Redacción (Martes, 10-04-2014, Gaudium Press) «María, de la cual nació Jesús, que es llamado el Cristo» (cf. Mt 1, 16). Es el mayor y más elevado título de María: Madre de Dios. Maternidad esta que, en afecto y desvelo supremos, se extiende, como consecuencia, a los hombres.
Con el sello de su genio y hábil maestría en temas marianos, así enseña San Luis María Grignion de Montfort: «La Santísima Virgen, siendo necesaria a Dios, de una necesidad llamada hipotética, debido a su voluntad es mucho más necesaria a los hombres para llegar a su último fin». 1
De hecho, ya al inicio del cristianismo, los primeros cristianos aliaron, al título de Madre de Dios, invocar María como Madre de los hombres.
De modo alguno saldrá confundido quien a Ella recurre y busca sus enseñanzas maternales. En los escritos de V. Toth en alabanza a María, encontramos: «Con su bondad, María cautiva, hasta hoy, innúmeros hombres que tienen la certeza de que alguien que recurrió a la protección de María e imploró su asistencia nunca fue por Ella desamparado. ¿Y por qué esa confianza ilimitada en la Virgen María? ¿Por qué Ella nos ama, siendo nuestra Madre». 2
A ese respecto, recordemos las palabras del Divino Maestro:
¿Y cuál de vosotros por ventura es el hombre que, si su hijo le pide pan le dará una piedra? ¿Y, si le pide un pez, le dará una serpiente? Si vosotros, pues, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, cuanto más vuestro Padre, que está en los cielos, dará bienes a los que le pidan. (Mt 7, 9-11).
Como actúa el Padre con relación a los que a Él Se dirigen, de igual modo – guardadas las debidas proporciones- lo hace la Reina de los Cielos. Fue justamente para demostrar el amor que el Padre Eterno nos tiene, que Él quiso darnos a María como Madre. Según las palabras de San Juan Pablo II en su Encíclica ‘Redemptor Hominis’ : » […] ese amor se aproxima a cada uno de nosotros por medio de esta Madre y, de tal modo, adquiere señales comprensibles y accesibles para cada hombre». 3
La necesidad del socorro de la Madre Celeste
Narraremos a seguir un hecho narrado por el doctor y moralista de la Iglesia, San Alfonso María de Ligorio, 4 en que vemos ilustrada la protección maternal de María a los que la invocan, incluso cuando los reos se encuentran en extremos de crímenes y libertinaje.
Nos cuenta él que, alrededor del año 1604, en Flandes, dos jóvenes, descuidando los estudios, comenzaron a llevar una vida desenfrenada, entregándose a toda especie de libertinaje. Ocurrió que, cierto día, estando ellos en una casa de perdición, se le ocurrió a uno, llamado Ricardo, retirarse de allí, mientras el otro compañero allá permanecía.
Al llegar a casa y alistarse para dormir, Ricardo se acordó de no haber todavía recitado unas Ave-Marías, como era su costumbre, en honor a la Virgen María. El sueño le impedía eso y poco deseo tenía él de hacerlo, pero por fin, acabó concluyendo esas oraciones y adormeció. De repente, oyó alguien golpear fuertemente la puerta. Sin que tuviese tiempo de levantarse, ve delante de sí al compañero, con la fisionomía horriblemente desfigurada.
– ¡Ay, pobre de mí! -exclamó aquel infeliz- al salir de aquella casa infame, vino un demonio y me sofocó. Mi cuerpo quedó en medio de la calle, mi alma está en el infierno. Sabes, pues -agregó-, que el mismo castigo te tocaba a ti. Pero la bienaventurada Virgen, por tu pequeño obsequio de las Ave-Marías te libró de él. Dichoso de ti, si tu supieses aprovechar este aviso que la Madre de Dios te manda por mí. 5
Dicho eso, mostró al condenado las serpientes que lo mordían, escondidas bajo la capa, y la visión se deshizo. Ricardo cayó en sí, tocado por la gracia, y mientras daba glorias a la Santísima Virgen por la misericordiosa intercesión, buscaba un medio de cambiar de situación y expiar sus graves pecados. En este momento, sonaron las campanas de un monasterio próximo, llamando a los frailes al cántico de maitines, y Roberto entendió ser aquel el lugar designado por Dios para su vida penitente. Se dirigió al superior del convento y después del relato de la terrible visión, le pidió acogida. Para comprobar el hecho, dos religiosos fueron al lugar por él indicado y encontraron el cuerpo del infeliz, ya oscurecido por la sofocación.
San Alfonso concluye el relato diciendo que después de que los franciscanos admitieron en su Orden al joven Ricardo, este llevó una vida ejemplar entre los monjes. Por último, después de intensas labores apostólicas en las Indias, fue conducido en misión al Japón, donde murió mártir, por amor a Jesucristo.
Es este episodio apenas uno entre innúmeros, en los cuales siempre se verificó el socorro de Nuestra Señora, corroborando en los fieles una gran confianza en su Madre y Reina.
Este amparo maternal de Nuestra Señora a cada hijo suyo se manifiesta con un matiz diferente, pero siempre sublime. En ese sentido, la historia de cada hombre, cuando dócil a los llamados de la Madre Celeste, puede ser resumida en una escalada de sublimes comunicaciones entre Madre e hijo: María y cada hombre en particular. Y cuanto más esta relación se torna íntima e intensa, tanto más la vida adquiere brillo. El ánimo de la vida viene cuando se toma contacto con la maternidad de María y se experimentan sus caricias, porque entonces las alas para el vuelo a Dios comienzan a nacer.
Por Raphaela Nogueira Thomaz
1SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Tratado da verdadeira devoção à Santíssima Virgem. 34.ed. Petrópolis: Vozes, 2005, p. 42-43.
2 TOTH, V. Louvores à Virgem Maria: Reflexões sobre a Ladainha de Nossa Senhora. 3.ed. São Paulo: Vozes, 1998, p. 34.
3 JUAN PABLO II. Carta Encíclica Redemptor Hominis, n. 22.
4 SAN ALFONSO DE LIGORIO. Glórias de Maria. 2.ed. Aparecida: Editora Santuário, 1987, p. 189.
5 Ibid.
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