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Invitación en el día de la Ascensión del Señor

Redacción (Lunes, 26-05-2014, Gaudium Press) Celebramos a lo largo de estos 50 días de pascua la gloriosa Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, que venciendo la muerte y el pecado nos redimió dando su vida por nosotros, por puro amor.

Celebraremos ahora su triunfante Ascensión.

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Ascención, Museo Castelvecchio – Verona

Quien lea lo anterior con un espíritu meramente naturalista podría decir que se trata de cosas ya conocidas, y algunos tal vez digan que hasta anticuadas.

Justamente ahí puede haber una problemática con la celebración de los misterios de nuestra fe. Ya los celebramos tantas veces, que algunos afirmarán que no encontramos ningún beneficio o utilidad en tales conmemoraciones. Algunos podrían decir que lo que teníamos que conocer ya lo conocimos, que ya hemos «agotado» la fuente de nuestra fe. ¿Para qué entonces seguir con estas celebraciones? Apenas son un mero recuerdo de lo que pasó…

Las dudas de algunos ayudan a la fe de muchos. Veamos que provecho podemos alcanzar con estas objeciones que aparentan cierta verdad.

Empecemos por considerar que, por causa de los efectos del pecado de nuestros primeros padres, la generalidad de los hombres tiende a ver todas las cosas bajo un prisma meramente utilitario y naturalista. De manera que nuestros intereses se inclinan a aquello que nos causa o causará alguna satisfacción. Y tal sería que así no fuese: lo más normal del mundo es procurar aquello que nos beneficia, lo contrario no sería normal.

Ora, el defecto no está en buscar nuestro bien directamente, sino que cuando nos encontramos con una verdad indeciblemente superior a nosotros, después de encantarnos por ella y pasado algún tiempo, nos cansamos dejándola de lado por no encontrar ninguna sensación nueva, como un niño abandona su juguete por no causarle ninguna novedad. Ahora lo que puede pasar con un juguete o cualquier otra cosa material, no debe suceder con los misterios de nuestra fe.

Fijémonos en el evangelio de esta Solemnidad y veamos que la situación de los apóstoles era semejante a la que puede ser la nuestra:

Por su parte, los once discípulos partieron para Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Cuando vieron a Jesús, se postraron ante él, aunque algunos todavía dudaban. (Mt 28, 16-17)

San Mateo nos da ese peculiar detalle, el de que algunos todavía estaban con duda. Es decir, después de haber acompañado a Nuestro Señor durante tres años, embeberse de sus santas palabras, de haber asistido a su crucifixión y con a toda la Pasión, tras ser testigos de su Resurrección y teniendo la inmensa gracia de convivir con Él en toda su gloria y esplendor durante 40 días, todavía desconfiaban de quien era Nuestro Señor.

Vemos como los apóstoles a pesar de haber recibido tantas gracias de manos de la Providencia no habían sido enteramente fieles, y poseían una concepción naturalista y utilitaria del propio Dios, limitándose a ver en Él solo una imagen de rey y soberano temporal, excluyendo su divinidad y la invitación que les hacía a la santidad.

Es por esta razón que Él movido por una misericordia sin límites les manda su propio Espíritu, haciendo de ellos los grandes apóstoles que conocemos. Alguien podrá preguntarse: Esta bien, ellos recibieron la gracia de Pentecostés, ¿Y nosotros que queremos ser también sus apóstoles fieles, cuál será nuestra solución?

Es justamente en esta solemnidad de la Ascensión que Nuestro Señor nos trae la solución. Nuestro Señor Jesucristo se encarnó y quiso vivir entre los hombres para darnos ejemplo con su palabra de cómo debía ser nuestra vida en esta tierra: «Este es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo les he amado». (Jn 15, 12). Además de enseñarnos cómo vivir también nos enseñó a seguirlo: «Él que quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Y al morir en la cruz nos enseñó que también nosotros debemos morir a nuestros pecados.

Resucitando nos demostró que hay una vida mayor después de ésta para los que fuesen fieles a su llamado, y finalmente subiendo a los cielos nos enseñó que debemos vivir en función de lo que nos espera allá arriba, donde podremos gozar de su compañía por toda la eternidad: «Y después de ir y prepararles un lugar, volveré para tomarlos conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes. Para ir a donde yo voy, ustedes ya conocen el camino». (Jn 14, 3-4)

Y nadie mejor para indicarnos este camino que la Santísima Virgen María: Ella, la Pastora Amorosa de las almas, nos conducirá hasta su Divino Hijo a la Patria Celestial. Pidamos con insistencia esta gracia en esta fiesta de la Ascensión.

Por Maximiliano Martínez

 

 

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