jueves, 21 de noviembre de 2024
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Escudriñando los secretos de la realidad, al sabor de un capuccino y una tartaleta de arándanos

En diversas notas hemos expuesto la tesis de que la ‘felicidad’ que ofrece el mundo actual, es la felicidad del drogadicto…”

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Foto: Celine Ylmz en Unplash

Redacción (25/02/2024, Gaudium Press) En diversas notas hemos expuesto la tesis de que la ‘felicidad’ que ofrece el mundo actual es la felicidad del drogadicto, que camina al inicio por los placeres de las explosiones sensibles, embriagantes, hiper intensas, para terminar con la frustración de quien ya no siente ni siquiera el placer animal, sino sólo un deseo esclavizante de consumo excesivo, que además de destruir a la víctima infeliz, le deja una sensación de vacío, lo frustra pues desatiende las potencias más elevadas del alma, que son la inteligencia a la búsqueda de la verdad, y la voluntad que ansía el bien infinito.

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Pero, a este mundo enviciado en ese tipo de placer, ¿qué alternativas ofrecerle desde el Reino católico?

En notas anteriores también buscamos mostrar que la concepción católica no rechaza o es enemiga del placer sensible, en absoluto, sino que lo espiritualiza al hacer que busque su conexión con la Divinidad, al tiempo que lo purifica con la virtud de la templanza —la de la adecuada moderación— para que cumpla con su verdadera finalidad, que es la de servir de puente hacia el Creador. Es lo que el prof. Plinio Corrêa de Oliveira llamaba delectación sapiencial o delectación sacral de los sentidos.

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Pero ahora profundicemos un poco más en lo que el Dr. Plinio llamaba la “metafisicación” de la realidad, es decir, el buscar el sentido más profundo de la realidad sensible, de lo que vemos y palpamos, el simbolismo de esa realidad, que es justamente ese hilo que conecta la realidad con las perfecciones divinas, algo que sí tiene la posibilidad de producir un placer profundo, un deleite duradero, y casto.

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***

Todo comienza por una observación sapiencial de la realidad, por lo tanto con un ‘detenerse’ para contemplar la riqueza y las particularidades de lo que nos circunda.

Me encuentro en este momento en el puscafé tras el almuerzo, en una antigua casa colonial del centro de mi ciudad, que alberga un pequeño claustro y cuyas habitaciones —siete en cada planta, de las dos que tiene— fueron transformadas en pequeños locales comerciales cuyos frentes dan al claustro, casi todos de venta de joyas de un anacrónico estilo precolombino. El costado norte del patio es ocupado por el muestrario y la cocina de un café, donde los dueños –padres ancianos e hijo, franceses– ofrecen unas baguettes sabor de ensueño, ‘con granos’ y ‘sin granos’, y los que considero los mejores postres de la ciudad, sus cheesecake, sus tartaletas. El capuccino tampoco está nada mal aunque las tazas podrían ser más generosas.

El espacio del claustro está cubierto por una marquesina, lo que permite que ese ambiente del patio interior sea ocupado sin temor a la lluvia por mesas y sillas, por lo general llenas de clientes del café.

La casa está recientemente pintada en un ocre suave, y las columnas de madera rústica y los marcos de ventanas, que parecen de verdad de más de trescientos años, se encuentran cuidadosamente lustrados o lacados. Las vitrinas de los almacenes exhiben, bastante iluminadas, las más vistosas piezas de su orfebrería, proyectando un resplandor dorado hacia el interior, con lo que se crea una sensación mixta y soleada de un acogedor ambiente colonial bien mantenido y un moderado lujo de joyas incandescentes, sumada a la animación de los comensales que entran, se sientan y salen en tropel hablantín, y que reposan lo justo y necesario al sabor de los cafés y la repostería, en ritmos tranquilos de fin de semana.

Mi ciudad está viviendo un boom turístico como tal vez nunca antes, por lo que la feligresía del café de los franceses no es solo de diversas regiones del país, sino también de varias nacionalidades, alemanes, norteamericanos, italianos…

En la mesa del frente se encuentra un joven abogado del Caribe, en jeans y T-shirt relax, que se ve que está haciendo su carrera en la capital, acompañado por una colega de trabajo. Ellos disfrutan de vivaz conversación que cae en todos los temas y colores de la ruleta, desde los más trascendentales y substanciales hasta los cotidianos y de ‘mesa de planchar’. Para la mentalidad ‘secona’ de las personas del interior, como yo, la exuberancia caribeña de los gestos y el habla puede tener un sabor algo exótico, tal vez simpática de ver, un tanto exagerada a la hora de compartir. Es el caribe-sol-pasión, espíritus en los que Dios muestra su propia riqueza y exuberancia, que impactan con su abundancia torrencial, almas que también pueden tender a la intemperancia si no se cultiva la reflexión.

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Foto: Tony Lee en Unplash

En la mesa siguiente hay cuatro personas, dos alemanes, padre e hijo, y una pareja de nacionales, padre e hija, que deben estar sirviéndoles de cicerones por la ciudad. La amistad entre unos y otros no parece reciente sino que ha sido adobada con el paso del tiempo. Puede ser que tengan relaciones comerciales internacionales. Es clara la diferencia de mentalidades entre unos y otros. Los europeos más analíticos, pausados, mientras que el padre latino con ojos de inteligencia ágil, tal vez ya se encuentra cansado de las metódicas explicaciones que ha tenido que dar durante el día, y repone energías silencioso a la hora del aromático café. Los europeos se muestran agradecidos con la ayuda y compañía de la pareja nacional, y sonríen frecuentemente en señal de reconocimiento. El aprecio es mutuo y sincero, es ciertamente una amistad ya establecida y forjada, que revela el aprecio de los europeos a lo que consideran de valía y sinceridad en sus amigos, y donde se manifiesta el calor humano latino y la facultad que tenemos de entender a otros pueblos. Como decía el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira, es la capacidad latina para formar visiones de conjunto, en las que caben las diversas particularidades y variedades, capacidad que cultivada puede dar en una superior totalidad de espíritu.

Acaba de entrar un chico de alrededor de 25 años, que se sienta en oblicuo al lugar donde yo estoy. No soy capaz de ubicar su nacionalidad, pero por cierto aire de misterio y ‘sombra’, y algo de lentitud, creo que tiene sangre eslava. Ni siquiera se ha molestado en llamar a las dependientas del café, esperando que la inercia del ágil servicio llegue a pedir su orden. Mientras tanto, revisa el celular en la actitud padronizada de quien consulta sus redes sociales o revisa las últimas noticias del día. Él parece observar la realidad con más parsimonia pero con un ritmo de pensamiento que busca escudriñar más, que quiere ir hasta el final del frasco, pero no como quien hurga con el dedo sino como quien se sumerge lento en su contenido. Observándolo, siento la gran diferencia que hay entre el mundo latino y el mundo eslavo, más místico, más trascendente. Como decía el Dr. Plinio, mentes de Oriente hechas para penetrar en el misterio, en los parajes donde habita Dios, sin tener tanto la preocupación de agotarlo o definirlo, sino de dentro de él, esperar que él hable más de sí. Gente que quiere oír las confidencias del Misterio.

No dejamos de notar en todas las personas observadas los efectos de la padronización y homogenización igualitaria de la aldea global y de este reino asediado e invadido de smartphones y tablets, particularmente en su forma de vestir, en sus zapatos, sus trajes deportivos. Y aún así, cuantas particularidades, cuantas diferencias.

En fin, tomamos café, comimos, escribimos y contemplamos.

Más bien entró sin permiso y chismoseó en vidas ajenas, dirá alguno. Tomó capuccino y merendó prójimo.

No. Bien, algo de eso hubo. Pero sobre todo, intentamos hacer un ejercicio de contemplación de Dios en el Orden Creado, leímos algo de lo que Dios escribió en el Libro de la Vida, observamos un tanto el filme proyectado por Dios a través de las diversidades humanas existentes en la Creación.

Aprendimos del Universo, aprendimos de la vida.

Aprendimos de Dios, en la multiplicidad de sus seres creados.

Esto, mientras tomábamos un capuccino, y comíamos la mejor tartaleta de arándanos que recordamos haber probado en nuestra ya no corta existencia. Y en ese contacto con la Divinidad, fuimos felices.

Pero ahora toca adelantar oraciones, porque sin eso, nada es nada de nada…

Por Saúl Castiblanco

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