Redacción (Martes, 03-11-2015, Gaudium Press) La piedad católica ha ido desarrollando a lo largo de los siglos diversas prácticas de culto a Dios, entre las cuales se cuenta, en primerísimo lugar, la celebración Eucarística instituida por Nuestro Señor Jesucristo, que es fuente de las demás.
En los tiempos apostólicos, el Libro de los Hechos nos narra cómo las primeras comunidades cristianas eran asiduas a la oración, a la lectura de las Escrituras, a la enseñanza de los apóstoles y a la fracción del pan. Ahí está la médula de todo y cualquier acto de homenaje que se tribute al Señor.
«Vox populi, vox Dei», dice un proverbio. En realidad, el culto cristiano tiene su génesis, próxima o remotamente, en las entrañas del pueblo fiel que es poseedor de un patrimonio latente de gran valor, a menudo subestimado o ignorado.
Por eso, el Magisterio de la Iglesia no determina cómo se debe rezar por una ocurrencia arbitraria de la Jerarquía. Madre y maestra, la Iglesia sabe acoger y purificar las potencialidades que residen, cual semillas del Verbo, en toda creatura hecha a imagen y semejanza de Dios. Pero es la luz de la verdad del Evangelio y el pastoreo de los legítimos ministros de Dios lo que hace acuñar y da legitimidad a la oración cristiana que sube al trono del Altísimo. ¡Si hasta un pagano que respete la ley natural impresa en su conciencia, puede glorificar a Dios, aunque por ignorancia no haya recibido el bautismo sacramental!
Los Padres de la Iglesia, los doctores, los misioneros, los santos en general y, junto con ellos, también el pueblo sencillo, han contribuido a forjar el variado caudal de manifestaciones de la piedad católica. El Catecismo de la Iglesia Católica, nos enseña precisamente lo que se debe orar (numerales 2558 al 2865). De hecho, hay una extraordinaria diversidad de devociones, resultantes de la confluencia armoniosa entre Magisterio y piedad popular.
Pablo VI en Evangelii Nuntiandi ha dicho que la piedad popular «refleja una sed de Dios que solamente los pobres y los sencillos pueden conocer». Benedicto XVI en Aparecida declaró que «se trata de un precioso tesoro de la Iglesia Católica». En Evangelii gaudium Francisco escribe «¡No coartemos ni pretendamos controlar esa fuerza misionera!».
En lo que se refiere al culto al Santísimo, existen algunas letanías que son valioso subsidio para motivar la adoración. Entre otras invocaciones que contienen, se puede citar el hecho de referirse al Santísimo como «Memorial de las maravillas de Dios / Signo de contradicción / Celestial antídoto contra el pecado / Fármaco de inmortalidad / el más sorprendente de todos los milagros / Pan de los hijos que no se da a los perros / Sacramento temible y vivificante», etc. A la luz de la teología, es bueno «ponerle nombre» al Señor y orientar nuestro culto haciéndolo más razonable y encarnado, menos superficial. Es claro que orar diciendo «Fármaco de inmortalidad» se eleva más la mente al Médico Divino y se catequiza mejor al fiel, que si se declarase tan solo «Cuerpo de Cristo» u «Hostia Santa».
Pero lo que vale para la substancia, vale también para los accidentes. Visitando recientemente museos de arte religioso en Sucre, Bolivia, quien escribe estas líneas pudo apreciar extraordinarias custodias y artísticos sagrarios que estaban en exposición. Más, en algunas iglesias, donde los fieles se dan cita para el culto a Dios, vasos sagrados, custodias y sagrarios, dejaban qué desear…
Resulta que tres son las potencias del alma: inteligencia, voluntad y sensibilidad. La razón iluminada por la fe puede mover con éxito a la voluntad, si la sensibilidad es motivada con el auxilio de signos materiales. Lamentablemente, un cuidado desmesurado de simplificar las manifestaciones de culto para evitar excesos, ha empobrecido al mismo culto y va desmotivando a los fieles… que pagan para ver bellezas en los museos y que, no raras veces, encuentran signos desoladores en los templos. Si se diera más oídos a las apetencias del pueblo fiel, a la Vox Populi, probablemente se enriquecería el culto eucarístico.
Hace 300 años, en selvas y valles evangelizados por los jesuitas en zonas de Argentina, Bolivia, Brasil y Paraguay, se organizaron pueblos prósperos donde se vivió maravillosamente el ideal cristiano y especialmente el culto al Santísimo.
Hablando de las solemnidades del Corpus Christi en las reducciones jesuíticas, así se expresó el Cardenal Eugenio Pacellli, futuro papa Pío XII, en una homilía pronunciada en Buenos Aires durante el XXXII Congreso Eucarístico Internacional: «Todos hemos leído entre dulces lágrimas de emoción, las narraciones de aquellas sencillas fiestas eucarísticas, sobre todo de las fiestas del Corpus, que se celebraban en las antiguas reducciones (…). Cantan y bailan los naturales en ellas con inocencia de paraíso y con ritmo bíblico en torno al arca de la Nueva Ley; los bosques dan sus ramas y sus pájaros, la tierra sus flores y sus frutos; hasta los ríos dan sus peces para simbolizar, de un modo a la vez primitivo y sublime, que es del Señor la tierra y su plenitud; Jesús, desde la Hostia Santa se siente rodeado de corazones coronados con macizas virtudes evangélicas, como si hubiera bajado a su huerto y le acariciara el perfume de las más bellas flores. Allí se veía realizada, como quizá no se ha realizado jamás en la historia, la idea central del presente Congreso, el Reinado de Jesucristo en lo que tiene de íntimo para el alma y en lo que tiene de majestuoso para los pueblos. Ni una sola alma, ni una sola institución, podían esquivar los rayos del sol de la Eucaristía». (Sernani, Georgio. Dios de los Corazones, Ed. María Reina, Buenos Aires, 2009. Pág. 200). «Macizas virtudes evangélicas» y realización del ideal cristiano «como quizá no se ha realizado jamás en la historia»… ¡es decir mucho!
Fue la voz del pueblo -en este caso, la voz del pueblo guaraní ya evangelizado- la que se hizo oír como la voz de Dios a través de la religiosidad popular.
Por el P. Rafael Ibarguren EP
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