sábado, 27 de abril de 2024
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¿Hasta dónde debe llegar nuestra fe?

La barca con los Apóstoles es sacudida por la tormenta; bien podría ser la imagen de la Iglesia luchando en los mares de este mundo, en medio de la noche, con el objetivo de desembarcar en las costas del Reino Eterno.

Jesus caminha sobre as aguas MadonnaFiducia SemRomano Foto David Domingues

Redacción (, Gaudium Press) San Juan es el único evangelista que narra la fuerte impresión que produjo la multiplicación de los panes y los peces en la multitud que se beneficiaba de ella, cuyo relato, por la pluma de san Mateo (cf. Mt 14,13-21), pudimos contemplar el domingo anterior.

En este 19º Domingo del Tiempo Ordinario, contemplamos la continuación de este evento milagroso.

Jesús les dice a sus discípulos que suban a la barca y se dirijan al otro lado del mar, mientras él despide a la multitud que se maravilla con su presencia y sus señales. Habiéndolos despedido, se retira a la cima de un monte en oración.

Sin embargo, mientras Jesús desaparecía en medio de la noche, inmerso en sus oraciones en la cima de la montaña, la barca estaba en medio del mar. La atmósfera estaba agitada y el viento del oeste se levantaba en una terrible tormenta. Grandes olas, además del viento contrario, hacían inútiles los esfuerzos realizados sobre los remos. Se sabe que el Mar de Tiberíades tiene estos oleajes impredecibles, que dejan a los remeros sin fuerzas y desanimados. Pero Jesús, aunque estaba lejos, humanamente hablando, con su poder divino los acompañaba en todo momento. Los veía en la gran dificultad en que se encontraban.

A eso de las tres de la mañana, Jesús se acercó a los discípulos, caminando sobre el mar. Cuando los discípulos lo vieron caminar sobre el mar, se asustaron y dijeron: ‘Es un fantasma’. Y gritaron de miedo. Jesús, sin embargo, pronto les dijo: ¡Ánimo! Soy yo. ¡No temáis!’” (Mt 14,25-27)

¿Asumió en ese momento la agilidad característica del cuerpo glorioso o realizó un milagro? Lo que es seguro es que Él salvó la distancia entre la cima de la colina y el medio del lago con gran facilidad.

Como señala Lagrange,[1] Marcos afirma que Jesús los vio desde la distancia, aunque Mateo no dice nada al respecto. Por su parte, Maldonado, basándose en San Cirilo de Alejandría y Leoncio, hace consideraciones muy interesantes sobre la oportunidad escogida por el Maestro: “Jesucristo esperó una triple circunstancia para obrar el milagro: que los discípulos estuvieran en alta mar, donde no podían esperar ayuda de ninguna parte; que el viento estaba en contra de ellos y la barca estaba siendo atacada por las grandes olas; y que llegara la última vigilia de la noche, para que los navegantes pusieran a prueba su fe y su paciencia, y sintieran la necesidad de un milagro”[2].

Mantener la calma en la tormenta

Entonces Pedro le dijo: Señor, si eres tú, mándame ir a ti caminando sobre las aguas. Y Jesús respondió: ‘¡Ven!’ Pedro salió de la barca y comenzó a caminar sobre el agua, hacia Jesús. Pero cuando sintió el viento, tuvo miedo y, comenzando a hundirse, gritó: ‘¡Señor, sálvame!’ Inmediatamente Jesús extendió la mano, agarró a Pedro y le dijo: ‘Hombre débil en la fe, ¿por qué dudaste?’” (Mt 14, 28-31).

San Juan Crisóstomo una vez más se destaca de otros comentaristas al enfocarse en este versículo con estas palabras: “¿Por qué el Señor no ordenó que los vientos se calmaran, sino que extendió su mano y sostuvo a Pedro? Porque era necesario que él tuviera fe. Cuando falla nuestra cooperación, también cesa la ayuda de Dios. Y para mostrarle que no era la furia del viento, sino la poca fe del discípulo lo que producía el peligro, le dijo: ‘Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?’”[3].

Tan pronto como subieron al bote, el viento se calmó. Los que estaban en la barca se postraron ante él, diciendo: ‘¡Verdaderamente eres Hijo de Dios!’” (Mt 14, 32-33).

De este acontecimiento podemos extraer una buena lección para las etapas de prueba y tentación, por las que a menudo pasamos. En el momento de la tormenta, nos viene la idea de que estamos cerca de perecer. Tanto es así que muchas veces ni siquiera somos capaces de prever el torbellino al que de repente nos vemos arrojados. Esto es, de hecho, lo que les sucedió a los mismos Apóstoles. ¿Quién de ellos podría haber imaginado que, embarcándose por mandato expreso de Jesús, se encontrarían con un mar tan embravecido y embravecido?

¿Estamos ante vientos en contra e impetuosos? Sepamos mantener la calma. Aunque imperceptiblemente, Jesús está siempre presente y, de un momento a otro, se hará visible a nosotros.

Percibimos también, a través de este episodio, cuánto el pensamiento de Dios no sólo es infinitamente superior al nuestro, sino también distinto. Si viéramos el terrible esfuerzo de los discípulos, remando contra las olas, en medio de la angustia y el peligro, y la inutilidad de su esfuerzo, trataríamos de socorrerlos inmediatamente. Sin embargo, Dios parecía estar ausente, para hacer resplandecer su poder y su gloria, para fortalecer su fe, para otorgarles más méritos y recompensarlos al fin con indecibles consuelos.

Así también la Iglesia es conducida por su Divino Fundador: expuesta a todo tipo de persecuciones y dramas, cada una de estas situaciones resulta siempre en victoria y, no pocas veces, en triunfo.

Extraído, con adaptaciones, de:

CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os Evangelhos: comentários aos Evangelhos dominicais. Città del Vaticano-São Paulo: LEV-Instituto Lumen Sapientiæ, 2012, v. 2, p. 261-267.

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[1] Cf. LAGRANGE, Marie-Joseph. Évangile selon Saint Matthieu. 7 ed. Paris: J. Gabalda, 1948, p. 294.

[2] MALDONADO, Juan de. Comentarios a los Cuatro Evangelios. Evangelio de San Mateo. Madrid: BAC, 1950, v. I, p. 538.

[3] JUAN CRISÓSTOMO. Homilía L, n. 2. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (46-90). 2. ed. Madrid: BAC, 2007, v. II, p. 76.

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