Dios no deja de otorgarnos su gracia; Él siempre nos atenderá superando nuestro criterio humano y mediocre.
Redacción (06/09/2022 12:16, Gaudium Press) “¿Me responderá Dios alguna vez?” Es una pregunta que surge de vez en cuando dentro de nosotros, especialmente en los momentos en que rezamos con más insistencia para ser limpiados de nuestras miserias.
Nos vemos libres de algún mal, y pronto otro asoma en nuestro horizonte; o, peor aún, nos esforzamos por superar un defecto y, tan pronto como lo hemos vencido, nos damos cuenta de la existencia de varios otros. Para colmo, en la vida diaria también comprobamos que los demás están en una situación similar…
Después de todo, ¿responde Dios a nuestras peticiones o no?
La doctrina católica nos enseña que todo lo que pidamos en la oración, el Todopoderoso nos lo concede, siempre que obre para nuestro bien, cuya culminación es la gloria eterna en el Paraíso.
Ahora bien, en la mayoría de los casos, se nos haría un gran daño si la Divina Providencia nos librara de nuestras miserias y debilidades. ¡¿Como?! Suena absurdo, pero no lo es.
Ayuda para no ser desagradecidos con Dios
Para comprender mejor el primer supuesto de tal afirmación, pasemos a un ejemplo doméstico. Imaginemos que una madre quisiera preparar una fiesta extraordinaria para su hija para celebrar su ingreso a la universidad.
Ella invita a las amigas de la chica, se encarga de ordenar la casa y, en secreto, prepara deliciosos platos. En la fecha señalada, la joven se encuentra ante la maravillosa sorpresa. La madre también tiene un sobresalto; sin embargo, desagradable.
Su hija simplemente no se sirve nada de lo que ella habría preparado. Sin apetito, desprecia el cariño de quien tanto la ama. ¿No sería tal actitud una gran ingratitud?
Ya en el Evangelio encontramos una antípoda de esta joven: los cojos, los pobres, los tullidos y los ciegos, llamadas por el rico a su fiesta (cf. Lc 14,21), que comían en abundancia de todos los manjares, mostrando que cuanto más pobre sea el invitado, más cargado de regalos estará.
De manera similar, si nuestras lagunas físicas o espirituales estuvieran completamente henchidas, correríamos el riesgo de pensar erróneamente que nuestras necesidades están satisfechas y pronto nos olvidaríamos de buscar la fuente de agua viva, la distribuidora de los dones celestiales, la única quien, en efecto, puede saciar nuestros anhelos: Dios.
Y, como la joven sin apetito, caeríamos fácilmente en un abismo más terrible que el pecado: la falta de reconocimiento del Altísimo.
Un ciego que puede ver sin un nervio óptico…
Ahora bien, el desacierto al hacer nuestras súplicas no será razón para que Dios deje de concedernos su gracia. Si es verdad que Él siempre nos atenderá superando nuestros criterios humanos y mediocres, ¡también es verdad que levantará castillos indestructibles sobre el estanque de los males!
Una pequeña historia puede ayudarnos a comprender mejor este segundo punto de nuestras consideraciones. De una pareja virtuosa nació un hijo largamente esperado, a quien los padres no escatimaron muestras de afecto.
Sin embargo, pasaron los meses y notaron algo extraño en su descendiente. Lo llevaron al médico y el diagnóstico fue desalentador: el niño era ciego, pues no tenía el nervio óptico; mudo, porque nació sin cuerdas vocales; sordo, por falta del conducto auditivo. Con el corazón roto, ambos se preguntaban qué podían hacer, pero el especialista dijo: “¡No hay solución!”.
De regreso en casa, el espíritu de los piadosos padres se mantuvo fuerte, porque no les faltaba una cosa: la fe. Recostando a su hijo en su regazo, el padre puso sus manos sobre su cabeza, y los dos esposos, con los ojos llenos de esperanza, miraron al Cielo y oraron por la curación de su amado pequeño.
Inmediatamente el niño asumió diferentes reacciones. Los ojos de los tres se encontraron y una sonrisa inocente apareció en los labios infantiles. Convencidos del milagro logrado, los padres solo pudieron exclamar: “¡Hijo!” A lo que el bebé respondió con un sonoro “¡Papá!”
Dios, que es Padre, es también Hijo y Amor. Él oyó con agrado las oraciones de esos padres y las había respondido prontamente. Sin dejarse tomar por ninguna duda, la pareja se apresuró a volver al médico para confirmar la intervención divina. El resultado los sorprendió: el niño podía ver sin nervio óptico, hablar sin cuerdas vocales, oír sin canal auditivo. ¡Era un niño-milagro!
La gracia obrará maravillas de santidad en nosotros
Este caso hipotético ilustra un poco la realidad de aquellos a quienes Dios santifica. La gracia obra en el alma, que se adorna con dones espirituales; sin embargo, los defectos no se erradican inmediatamente, ni cesan las luchas o los ataques diabólicos.
En resumen, Dios no quita las miserias, sino que santifica a los miserables. De esta manera la obra sobrenatural se hace más evidente, resplandeciendo con mayor fulgor que si fuera sobre alguien sin culpa.
Esto explica los sufrimientos de tantos Santos que, aunque vivían de manera edificante, se entregaban a la penitencia y a la oración, derramando lágrimas y pidiendo al Cielo fortaleza no sólo para afrontar las adversidades externas, sino sobre todo para vencerse a sí mismos. Una declaración de San Pablo lo prueba bien: “Para que la grandeza de las revelaciones no me enorgulleciera, me fue dado un aguijón en la carne, un ángel de Satanás para abofetearme y librarme del peligro de la vanidad. (2 Cor 12, 7).
¿No parece extraño que sea satanás quien libere así de la vanidad? Dios se sirve del mal para sacar un bien, como describe más adelante el Apóstol: “Tres veces rogué al Señor que me lo quitara. Pero él me dijo: ‘Mi gracia te basta, porque es en la debilidad que se revela plenamente mi fuerza’ ” (2 Cor 12, 8-9a). Quizá por eso, María Santísima, en Lourdes, realizó curaciones similares a las del niño de nuestra historia y, para simbolizar esta verdad, Nuestro Señor Jesucristo quiso quedarse con sus llagas gloriosas después de la Resurrección.
La alegría de ser miserable
Lo importante es no desanimarse cuando nos encontramos con nuestras miserias, por más frecuentes que se manifiesten; ni, en modo alguno, capitular en la lucha contra el demonio, el mundo y la carne.
Necesitamos tener paciencia y dedicación, seguros de que, si nos revestimos de confianza, la gracia nunca dejará de obrar en nosotros. María Santísima no es la Señora de las obras inconclusas y, por ella, Dios obrará maravillas en nosotros, pobres lisiados que esperamos en su paternal omnipotencia.
Así, con propiedad, podremos gritar al unísono con todos los justos de la historia: “Prefiero gloriarme en mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso siento alegría en las debilidades, en las afrentas, en las necesidades […]. Porque cuando me siento débil, entonces soy fuerte” (II Cor 12:9b-10)!
Por Lorena Mello da Veiga Lima
(Texto extraído de la Revista Arautos do Evangelhoo n. 237, septiembre de 2021).
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