Hay sin embargo una diferencia entre el árbol y nosotros.
Redacción (14/06/2021 12:14, Gaudium Press) Es impresionante cómo, con alegorías simples, el Hombre-Dios logra transmitir lecciones y principios tan profundos.
Un historiador afirma acertadamente que los Evangelios no fueron escritos por hombres de talento, deseosos de expresarse en una obra maestra, sino a partir de necesidades y circunstancias, como testimonio y medio de acción: “¿Cómo empezó esta historia de las letras cristianas, destinada a una tan grande gloria? Jesús no escribió sino que habló. ¡Y con qué arte, con qué poder!
¡Ningún hombre ha hablado nunca como este hombre! … ”, habían reconocido los esbirros del Templo (Jn 7, 46). Muchos habían confesado estar atónitos ante su autoridad. Jesús hablaba con sencillez, claridad, de tal manera que el más iletrado pudiera entenderlo.
Sus palabras tenían el buen olor de las cosas naturales, de la tierra labrada, del árbol lleno de frutos, del agua golpeada por el viento, de las cosechas maduras […]. Pero en esas palabras se presentían grandes misterios, y por veces brillaban en sus labios expresiones (…) que llegaban de lleno al corazón de lleno” [1].
La figura de una simple semilla de mostaza o de un árbol que cobija pájaros bajo su sombra se vuelven, en los labios del Redentor, capaces de representar lo que hay más alto: el Reino de los Cielos.
Estas imágenes presentes en la liturgia de hoy [dominical de ayer], no solo en el Evangelio sino también en la Primera Lectura y el Salmo Responsorial, son muy evocadoras; de ellas podemos extraer muchas lecciones.
En el Salmo 91 vemos al justo comparado con la palma y el cedro del Líbano. Ahora bien, esta figura del árbol puede, bajo diferentes aspectos y, por supuesto, con algunas adaptaciones, también ser aplicada al alma humana.
Cuando nacemos, somos pequeñas semillas, promesas de un futuro. Recibimos el agua de los ejemplos de quienes nos rodean, la luz de la enseñanza de nuestros padres y maestros; en poco tiempo nacen brotes que revelan lo que seremos en el futuro.
Aquí, sin embargo, hay una diferencia elemental: en nosotros las características del árbol adulto no están contenidas, sino a pequeña escala, en la semilla: es nuestra formación y, sobre todo, nuestra voluntad la que decidirá lo que seremos. : árboles verdes, llenos de dulces frutos de virtud y bondad, o plantas marchitas, que producen frutos dañinos y venenosos que a veces parecen buenos frutos silvestres.
Es nuestra voluntad la que define ese futuro, porque somos nosotros los que elegimos con qué aguas irrigaremos nuestras raíces espirituales: con la Gracia Divina, o con los líquidos tóxicos del pecado.
Nuestra existencia en la Tierra es breve y muy grave, todos tendremos que dar cuenta de nuestras acciones, algún día, en el Tribunal de la Justicia Divina. Allí recibiremos “la recompensa debida” – la recompensa o el castigo – por lo que hemos hecho a lo largo de nuestra vida corporal (Cf. 2Cor 10).
Que no escuchemos palabras similares a las de San Agustín el día en que se dirigió a cierta clase de personas: “Tus alabanzas son hojas de árboles, ¡pero me gustaría ver los frutos!” [2].
Para que seamos realmente lo que debemos ser, la oración del Día nos trae una solución: “Como nada podemos hacer en nuestra debilidad, danos siempre la ayuda de tu gracia, para que podamos querer y actuar de acuerdo con tu voluntad».
Santa Teresita del Niño Jesús, en uno de sus bellos poemas, imaginó en la tierra un árbol maravilloso llamado amor, cuyas raíces estaban fijadas, misteriosamente, en los cielos. Su dulce fruto era el abandono, que ya en esta vida confería a los hombres una inefable felicidad.
Acerquémonos, pues, a este árbol bendito, que es el Amor Divino, refugiémonos en su sombra y no dudemos en deleitarnos con el fruto del abandono a la voluntad de Dios, la mejor garantía de nuestra salvación.
Por Alfonso Costa
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[1] DANIEL-ROPS, Henri. Historia de la Iglesia de Cristo. La Iglesia de los Apóstoles y Mártires. São Paulo: Quadrante, 1988, pág. 243-244.
[2] Cfr. La Iglesia de los tiempos bárbaros. São Paulo: Cuadrante, 1991, pág. 32-33.
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