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¿Cómo alcanzar una sociedad feliz?

Redacción (Jueves, 30-10-2015, Gaudium Press) La primera institución humana no fue gubernamental, ni económica, ni aún laboral. Creado Adán, y formada Eva de su costado, constituyeron ellos la primera familia humana, principio y causa de todas las demás. Desde el origen, como reafirmado posteriormente por el Salvador (cf. Mc 10, 6-8), Dios creó al hombre y a la mujer, los cuales, uniéndose según un designio eterno de su sabiduría, «son una sola carne» (Gn 2, 24).

La solidez y estabilidad de esta unión -cuya sublimidad fue elevada a Sacramento por el propio Cristo como Fundador de la Iglesia- se encuentran radicadas en el hecho de ser ella operada por el propio Dios, aunque administrada por los esposos: la iniciativa es humana, pero el resultado es divino, por cuanto el hombre no tiene poder para anularlo. Esta realidad fue sancionada por el Redentor con una orden clara: «no separe el hombre lo que Dios unió» (Mt 19, 6).

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Sagrada Familia, vitral en la Iglesia de Nuestra Señora, en Dijon, Francia

Este fue uno de los elementos a lo que se opusieron los fariseos: muy preocupados por los aspectos humanos, y poco interesados en los designios divinos, buscaban estos distorsionar los principios mosaicos para adecuar la Religión a sus pasiones. Jesucristo, entretanto, no dio el menor margen a sus ansias; obstinados e impenitentes, con esta y otras actitudes, los fariseos se empujaron voluntariamente al margen de la Historia…

Del matrimonio concebido según la visión cristiana, surgieron las familias que dieron origen a las sociedades inspiradas en el Evangelio, destinadas a hacer florecer los frutos del Espíritu: «caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, suavidad, templanza» (Gal 5, 22-23). Con mucha organicidad, el hombre conocía a una mujer y, motivados por la caridad, resolvían casarse; enfrentaban dificultades, pero perseveraban juntos. Pasaban los años, y ¡ambos se llevaban muy bien! Así perduraron las sociedades, durante veinte siglos…

Sin embargo, surgieron el divorcio y formas cada vez más esdrújulas de «familias»; y los problemas, en vez de disminuir, aumentaron…

Así, llegamos a una situación en la cual la familia sufre de una crisis global, hasta constituirse hoy una verdadera encrucijada en la Historia. Con efecto, de modo casi cíclico, la dureza de corazón que Jesús denunciara en los fariseos (cf. Mc 10, 5) vuelve una y otra vez a manifestarse: con pretextos más o menos semejantes, pretenden siempre retorcer la verdad de modo a juzgarse en el derecho de exigir de Dios que justifique los efectos de las pasiones desordenadas. ¿Donde encontrar nuevamente el remedio para este mal antiguo?

Para un mismo problema, vale la misma solución. Ayer, como hoy y siempre, el hombre en esta Tierra nunca podrá evitar el dolor. El secreto de la felicidad, por lo tanto, no se encuentra en no sufrir, sino en cómo enfrentar el sufrimiento. La felicidad de la familia bien constituida se firma en la Roca sobre la cual fue edificada (cf. Lc 6, 48); en cuanto ambos esposos se encuentran abrazados en el amor a Dios, no temen ni vacilan; aún cuando sufren, están llenos de alegría espiritual. La llave de la felicidad de determinada sociedad consiste, pues, en estar formada por familias cuyos cónyuges ansían la santidad.

(Editorial de la Revista Heraldos de Evangelho, Nº 166, Octubre de 2015)

 

 

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