viernes, 29 de marzo de 2024
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Los ricos manjares de la admiración, nuevamente servidos a la mesa

El terrible enfrentamiento entre la envidia y la contemplación de lo superior. El demonio puede hoy perder muchas partidas.

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Redacción (04/11/2022 17:31, Gaudium Press) Admirar, mirar hacia algo que se reconoce como superior, como especialmente bello o bueno, deleitarse en esa contemplación. Quién no ha sentido ese dulce y casto placer, aunque fuera en la lejana e inocente infancia.

Es el vuelo raudo y brillante de un colibrí, o la solemnidad del paso y el imponente rugido de un león. Serán los trazos de una artística catedral, o unas verdes y tapizadas colinas, o aquel hombre con esa inteligencia particularmente brillante: todo esto puede causar y debe causar admiración, y muchas veces nos la causó.

Pero personalmente recibí una no agradable y clarificante sorpresa cuando un día el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira nos recordó el aforismo de Bossuet, de que la envidia – lo diametralmente contrario de la admiración – era el vicio más extendido entre los hijos de los hombres.

Algo terrible, pues la admiración es más deliciosa que la crema chantilly, más olorosa que el jazmín, más luminosa que el diamante real del koh-i-noor, y la envidia destroza la admiración. Si la envidia – ese vergonzoso dolor por el bien ajeno – es tan contagiosa como afirma el célebre Obispo francés, a los niños habría que ponerles desde bien pequeños una potente y eficaz vacuna contra tan poderoso mal.

Recordaba también el Dr. Plinio la linda sentencia de Edmond Rostand en su obra Chanteclair: O Soleil! Toi, sans qui les choses ne seraient que ce qu’elles sont – Tú, ¡oh Sol! sin quien las cosas no son sino lo que son… Pues mucho más que el sol es la admiración, que colorea con sus visos dorados todo aquello que toca, que nos insinúa la existencia y va atrayendo la presencia de ese mundo perfecto celestial. No así la envidia, negro spray de pútrido lodo, que ensombrece hasta los dulces carámbanos de luna.

Sí, cargamos en nosotros el germen perverso de la oscura envidia y también la luminosa tendencia hacia el Dios-Absoluto, que es nuestra inclinación a admirar lo superior. Tal vez no haya momento más pungente y desgarrador, que aquel en que sentimos al mismo tiempo esas dos inclinaciones, incluso ante un mismo bello objeto: percibimos que lo debemos admirar y lo admiramos, y luego se empeña en surgir la víbora de la envidia, introduciendo la amargura y la agitación en el alma. Corazón partido, rajado y sangrante por la mitad, ese del hombre. En un mismo espíritu se anida la inclinación hacia el infierno (pues el problema del ángel caído fue que no admiró como debía) y su tendencia al cielo. Somos proyecto de ángel, pero también de demonio. Cumple, yugular, secar, luchar a brazo partido contra la inclinación oscura, lo que bien se consigue con la gracia de Cristo, con la piedad, con la oración.

IMG 1239 Chartres

El mero placer animal

Con la civilización cristiana y el auge de la Edad Media, los seres humanos alcanzaron una cima de perfección inédita. Pero en un momento “x” el hombre se cansó de caminar hacia esa Perfección y fue entonces que el demonio consiguió introducir el mero gusto del placer por el placer, un placer que con el paso del tiempo fue siendo cada vez más animal.

No podía el demonio imponer su total fealdad al inicio, como bien hubiera querido, pues las gentes también se habían acostumbrado a los auges de la verdadera belleza y la verdadera bondad. Sin embargo, él sabía que alentando el mero placer, incluso el estético, y cortando el sustrato religioso de la civilización cristiana y el amor al sacrificio de lo verdadero maravilloso, se llegaría a los horrores de salvajismo que contemplamos hoy: recordemos, somos proyecto de ángel, pero también de demonio, y nuestro demonio se ‘construye’ cuando damos rienda suelta a nuestro deseo insaciable del placer egoísta.

Entre tanto, tiene el demonio una gran dificultad para ejecutar la fase final de su abominable plan, que es el de hacer de esta tierra un infierno: ocurre que él no pudo apagar la capacidad de admiración humana, ni el deseo intrínseco de Dios, ni siquiera en los más jóvenes: ellos aún se encantan – y por veces más que sus inmediatos antepasados – con el ágil colibrí, con el bello atardecer, con el gesto elegante, a veces con el rostro humilde y puro de una religiosa, con la pulcra ceremonia religiosa.

El hombre exhausto de hoy, que puede ser campo minado para satanás

El hombre de hoy, al tiempo que puede ser campo abonado, también puede ser campo minado para satanás.

Porque si se vuelve a regar abundantemente con el rocío de la gracia divina la tendencia de la admiración humana, ya no cuenta el demonio con ciertos oropeles con los que había engañado a los hombres de otros tiempos, y el hombre puede volver a volar hacia la admiración de lo que es auténticamente cristiano, de la diamantina belleza cristiana.

La raza occidental que cansada de la humildad y la pureza cristiana, y saciada del espíritu austero y sacral de la caballería medieval, fue inducida a imitar al ‘super-man’ naturalista del Renacimiento, o al racionalista y fanfarrón de la Revolución francesa, o al ateo, fútil, desaliñado y playboy hombre de negocios de nuestros días, ya no tiene tanto falso modelo con qué engañarse, y solo le va quedando o adherir a lo sumamente bueno y bello, o ser adorador de la abyecta fealdad.

Bien es cierto que hay muchos bastante gangrenados por el vicio, que ya quisieran fundirse en un abrazo angustiado, sucio y final con el maligno. Pero también es cierto que hay muchos otros que van a decir “no” a la fealdad total, y que ya piensan y comienzan a desandar el mal camino andado.

Para estos muchos vuelven a sonar las campanas de las admiración más pura. Es solo insistir en regar la tendencia a la admiración con la gracia de Dios.

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Sacramentos, oración, y admiración hacia lo verdaderamente superior, hacia la verdadera belleza, de donde parte la lucha por todo lo bello: coctel-mortal contra el mal.

Para volver a admirar con encanto los atardeceres, para fascinarse con la virtud, y complacerse en todas las maravillas de Dios.

Por Saúl Castiblanco

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