sábado, 27 de abril de 2024
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Admiración: el árbol de Zaqueo

La admiración es el árbol que Dios ha plantado en nuestras almas para que podamos contemplarlo. Por nuestra parte, sólo podemos acercarnos a ella como Zaqueo, el recaudador de impuestos.

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Redacción (31/10/2022 15:56, Gaudium Press) “En ese tiempo, Jesús había entrado en Jericó y pasaba por la ciudad. Había allí un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de cobradores de impuestos y muy rico. Zaqueo trataba de ver quién era Jesús, pero por la multitud no podía, porque era muy bajito” (Lc 19,1-3).

¿Qué hizo entonces Zaqueo? Corrió adelante y se subió a una higuera. Jesús lo vio, lo llamó y le dijo que ese día se quedaría en su casa. Al final de la visita, el Maestro dijo: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también este hombre es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lc 19, 9-10).

Este es el Evangelio de ayer domingo. Sin embargo, lo que pasó con Zaqueo se repite con nosotros en innumerables ocasiones: no conseguimos ver al Salvador por la multitud. Pero Dios ha plantado a nuestro alcance un árbol que, en estos momentos, constituye nuestra verdadera salvación. ¿Qué árbol es este? Un hecho impresionante que tuvo lugar a finales del siglo XIX nos ayudará a averiguarlo.

Una niña que marcó historia

Ciega y sorda a los 18 meses de edad, Helen Adams Keller (1880-1968) se vio reducida a un triste aislamiento, sin comunicación con el mundo exterior excepto por el tacto, el olfato y el gusto. Esta chica estadounidense, de hecho, marcaría la historia no por la rareza de su enfermedad, sino por la forma única en que la afrontó.

Con la ayuda de su educadora, Anne Mansfield Sullivan, Helen pudo aprender el lenguaje de las manos, el alfabeto Braille y, finalmente, hablar con fluidez. No solo eso: después de un tiempo, y no sin grandes dificultades, Helen Keller llegó a dominar el francés y el alemán, viajando por el mundo dando conferencias y escribiendo libros.

Hay que confesar que, para todo ello, la presencia de Anne Sullivan era absolutamente imprescindible. Si Helen no la hubiera encontrado, tal vez hubiera permanecido, hasta el final de su vida, sumergida en la noche terrible, trágica y silenciosa de su mente y sus sentidos.

Pero eso no fue lo que paso. Helen pudo hablar y, con no poca frecuencia, acribillaba a su ama con preguntas como estas: ¿Qué hace que el sol caliente? ¿Dónde estaba yo antes de llegar a mi madre? Del huevo salen pájaros y pollitos: ¿de dónde sale el huevo? ¿Quién hizo a Dios? ¿Donde esta Dios? ¿Alguna vez has visto a Dios? [1]

Estas son preguntas que revelan un alma admirativa y buscadora de Dios. ¿Quién sabe si fue esta admiración la que le dio a Helen Keller la voluntad de ser quien fue? Los datos son escasos para confirmar esta hipótesis, pero tampoco suficientes para negarla.

Pero queremos subrayar otro aspecto: la inclinación natural hacia Dios y las cosas celestiales, presente en el alma de toda criatura humana. De lo contrario, ¿cómo podría una niña que no puede ver ni oír hacer preguntas tan importantes? En efecto, “así como las plantas crecen por heliotropismo en busca de la luz, así también las almas necesitan abrirse a la contemplación de las criaturas para ascender desde ellas al Creador” [2].

La admiración es el descanso del alma

La admiración es el árbol que Dios ha plantado en nuestras almas para que podamos contemplarlo. Por nuestra parte, sólo podemos subirnos a esse árbol como lo hizo Zaqueo, el recaudador de impuestos.

A menudo, “la agitación de este mundo nos impide reconocer al Señor; debemos pisotearla para elevarnos a una virtud superior y ver a Cristo desde lo alto” [3]. Cuando nos asalta la envidia, llevándonos a la ira, la rivalidad, etc. sepamos cómo subir al árbol de Zaqueo.

Las discordias, el volverse sólo a las cosas materiales, sólo nos precipita en la agitación, la tristeza y la aflicción. La admiración, por el contrario, nos da descanso y tranquilidad, porque hace que nuestro corazón se vuelva hacia su fin último, Dios. Tengamos siempre presentes las palabras de San Agustín: “Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”[4].

Por Lucas Rezende

[1] Ver KELLER, Helen Adams. La historia de mi vida. Río de Janeiro: José Olympio, 1940, pp.248-249.

[2] CLÁ DIAS, João Scognamiglio. La obra inédita sobre los evangelios. Ciudad del Vaticano: LEV, 2012, v.6 p.439.

[3] MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios sobre los cuatro Evangelios. Evangelios de San Marcos y San Lucas. Madrid: BAC, 1951, v.II, p.752.

[4] SAN AGUSTÍN. confesionum. L.I, c.1, n.1. En: Obras. Madrid: BAC, 1955, v.II, p.82.

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