Redacción (Lunes, 24-08-2015, Gaudium Press) La manifestación de la fe, en la Iglesia y por la Iglesia, no se restringe a una actitud interior. Se refleja también «a través de una serie de expresiones externas, orientadas a evocar y subrayar la magnitud del acontecimiento que se celebra» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistía, 49). Aunque los actos litúrgicos, en cierto modo, podrían llevarse a cabo con dignidad en cualquier sitio, revistiéndose de ornamentos sencillos, no obstante, lo artístico, importa ser tomado en consideración. Pues, la exteriorización del culto debe ir al encuentro de lo digno y decoroso.
A través de los objetos que se utilizan se puede fomentar la compenetración ante el misterio que se está viviendo, incentivando la tan deseada participación plena, consciente y activa de los fieles. Por eso es bueno y saludable buscar que el arte sacro evite lo vulgar, lo improvisado, lo que no tenga armonía o que sea irreverente.
Cabe subrayar la importante acción evangelizadora que la trasmisión de la belleza ejerce a través de esos elementos, pues las cosas destinadas al culto deben ser «dignas, decorosas y bellas, signos y símbolo de las realidades celestiales», como nos indica el Concilio Vaticano (Sacrosanctum Concilium, 122).
San Pío X destacaba el primordial papel del arte en la liturgia: «La Iglesia ha reconocido y fomentado en todo tiempo los progresos de las artes, admitiendo en el servicio del culto cuanto en el curso de los siglos el genio ha sabido hallar de bueno y bello» (Tra le sollecitudini, 5).
También Pío XI afirmaba: «Importa, pues, muchísimo, que las artes sirvan verdaderamente como nobilísimas siervas al culto divino» (Divinis cultus sanctitatem, 5).
Sublimando la dimensión litúrgica, decía Pío XII (Musicæ sacræ, 11), que el arte religioso «no se propone sino llegar hasta las almas de los fieles para llevarlas a Dios por medio del oído y de la vista».
En su famosa Carta a los Artistas (10), San Juan Pablo II mostraba los efectos del clima descristianizado de los últimos siglos, que «ha llevado a veces a una cierta separación entre el mundo del arte y el de la fe».
En este delicado tema, no fue pequeño el choque entre dos marcadas tendencias durante los últimos decenios.
Unos estaban en contra de lo que podría suponer un mayor gasto en la construcción y ornamentación de las iglesias, en la confección de costosos paramentos sacerdotales o vasos sagrados de celebración, y pensaban, en definitiva, que sería mejor destinar a los pobres esos recursos, suprimiendo todo lujo innecesario en el culto divino.
Otros, en sentido opuesto, alegaban que habría que disponer de lo mejor para el servicio de Dios, basando sus argumentos en la respuesta que el Señor le dio a Judas Iscariote – a quien en realidad no le importaban los pobres, sino el dinero, porque era ladrón (Jn 12, 6) – en el episodio de la mujer que derramó sobre la divina cabeza un perfume muy caro de nardo puro, y en el hecho de que Él no hubiera rechazado tan «lujoso» homenaje. Al contrario, Cristo, que se hizo pobre y pedía la pobreza a los Apóstoles, elogió ese gesto: «Jesús replicó: Dejadla, ¿por qué la molestáis? Una obra buena ha hecho conmigo. Porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros y podéis socorrerlos cuando queráis; pero a mí no me tenéis siempre» (Mc 14, 6-7). Por consiguiente, ¿no es legítimo – preguntaban los de esta corriente – practicar la virtud de la magnificencia en lo que atañe al culto divino? Esto en nada hiere el espíritu de pobreza.
El Concilio Vaticano II en la citada Sacrosanctum Concilium (124), a respecto de la liturgia y el arte sacro, acabó recomendando que «busquen más una noble belleza que la mera suntuosidad. Esto se ha de aplicar también a las vestiduras y ornamentación sagrada».
Ocurre que en muchas ocasiones se confunde erróneamente belleza con lujo y – al tratar de evitar la mera suntuosidad o el esplendor fastuoso – se termina optando por lo que podríamos considerar no sólo una falta de esmero, sino también el mal gusto y la vulgaridad. Es lo que suele verse con frecuencia en el arte sacro contemporáneo y en algunos estilos de arquitectura religiosa.
El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, expresa su relación con Dios Creador a través de la belleza de las obras artísticas que produce. Pero a menudo, so pretexto de simplicidad evangélica o de austeridad, se llega a empobrecer el culto divino quitándole su grandeza, tanto en una arquitectura desprovista de encanto, como en una música alejada de lo sagrado, o en unas imágenes de formas extrañas y artísticamente pobres, o incluso en el uso de los objetos de gusto discutible y hechos de material de calidad inferior al noble sacramento que se celebra.
Desde la Antigüedad el ser humano, movido por la piedad, ha ofrecido en los actos de adoración a Dios los mejores utensilios que poseía, como nos lo demuestra el Antiguo Testamento. En el Cristianismo, idéntico sentimiento ya se manifestaba entre los fieles de los primeros siglos, atestiguado, por ejemplo, con la construcción de majestuosos templos. Su suntuosa y admirable decoración interior son una prueba de la devoción y generosidad de los fieles incentivada por la Iglesia naciente.
Cristo no pidió que se practicara la pobreza con relación al culto divino. Desposado místicamente con ella, San Francisco de Asís comprendió muy bien el consejo evangélico y rogaba a sus hijos espirituales, seguidores de su particular espíritu de pobreza, que honraran todas las cosas referentes al Santísimo Sacramento y a la liturgia: «los cálices, los corporales, los ornamentos del altar y todo lo que concierne al sacrificio, deben tenerlos preciosos» (1ra. Carta Custodios, 3-4). Ejemplo concreto de tal mentalidad lo podemos apreciar en el exterior rústico y sobrio de la basílica de Asís que contrasta con su interior lleno de esplendor.
Sin duda, el ornato realza la belleza de las cosas, así como el barniz destaca la nobleza y la calidad de una madera. Como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (2502), «el arte sacro es verdadero y bello cuando corresponde por su forma a su vocación propia: evocar y glorificar, en la fe y la adoración, el misterio trascendente de Dios».
La celebración litúrgica bella, en sus ornamentos, en el ceremonial, en el canto, en las construcciones, arrebata las almas hacia lo sobrenatural y las anima a abandonar las vías del pecado y progresar en la virtud.
Por esa razón, en otros tiempos – en los cuales la imprenta aún no existía – el arte, las imágenes, los vitrales, en las iglesias, eran como un libro donde aprendían los fieles las verdades de la fe. Así como hay melodías capaces de crear un ambiente favorable al recogimiento, a la oración, a la elevación de espíritu, al equilibrio interior, por su efecto apaciguador, es imperioso constatar como los ambientes influencian a fondo al espíritu humano.
Generaciones de fieles impregnados de espíritu católico edificaron catedrales románicas y góticas que nos deleitan con su magnificencia arquitectónica, y constituyen espacios que ejercen una sagrada influencia sobre la gente. Todo esto tiene una importancia destacadísima en consideración a una nueva y efectiva Evangelización.
Lo indicaba Pablo VI: «el arte es un medio de incomparable eficacia para la evangelización» (22-10-1974). Aunque la Iglesia no ha considerado como propio ningún estilo, incentiva que se promueva y favorezca «un arte auténticamente sacro», y que se excluyan «aquellas obras artísticas que repugnen a la fe, a las costumbres y a la piedad cristiana y ofendan el sentido auténticamente religioso, ya sea por la depravación de las formas, ya sea por la insuficiencia, la mediocridad o la falsedad del arte» (Sacrosanctum Concilium, 124). ¡Cuántos calificativos para identificar el estilo de arte contrario a la belleza!
Por consiguiente, el arte sacro debe estar al servicio de la religión y, si hay medios económicos, no se tiene que evitar lo artísticamente bello porque sea más costoso y optar por lo feo si da menos gastos. Argumento bastante discutible.
No se puede negar que en materia de funcionalidad ha habido avances tecnológicos en las construcciones modernas. Sin embargo hemos de considerar que, en el ambiente secularizado que vivimos con una marcada pérdida de valores morales, se han dado resultados negativos en relación a la producción artística bella y armoniosa.
Todo esto resalta el motivo por el cual Pablo VI incentivaba a los artistas a seguir el camino de la belleza: «Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, es quien pone alegría en el corazón de los hombres» (8-12-65).
Es imperiosa una hermandad entre la fe, el arte y la belleza. San Juan Pablo II mostraba (Carta Artistas, 12) cómo la Iglesia tiene necesidad del arte – pero de un arte bello – para la transmisión del Evangelio, porque «el arte posee esa capacidad peculiar de reflejar uno u otro aspecto del mensaje, traduciéndolo en colores, formas o sonidos que ayudan a la intuición de quien contempla o escucha».
La crisis del mundo moderno ha llevado al ser humano a perder la noción de los misterios de la fe, es como si lo espiritual se hubiera diluido. Ante los más admirables monumentos legados por la civilización cristiana, muchos no se dejan arrastrar por ese mar de belleza, asombrándose. Es el efecto del adormecimiento producido en las almas por la secularización.
El arte y la belleza tienen el cometido de despertar a la humanidad de su letargo y llevarla a redescubrir la profundidad de esa dimensión espiritual y religiosa, porque la alianza establecida desde siempre entre el Evangelio y el arte implica, para los artistas, una invitación a adentrarse en el misterio del Dios encarnado.
Así como Dios se manifiesta en la hermosura de la Creación – «el cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos» (Sal 18, 2) -, también las obras del hombre honesto reflejan el encanto de la virtud. Esta íntima relación entre la belleza material y la moral es el fundamento de la llamada «via pulchritudinis». El usar de la belleza -en sus más variadas formas-, como medio de evangelización para llevar a las almas a Dios, que es la Belleza en esencia. Porque todo lo que existe de bello refleja, en cierto sentido, ese atributo divino. Amar la belleza, encantarse con ella, es un medio de crecer en el amor a Dios.
Como bien decía Benedicto XVI (21/11/2009): «el arte, en todas sus expresiones, puede asumir un valor religioso y transformarse en un camino de profunda reflexión interior y de espiritualidad».
En esa «via pulchritudinis», de la belleza, una vez más se une al arte sacro la liturgia, con su esplendor e inigualable función evangelizadora, expresada a través de lenguaje y de signos. No quiere decir que el arte sea imprescindible a la liturgia, pero le es muy conveniente. Por eso se podría calificar, al arte religioso, como «lugar teológico», un itinerario rumbo a Dios.
Por el P. Fernando Gioia, EP
Deje su Comentario