Redacción (Jueves, 14-01-2015, Gaudium Press) En un salón de conciertos abarrotado, la orquesta sinfónica acaba de ejecutar una famosa obra. El espectáculo es uno solo, pero las impresiones en el auditorio son muchas. Algunos de los oyentes admiran la uniformidad del movimiento de los arcos; otros aprecian mejor la precisión del músico del tímpano; otros, finalmente, se sienten atraídos por los armónicos sonidos de clarinetes y oboes, por las graves resonancias del fagot o por el brillo de las trompetas.
Una parte de la asistencia enaltece el genio del compositor, otra exalta al maestro, que conoce todos los detalles de la partitura y rige la ejecución. En definitiva: todos admiran la música, pero la variedad de impresiones es proporcional al número de asistentes, consecuencia de mil factores relacionados con el temperamento, los gustos, el carácter, la cultura o la personalidad de cada oyente.
Necesidad de la diversidad para representar la bondad divina
La situación que hemos descrito constituye un adecuado ejemplo de lo que sucede con los hombres cuando contemplan la Creación: ésta es una sola, pero son interminables las perspectivas a través de las cuales puede ser contemplada.
Esas perspectivas corresponden a los puntos de vista del que observa, o mejor, del que admira. Dichos puntos de vista, a su vez, dependen de una maravillosa y armónica conjugación de dones naturales y sobrenaturales concedidos por Dios a cada persona con la finalidad de darle la posibilidad de conocerlo, glorificarlo y adorarlo de manera única.
Hay una razón que explica ese modo peculiar de adorar a Dios que cada hombre tiene, como dice Santo Tomás: «Produjo las cosas en su ser por su bondad, que comunicó a las criaturas, y para representarla en ellas. Y como quiera que esta bondad no podía ser representada correctamente por una sola criatura, produjo muchas y diversas a fin de que lo que faltaba a cada una para representar la bondad divina fuera suplido por las otras».1
Así como Dios no puede ser representado por una única criatura, no podía crear hombres que lo comprendiesen y adorasen de una misma forma. Siendo así, la Divina Providencia dispuso que cada ser humano fuera único y tuviera ciertas apariencias particularísimas para fijar su atención admirativa en determinados aspectos de Dios.
Dichas apetencias se vinculan a factores hereditarios, culturales y sociales, y son incentivadas constantemente por la gracia de Dios. En muchas de sus charlas y conferencias, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira comentaba esa conjugación de gracia y naturaleza, y le daba el expresivo nombre de luz primordial. Posteriormente, los profundos comentarios que hizo sobre ese tema fueron desarrollados en varias tesis académicas, másteres y de doctorado.
La luz primordial jerarquiza las virtudes
Como él mismo explica, cuando alguien siente que un determinado tipo de paisaje, un género literario o musical, o cierto asunto elevan especialmente su pensamiento a Dios y le invitan a practicar la virtud, en realidad, es su luz primordial la que está actuando. Porque ordena las virtudes del hombre, inspirándole sus preferencias y dándole el tono con el que cada uno practica cierto acto.
«La luz primordial constituye, ante todo, una determinada jerarquización de perfecciones. Por ejemplo, uno admira, antes que cualquier otra virtud, la fortaleza, después la justicia, después la prudencia, y así sucesivamente. O admira primero el honor, después el valor, después la humildad, etc. Sin embargo, es necesario observar que la perfección dominante le da a las secundarias una determinada tonalidad, de tal modo que todas las demás tienen un tono de la principal. Es lo que decía Santa Teresa del Niño Jesús cuando observaba que, para ella, incluso la justicia de Dios estaba embebida de amor».2
Esa percepción de que incluso la justicia divina se ejerce con amor era la luz primordial de la santa de Lisieux. El Prof. Plinio Corrêa de Oliveira pone otro ejemplo: «San Ignacio era muy buen diplomático, pero, observándolo bien, vemos que su luz primordial no era la diplomacia, sino la integridad de espíritu y de voluntad en todo lo que hacía».3
Criterio para analizar y definir la dignidad humana
Por designio divino, todos los seres humanos -sin excepción, a pesar de sus posibles manchas e imperfecciones- son portadores de una luz primordial, una maravilla digna de admiración y de homenaje. Todo hombre está dotado de un «centelleo de Dios», puesto por el Creador exclusivamente en su alma: no ha puesto ni pondrá otro a lo largo de toda la Historia. «Cada hombre es, por así decirlo, un momento único de la Historia de Dios».4
Actualmente se habla mucho de dignidad humana. Juristas, filósofos e intelectuales de toda clase intentan encontrar parámetros para definirla. He aquí una propuesta para hacerlo de forma cristiana: buscar en cada persona la luz primordial puesta por Dios. Por débil que aparentemente sea su brillo, participa de aquello que representa, es decir, de Dios. Por lo tanto, no es exagerado imaginar las palabras con las que el divino Maestro se refería a los lirios del campo susurradas al oído del lector: ni Salomón en todo su fasto lograría tener una luz primordial como la que Yo te he dado.
Por el P. Antonio Jakoš Ilija, EP
1 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 47, a. 1.
2 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Charla. São Paulo, 8/10/1957.
3 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. La luz primordial y las potencias del alma: Charla. São Paulo, octubre de 1957.
4 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 23/10/1982.
Deje su Comentario