martes, 19 de marzo de 2024
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¡Convertíos, porque el Reino de Dios está cerca! – Examinar las conciencias

En el Bautismo todos recibimos una semilla del Reino de Dios, que debemos hacer crecer en nosotros mediante la práctica de la Religión, mientras esperamos el momento de poseerla en su plenitud, en la eternidad. Sin embargo, en el mundo moderno esta esperanza de vida eterna es sustituida por otra esperanza, cuyo objeto no es Dios.

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Redacción (05/12/2022 11:15, Gaudium Press) Cuando un barco sale por primera vez del astillero, es costumbre realizar una ceremonia en la que la nueva embarcación recibe su nombre y, como consecuencia del acto, una botella de champagne se rompe espectacularmente en el casco, derramando allí todo su preciado líquido.

Después de eso, con el costado recién pintado, liso y completamente limpio, la embarcación se lanza al agua y comienza a navegar por los océanos. Con el paso de los años, la velocidad del barco disminuye, no por la pérdida de potencia del motor, sino porque en el casco se incrustan grandes cantidades de moluscos, lo que dificulta la navegación. Para recuperar la velocidad inicial, es imprescindible volver al astillero y quitar esta costra. Los autos también funcionan bien cuando son nuevos, y luego de cierto tiempo de uso es necesario someterlos a una revisión, para garantizar el buen desempeño de su mecanismo.

Del mismo modo, necesitamos especialmente hacer una revisión… del alma. Tenemos que analizar frecuentemente nuestra vida espiritual, pues, a pesar de estar bautizados, recibir los Sacramentos con asiduidad y practicar la Religión con seriedad, muchas veces pasamos por circunstancias que nos llevan a cometer ciertas imperfecciones o a aferrarnos a las vanidades de este mundo, y adquirimos manías y malos hábitos.

Por eso, en su extraordinaria sabiduría, la Iglesia distribuye la Liturgia a lo largo del año de tal manera que nos da, en determinados momentos, la oportunidad de realizar nuestra revisión espiritual. Uno de estos períodos es el Adviento, tiempo de conversión, es decir, tiempo de examen de conciencia, de penitencia y de cambio de vida. La predicación de San Juan Bautista, recogida por san Mateo en el evangelio dominical de ayer, nos ofrece elementos preciosos para ello.

¡Convertíos!

San Juan vivió los años que precedieron a su misión pública en las regiones solitarias situadas más al norte del Jordán, donde también Nuestro Señor pasaría más tarde los cuarenta días de ayuno, después de ser bautizado [1]. Y anduvo por toda la región del Jordán, predicando al pueblo:

Arrepentíos, porque el Reino de los Cielos se ha acercado” (Mt 3,2)

En el Bautismo todos recibimos una semilla del Reino de Dios, que debemos hacer crecer en nosotros mediante la práctica de la Religión, mientras esperamos el momento de poseerla en su plenitud, en la eternidad. Sin embargo, en el mundo moderno esta esperanza de vida eterna es sustituida por otra esperanza, cuyo objeto no es Dios: son la tecnología, las invenciones y los descubrimientos científicos, los que hacen más placentera la existencia humana y la prolongan considerablemente. Incluso se admite la idea de que la ciencia todavía dará lugar al elixir cuyas propiedades harán inmortales a los hombres.

Bueno, la tecnología y la medicina en realidad pueden aumentar el número de nuestros días, pero no hacerlos eternos. Llegará el momento en que serán inútiles y dejaremos este mundo. Ahí termina la esperanza mundana, como enseña el Libro de la Sabiduría: “Es como polvo que se lleva el viento, y como ligera espuma que la tempestad dispersa; se disipa como el humo en el viento, y pasa como el recuerdo del huésped de un día” (5,14). En este sentido, la advertencia del Precursor es muy clara y actual para nosotros: se trata de hacer penitencia por estas desviaciones, porque el Reino de los Cielos no es para los que ponen su seguridad en el progreso, las máquinas o las comodidades materiales, sino para los que quienes confían en Dios y tienen su esperanza puesta en la eternidad.

Juan fue anunciado por el profeta Isaías, quien dijo: “Esta es la voz del que clama en el desierto: ¡Preparad el camino del Señor, enderezad sus veredas!”

Aplicado por los cuatro evangelistas a la persona de San Juan Bautista, este pasaje de Isaías tiene un profundo simbolismo que nos recuerda cuán actual es para nosotros el mensaje del Precursor. Llama la atención que el profeta sitúe la misión de Juan “en el desierto”. Debemos interpretar esta mención en un sentido metafórico más que físico: Juan gritó y fue escuchado por los que estaban “en el desierto”, es decir, en completo desapego de todo lo que no lleva a Dios. Cuando alguien, por el contrario, está en el ajetreo de la “ciudad”, apegado a lo que en ella existe: vanidades, máquinas, relaciones humanas que lo alejan de la virtud, etc., se vuelve sordo a la voz que lo invita a la conversión. A primera vista, muchas de estas cosas pueden parecer legítimas; pero quien se aferra a lo lícito, olvidándose de Dios, pronto se apegará también a lo ilícito. En nuestro caso concreto, ¿cuántos afectos desordenados no nos impiden escuchar el grito de San Juan, dirigido a nosotros en todo momento, ya sea por mociones interiores de la gracia en nuestra alma, o por la acción de los demás?

Pidámosle a Dios que nos provea de completa fidelidad a sus mandamientos, y de plena lucidez sobre aquello de lo que debemos deshacernos, para que podamos recibir con el alma limpia al Divino Infante que nos espera con los brazos abiertos.

Por Guillermo Motta

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[1] Cf. GOMÁ Y TOMÁS, Isidro. El Evangelio explicado. Introducción, Infancia y vida oculta de Jesús. Preparación de su ministerio público. Barcelona: Rafael Casulleras, 1930, v.I, p.332; 403; FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Infancia y Bautismo. Madrid: Rialp, 2000, v.I, p.295.

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