lunes, 25 de noviembre de 2024
Gaudium news > El Lenguaje del Creador – I Parte

El Lenguaje del Creador – I Parte

Redacción (Miércoles, 22-10-2014, Gaudium Press) La existencia del lenguaje siempre fue y será señal inequívoca de inteligencia. Cuando un arqueólogo encuentra alguna secuencia de signos, runas, o jeroglíficos que indican la existencia de una arcaica lengua, este puede tener la certeza de que se encuentra ante un mensaje que algún ente dotado de inteligencia dejó plasmado ahí, quizás algún recuerdo de un memorable acontecimiento o un arcano conocimiento. Sería un error fatal, y verdadero «acto de fe racionalista», atribuir estas «imágenes informáticas» a una consecución de fenómenos erosivos y atmosféricos, fruto de una de esas casualidades fatales que usualmente aceptan algunas mentes que hoy se hacen pasar por rigoristas.

Para que se pueda distinguir el lenguaje humano de los garabatos es necesario que podamos distinguir la existencia de patrones, digamos que una secuencia de símbolos inteligente, que a su vez sea capaz de crear significados. Por lo tanto, el lenguaje racional y creativo en esta tierra es propiedad del género humano, ya que es la expresión del alma que se traduce en símbolos.

cielo_gaudium_press.jpg

Según los lingüistas existen unas 1.500 diferentes lenguas habladas en la actualidad. Tal diversidad de lenguas ha dado una gran riqueza cultural a la humanidad, pero no podemos negar que hablando en un sentido práctico, crea muchos obstáculos y retos para el género humano.

Cuando en el Génesis se narra el momento en que la humanidad cometió aquel infame acto de soberbia de querer construir una torre que llegara hasta el cielo -en el fondo queriendo alardear ante Dios de su autosuficiencia- se da a conocer la implacable sentencia Divina: ‘’Les perdonó la vida, pero no su lengua» Gn 11:7. Y Dios para el bien de sus orgullosas almas, les quitó el poder que da la unidad del idioma, confundiendo sus lenguas y acabando así con la Torre de Babel.

Los patrones divinos

«El universo ordenado que se extiende ante nosotros demuestra la veracidad de la declaración más majestuosa que jamás se haya pronunciado: ‘En el principio Dios'». 1

Podríamos decir que Dios creó el universo a manera de un hombre con alma de poeta escribiendo un gran libro; quizás alguna de esas amplias novelas, ricas de personajes, historias y muchos pormenores, o mejor, uno de esos interminables tratados enciclopédicos del conocimiento, aunque cualquier producción humana es mezquina alegoría ante la más simple creación divina.

Pero sucede que el lenguaje con que el Creador escribió el libro que contiene las leyes que hacen funcionar el perfectísimo mecanismo del universo físico, es aún en muchos aspectos ininteligible para nosotros, debido a su portentosa complejidad.

Muchos ya se habrán dado cuenta de a que lengua me refiero.

Aquella que por detrás de la sencillez y frialdad de sus símbolos esconde una rutilante belleza, que es la del orden del universo: el lenguaje de las Matemáticas.

Un lenguaje cuyos patrones tienen significados infinitos y posibilidades infinitas, como quizás, infinitos son los posibles de Dios, y que aún a la civilización moderna esconde innúmeros misterios. Son conocidos los enigmas matemáticos como la conjetura de Poincaré, la hipótesis de Riemann, la conjetura de Hodge, el enigma de los números primos y muchos otros. Y esto sin contar los que aún no han sido descubiertos.

Por eso es que cada vez pareciera hacerse más clara la existencia de una especie de paradoja del conocimiento científico, pues mientras mayores son los descubrimientos realizados, más enormes aún son las dudas y misterios que se abren delante de la atónita mirada de la humanidad.

Pero a pesar de esto, el hombre hodierno posee amplios conocimientos matemáticos que son herencia de las más privilegiadas mentes de todo el orbe, que durante milenios se han dedicado a revelar sus misterios. Curiosamente, los grandes avances científicos se deben en buena medida por lo tanto, a que los hombres lograron volver a comunicarse en un idioma que todos entienden y con el cual todos los habitantes de la tierra pueden aportar sus descubrimientos.

Desvelando el «Libro del Creador»

«¿Qué es Dios? La mente del universo. ¿Qué es Dios? El todo que ves y el todo que no ves. Se le atribuye su magnitud, mayor de la cual nada puede pensarse, si él solo es todo, si sostiene su obra desde dentro y desde fuera», decía Séneca. 2

Desde la antigüedad el hombre ha intentado recuperar el conocimiento del «libro del Creador», en cuyas páginas está explicada la naturaleza más profunda de las cosas y que por el pecado de Adán y Eva se perdió en el paraíso, la ciencia infusa.
Muchos son los avances que por medio del análisis, la lógica y el experimento desde las más remotas épocas los hombres han conquistado. Uno de los pueblos que en la antigüedad tuvo mayores avances, fue el de los griegos. Fueron estos los que nos heredaron la geometría y algunos de los más conocidos teoremas.

San Agustín, doctor de la Iglesia, conocido por haber «bautizado» la filosofía de Platón, también fue un fanático de la mística pitagórica de los números y le daba un inmenso valor a la matemática para conformar nuestra concepción del cosmos. Esto lo hacía basándose principalmente en el fragmento bíblico que dice en referencia a Dios (Sabiduría 11, 21): «…todo lo dispusiste con medida, número y peso». No es difícil hallar en esta cita una confirmación valedera para el cosmos cristiano, de la idea pitagórica de un universo sinfónico basado en la proporción numérica.

A partir de esta comprensión de un universo ordenado, que es determinado por leyes naturales, fue que en la Edad Media, con base en las universidades, se comenzó a desarrollar el método científico tal como hoy en día lo conocemos.

Hoy en día, gracias a esta concepción del cosmos, la ciencia a podido realizar los tan importantes avances tecnológicos de los que nos beneficiamos. Por eso creo que deberíamos considerar una de las mayores virtudes de los avances científicos de la actualidad, el revelar cada vez más maravillas de este ‘’libro del universo», del cual muchas frases o códigos hasta hace poco no éramos capaces de comprender o decodificar, revelando una maravillosa prosa delante de la cual el mejor poeta se avergonzaría, y dando al hombre la posibilidad de en sus magníficas páginas aprender a amar el orden del universo.

Inúmeros serían los ejemplos que de esto podríamos dar, pero nos limitaremos a citar muy por encima, algunos de los más significativos, principalmente por el hecho de poner en manifiesto el orden de la creación.

La sucesión de Fibonacci y el Número Áureo

En la abstracción de las matemáticas se esconde la belleza de la naturaleza. La sucesión de números descubierta por el matemático medieval Leonardo de Pisa, conocido como Fibonacci es un excelente ejemplo de esto. Esta es una sucesión de números que, empezando por la unidad, cada uno de sus términos es la suma de los dos anteriores, dando como resultado la siguiente secuencia: 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144, 233, 377.

Es increíble que una sucesión de números tan simple se encuentre como que embutida en la naturaleza, revelando sus patrones ocultos. Siguiendo esta secuencia las plantas son capaces de hacer crecer sus hojas de la forma más ordenada alrededor de su tallo para poder beneficiarse más eficazmente de los rayos solares, y las flores como el girasol, las margaritas y las piñas, siguen a rajatablas este patrón para su crecimiento. Incluso lo podemos encontrar en los animales, como se da en el caso de la conocida concha del molusco Nautilus. Pero esta serie de números no solo se encuentra en esta tierra, ya que en los gigantescos e imponentes brazos en espiral de las galaxias se puede verificar este mismo patrón.

Quizás una de las características más curiosas de la sucesión de Fibonacci es que el cociente de dos números consecutivos de la serie se aproxima a la denominada «razón dorada», «número áureo» o «divina proporción». Este número tiene un valor de (1+ raíz de 5)/2 = 1.61803…, y se lo nombra con la letra griega Phi, Φ.

A este número se atribuye además de una intrínseca relación con la naturaleza una muy importante analogía con la estética, por lo que desde la antigüedad tuvo una gran influencia en la arquitectura y otras artes. También llegó a ser hasta de importancia teológica desde que el matemático y teólogo italiano Luca Pacioli publicó en 1509, De Divina Proportione (La Divina Proporción), donde explicaba la impresionante relación de este número con ciertos atributos divinos, como la unicidad, la trinidad, la inconmensurabilidad y la omnipresencia.

Los Números Primos

En matemáticas, número primo es un entero mayor que 1 que tiene únicamente dos divisores distintos: él mismo y el 1. Estos números que han despertado tanta curiosidad en muchos matemáticos a través de la historia, también parecen haber sido insertados en el código que rige la naturaleza.

Los científicos han quedado asombrados al comprobar que ciertas especies de animales como las cigarras periódicas utilizan estos números, específicamente el 13 y 17 para evitar que sus ciclos de vida se sincronicen con el ciclo de sus depredadores. Además, estos inofensivos insectos salen de la tierra para el apareamiento, después de un ciclo vital correspondiente a un número primo diferente para cada especie de cigarra, evitando la mezcla entre las especies que crearía un verdadero caos y como consecuencia la degeneración genética.

Por lo tanto estamos hablando que las propiedades algebraicas de los números primos son utilizadas por la naturaleza para proteger su equilibrio y por ejemplo, no permitir que ciertas especies se extingan. ¡Es algo sorprendente!

Las Constantes del Universo

En la ciencia se entiende por constante física el valor de una magnitud física cuyo valor, fijado en un sistema de unidades, permanece invariable a lo largo del tiempo.

Los expertos dicen que entre la Física y la Química existen unas 35 constantes universales; pero si le agregamos las constantes matemáticas, el número se vuelve casi infinito.

Son muy conocidas las contantes como la de el número Pi, que resulta al dividir la longitud de la circunferencia entre el diámetro de cualquier círculo, no importando su tamaño; o la de la gravedad, que resulta al dividir el peso entre la masa, siendo la constante de 9.80665… metros por segundo al cuadrado, o la constante de la velocidad de la luz en el vacío, que da aproximadamente 300,000 km. por segundo.

El resto de las constantes universales son muy complicadas y complejas, lo importante es saber que son números naturales precisos y fundamentales, y que sin ellas no existiría ninguna ciencia.

Los científicos opinan que si estas constantes universales fuesen tan solo ligeramente diferentes al número que poseen, el universo entero debería ser radicalmente distinto, haciendo imposible que la vida, tal como la conocemos, pudiera emerger. No hubiera vida en ninguna parte del universo. Podríamos decir que las constantes y leyes físicas están equilibradas en un » filo de la navaja » para permitir la aparición de la vida compleja.

En otras palabras, la precisión de estas constantes cuyos dígitos en algunos casos se extienden en infinitos decimales es tan impresionante que si alguna de estas variara aunque sea en algunos de sus decimales, las consecuencias podrían ser realmente catastróficas para el universo entero, desencadenando un estado caótico inimaginable.

En esta exactitud de las constantes podemos ver claramente como el universo fue «afinado y armonizado» por la incomparable batuta del gran maestro de orquesta que conocemos como Dios, para hacer posible la hermosa sinfonía que naturalmente y por mera casualidad sería concretamente imposible de interpretar.

Por Santiago Vieto

(Mañana: El Orden que necesitamos – Sentados ante la inmensidad)

___

1. Arthur Compton, científico norteamericano y premio Nobel.

2. Séneca, Quaestiones naturales, I, 13: «Quid est deus? Mens universi. Quid est deus? Quod vides totum et quod non vides totum. Sic demum magnitudo illi sua redditur, quia nihil maius cogitari potest, si solus est omnia, si opus suum et intra et extra tenet»: edición de Les Belles Lettres, Paris 1961, tomo I, pp. 10-11.

 

Deje su Comentario

Noticias Relacionadas