espíritu Santo!» (Secreto de María, 68). Esta tradicional expresión, ya usada por San Francisco de Asís, incluso conteniendo niveles heterogéneos de analogía, es sin duda eficaz para expresar, de cierta forma, la peculiar participación de Nuestra Señora en la vida de la Santísima Trinidad.

San Luis María contempla todos los misterios de la Encarnación que se realizó en el momento de la Anunciación. Así, en el Tratado sobre la verdadera devoción, María es presentada como «el verdadero paraíso terrestre del Nuevo Adán», la «tierra virgen e inmaculada» por la cual Él fue plasmado (n. 261). Ella es también la Nueva Eva, asociada al Nuevo Adán en la obediencia que repara la desobediencia original del hombre y de la mujer (cf. ibid., 53; Santo Ireneu Adversus haereses, III 21, 10-22, 4). Por medio de esta obediencia, el Hijo de Dios entra al mundo. La misma Cruz ya está misteriosamente presente en el momento de la Encarnación, en el momento en que Jesús es concebido en el seno de María. Con efecto, el ‘ecce venio’, de la Carta a los Hebreos (cf. 10, 5-9) es el acto primordial de la obediencia del Hijo al Padre, aceptación de su Sacrificio redentor «cuando entra al mundo».

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«Toda nuestra perfección, escribe San Luis María Grignion de Montfort, consiste en ser conformes, unidos y consagrados a Jesucristo. Por eso, la más perfecta de todas las devociones es incontestablemente la que nos conforma, une y consagra más perfectamente a Jesucristo. Pero, siendo María la criatura más conforme a Jesucristo, se tiene como resultado que, entre todas las devociones, la que consagra y conforma más un alma a nuestro Señor es la devoción a María, su Madre santa, y que cuanto más un alma esté consagrada a María, tanto más estará consagrada a Jesucristo» (Tratado sobre la verdadera devoción, 120). Dirigiéndose a Jesús, San Luis María expresa cómo es maravillosa la unión entre el Hijo y la Madre: «Ella es de tal forma transformada en ti por la gracia, que no vive más, no existe más: eres únicamente Tu, mi Jesús, que vives y reinas en ella… ¡Ah! si conociésemos la gloria y el amor que tu recibes en esta maravillosa criatura… Ella está tan íntimamente unida… De hecho, ella te ama más ardientemente y te glorifica más perfectamente que todas las otras criaturas juntas» (Ibid., 63).

María, miembro eminente del Cuerpo místico y Madre de la Iglesia

Según las palabras del Concilio Vaticano II, María «es saludada como miembro eminente y enteramente singular de la Iglesia, su tipo y ejemplar perfectísimo en la fe y la caridad» (Const.Lumen gentium, 53). La Madre del Redentor es también redimida por él, de manera única en su Inmaculada Concepción, y nos precedió en aquella escucha creyente y llena de amor de la Palabra de Dios que nos torna bienaventurados (cf. ibid., 58). También por eso, María «está íntimamente unida a la Iglesia: la Madre de Dios es la figura (typus) de la Iglesia, como ya enseñaba San Ambrosio, esto es, en el orden de la fe, la caridad y la unión perfecta con Cristo. De hecho, en el misterio de la Iglesia, que es también llamada justamente madre y virgen, la Bienaventurada Virgen María es la primera, dando de modo eminente y singular el ejemplo de virgen y de madre» (Ibid., 63). El propio Concilio contempla María como Madre de los miembros de Cristo (cf. ibid., 53; 62), y así Pablo VI la proclamó Madre de la Iglesia. La doctrina del Cuerpo místico, que expresa de manera más fuerte la unión de Cristo con la Iglesia, es también el fundamento bíblico de esta afirmación. «La cabeza y los miembros pertenecen a la misma madre» (Tratado sobre la verdadera devoción, 32), nos recuerda San Luis María. En este sentido, decimos que, por obra del Espíritu Santo, los miembros están unidos y conformados con Cristo Cabeza, Hijo del Padre y de María, de tal modo que «cualquier verdadero hijo de la Iglesia debe tener a Dios como Padre y María como Madre» (Secreto de María, 11).

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En Cristo, Hijo unigénito, somos realmente hijos del Padre y, al mismo tiempo, hijos de María y de la Iglesia. Con el nacimiento virginal de Jesús, de cierta forma es toda la humanidad que renace. A la Madre del Señor «pueden ser aplicadas, de manera más verdadera de cuanto San Pablo las aplica a sí mismo, estas palabras: «Mis hijos, por quien siento otra vez dolores de parto, hasta que Cristo se forme entre vosotros» (Gl 4, 19). Doy a luz todos los días los hijos de Dios, mientras no esté formado en ellos Jesucristo, mi Hijo, en la plenitud de su edad» (Tratado sobre la verdadera devoción, 33). Esta doctrina encuentra su expresión más bella en la oración: «¡Oh! Espíritu Santo, concédeme una gran devoción y una gran inclinación para María, un apoyo sólido sobre su seno materno y un recurso asiduo a su misericordia, para que, en ella, tú puedas formar a Jesús dentro de mí» (Secreto de María, 67).

Una de las expresiones más nobles de la espiritualidad de San Luis María Grignon de Montfort se refiere a la identificación del fiel con María en su amor por Jesús, en su servicio a Jesús.
Meditando el conocido texto de San Ambrosio: El alma de María esté en cada uno para glorificar al Señor, el espíritu de María esté en cada uno para exultar en Dios (Expos. in Luc., 12, 26: PL 15, 1561), él escribe: «Cómo es feliz un alma cuando… está totalmente arrebatada y guiada por el espíritu de María, que es un espíritu dulce y fuerte, celoso y prudente, humilde y corajudo, puro y fecundo» (Tratado sobre la verdadera devoción, 258). La identificación mística con María está totalmente dirigida para Jesús, como se expresa en la oración: «Por último, mi querida y amadísima Madre, si es posible, haz que yo no tenga otro espíritu a no ser el tuyo para conocer a Jesucristo y sus deseos divinos; que no tenga otra alma a no ser la tuya para alabar y glorificar al Señor; que no tenga otro corazón a no ser el tuyo para amar a Dios con caridad pura y ardiente como tú» (Secreto de María, 68).

Pronto la tercera parte de este artículo…

Lee también: El santo que enseñó a San Juan Pablo II a amar a Nuestra Señora – Parte I

 

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